Foto: Policía montada vigila a estudiantes universitarios que protestan frente al Congreso Nacional en Asunción (Paraguay) contra la corrupción en el sistema educativo. (Santi Carneri)
Por: Nazaret Castro
El 17 de octubre, día en que cada año se conmemora la figura de Juan Domingo Perón en Argentina, apareció en el río Chubut el cuerpo sin vida de Santiago Maldonado, el joven artesano que había desaparecido 80 días antes, visto por última vez en medio de una confrontación entre la población mapuche y las fuerzas de seguridad del Estado, en el contexto de una larga disputa por sus territorios frente a la multinacional Benetton.
El paradero de Maldonado tuvo en vilo a una sociedad para la que la palabra “desaparecido” evoca las 30.000 víctimas de la dictadura cívico-militar de 1976-1983, y convocó a cientos de miles de personas en la misma Plaza de Mayo porteña donde, cuarenta años atrás, las Madres de Plaza de Mayo comenzaron a hacer su ronda semanal preguntando por el paradero de sus familiares.
“No tengo ni idea de si fueron 9.000 o 30.000” los desaparecidos, había declarado, en noviembre del año pasado, el presidente Mauricio Macri.
Sus declaraciones y, en el mismo sentido, las de destacados miembros de su Gobierno, marcaban una ruptura con los gobiernos kirchneristas que habían hecho de los derechos humanos su bandera, aunque ésta no cubriese de la misma forma los derechos de los pueblos indígenas.
¿Por qué revisar esa cifra era tan importante? Responde el sociólogo Alexandre Roig: “Poner en cuestión los 30.000 es como cuestionar los seis millones de judíos asesinados en el Holocausto. Son números redondos porque es una contabilidad de lo inconmensurable. Son símbolos sagrados, en el sentido de que prohíben ciertos actos: si profanamos el símbolo, se desarticula esa prohibición, y se habilita el uso de la fuerza. Porque el odio a los indios, como el odio a las mujeres o a los negros, está ahí, eso no se resolvió; pero hay símbolos sagrados que frenan la pulsión de muerte”.
Comparar el momento actual con la dictadura “es peligroso y reduccionista”, cree Roig, pero “sí parece que ha habido un aumento de la legitimidad de la represión”. Se ha apreciado “una escalada del accionar violento del Estado durante y después de las manifestaciones: es una práctica sistemática del Estado para amedrentar a los grupos sociales que se movilizan, para producir terror, aleccionar y disciplinar”, afirma la economista feminista Natalia Quiroga.
Y, añade la socióloga feminista Verónica Gago, esa represión “habilita y promueve un fascismo que hoy se concentra contra las mujeres y en los territorios donde la disputa es por la tierra”, como es el caso del pueblo mapuche.
La victoria electoral de Macri hace dos años terminaba con doce años de hegemonía kirchnerista y anunciaba el declive de los gobiernos “progresistas” en América Latina. Pronto le seguiría Brasil, aunque Michel Temer no llegó al Palacio de Planalto por las urnas, sino tras un cuestionado impeachment contra Dilma Rousseff. También allí, los movimientos sociales observan un aumento de la represión de la protesta social.
El ministro de Justicia, Alexandre de Moraes, ha sido criticado por el exceso de violencia con el que trató de sofocar el movimiento de ocupaciones de escuelas por los estudiantes, que reclamaban mejoras en la educación pública, así como por su participación en operaciones de la Policía Militar de São Paulo, siempre en el punto de mira por las ejecuciones sumarias en las favelas y periferias, un “lento genocidio contra la población pobre y negra”, según denuncia Débora Silva, del colectivo Mães de Maio, formado por madres de jóvenes muertos a manos de la policía paulista: las otras Madres de Mayo.
Por su parte, el diputado Jair Bolsonaro ha sido protagonista de una escalada de la violencia discursiva por su homofobia (“Prefiero un hijo muerto en un accidente que un homosexual”), su misoginia (“No te violo porque no te lo mereces”, le espetó a una diputada federal) y su legitimación de la dictadura militar (“El error de la dictadura fue torturar y no matar”).
Así, la clase política ha alimentado la intransigencia ultraconservadora, como se vio recientemente con la recogida de firmas contra la visita al país de la filósofa feminista Judith Butler, que fue increpada y perseguida a su llegada al aeropuerto de São Paulo.
“Hay una correlación entre estos hechos y un proceso que es más amplio”, cree Alexandre Roig. “El auge de la extrema derecha en Argentina y Brasil puede relacionarse, como sugiere [el filósofo italiano Maurizio] Lazzarato, con un regreso del capitalismo financiero: éste no tiene capacidad de producir sentido; por eso, el devenir violento es inevitable. Porque lo que ordena el sentido colectivo termina siendo el Otro, es decir, los extranjeros –sean internos, como los indígenas, o externos: los inmigrantes–, y las mujeres”. En otras palabras: en una sociedad individualista donde no hay instituciones que guíen el modo en que nos organizamos colectivamente, germina el odio contra los sujetos que siempre han sido considerados “el otro”, lo inferior, para una sociedad racista y patriarcal.
Guerra contra la población
En otros países, como México y Colombia, no hubo cambio de ciclo político: hay continuidad de la hegemonía neoliberal, que ha derivado en caminos de extrema violencia. “En México existía un contexto de represión y criminalización de la protesta, pero hoy lo que hay es un narcoestado”, sintetiza Liliana Chávez, militante de la Asamblea de Mexicanxs en Buenos Aires.
“2006 es un año clave para pensar la represión en México: es el año en el que el entonces presidente, Felipe Calderón, declara la guerra al narco. Sólo que, como dice el EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional), nunca fue una guerra del Estado contra el narcotráfico, sino la guerra del Estado contra la sociedad civil, contra la población en su conjunto”, afirma Chávez. Las cifras oficiales hablan de 32.000 muertes violentas en el transcurso de esta guerra no declarada. La asociación Datacívica enumera sus nombres en una página web con la que pretende “convertir cifras en personas”; la elaboración de un registro oficial de víctimas es una de las demandas sin respuesta de las organizaciones de derechos humanos en México.
“Las fuerzas estatales están involucradas en violaciones de derechos humanos”, sostiene Chávez. Esto se evidenció tras la desaparición en 2014 de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, que “gracias a la tenacidad y la autogestión de los familiares, se visibilizó a nivel internacional y mostró el vínculo orgánico entre las desapariciones y la criminalización del movimiento social”.
El pasado octubre, los diputados mexicanos aprobaron una ley en materia de desaparición forzada, como reclamaban las organizaciones de derechos humanos. “Esta ley nombra las desapariciones forzadas y por tanto reconoce la existencia de terrorismo de Estado en México, pero no parece muy coherente que sea el propio Estado, y no un órgano independiente, quien haga el seguimiento: así, [el presidente Enrique] Peña Nieto se lava las manos”, opina Chávez. Para la activista, la raíz del problema está en el modelo de desarrollo extractivista que avanza sobre los territorios en todo el país: “Se instala un miedo profundo en la sociedad, y esto tiene que ver con el avance de la minería, el agronegocio y otras actividades extractivas”.
Territorios en disputa
En Colombia no es nueva esa letal combinación entre narcotráfico, grupos armados y connivencia de las elites; pero los Acuerdos de Paz, tras el largo proceso de negociaciones entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) la población ansiaba un nuevo contexto de paz, pero ha habido “un recrudecimiento de la represión y un reordenamiento de los grupos paramilitares, que nunca dejaron de actuar, pero que ahora retoman la perpetración de masacres y de amenazas sistemáticas, en un contexto de impunidad y de vinculación directa de estos grupos armados con las fuerzas paramilitares y la clase política”, asegura Leonardo Luna, del movimiento Congreso de los Pueblos.
Según el último informe del programa Somos Defensores, se han registrado 193 agresiones contra defensores del territorio y los derechos humanos sólo en los tres primeros meses de 2017; de ellas, el 67% han sido cometidas por paramilitares, el 7% por la fuerza pública, un 0,1% por las guerrillas y un 22% por autores desconocidos. El informe anual de Naciones Unidas relativo a 2016, registró ese año 389 ataques (incluidos 59 homicidios) a defensores de derechos humanos (movimientos políticos y organizaciones sociales, entre otros). Y, según el informe de Global Witness, en 2016 fueron asesinados 37 defensores del territorio: “En Colombia, los asesinatos alcanzaron un máximo histórico, pese (o tal vez, debido) al acuerdo de paz firmado recientemente entre el Gobierno y el grupo guerrillero de las FARC”, concluye esta ONG.
El panorama se complejiza en Colombia con la imbricación entre el paramilitarismo, el narcotráfico y el Estado.
“Se comenzó con un proceso de paramilitarización de las instituciones y finalmente se institucionalizó el paramilitarismo; y lo mismo sucedió con el narcotráfico. Es necesario que la comunidad internacional sea contundente para proteger a una población vapuleada, tratada como un objetivo militar”, opina Javier Castellanos, del Congreso de los Pueblos.
Como sucede en México, los grupos armados presionan por el control de aquellos territorios sobre los que avanzan los proyectos extractivos, se trate de plantaciones de palma aceitera, megaminería, extracción de hidrocarburos o centrales hidroeléctricas. El Atlas de la Justicia Ambiental (EJAtlas), que codirige el economista Joan Martínez Alier desde la Universidad Autónoma de Barcelona, ha mapeado 126 conflictos socioambientales en Colombia; y en 27 de esos casos se han registrado asesinatos de activistas en defensa de sus territorios. En América Latina, hoy como ayer, la disputa es por la tierra. Y es a sangre y fuego.
Publicado originalmente en Equal Times