El pasado es presente cuando la justicia no llega y la verdad fragmentada es ocultada entre los muros del poder; no es más que la negación de la vida a las y los sembradores de esperanzas a costas de negocios turbios con los recursos naturales y una política de contra insurgencia de parte de las autoridades estatales y federales. Así, la historia de ayer y hoy cuenta, con sus respectivos matices, con los mismos sucesos trágicos de asesinatos, desapariciones, encarcelamiento y desplazamiento forzado de cientos de familias desplazadas por la violencia tanto por el Estado como por la delincuencia organizada.
Guerrero es tierra de nadie; escenario de la desolación, del dolor, de la pobreza extrema, de la marginación, la discriminación, el olvido de las familias pobres e indígenas, la persecución de quienes alzan la voz y la imposición del silencio en zonas de resistencia por los derechos colectivos en la defensa del territorio. También ha sido epicentro de las luchas sociales, de exigencia de verdad y justicia y crímenes de Estado como la masacre de 17 campesinos en el vado de Aguas Blancas en 1995, y se repitieron con la ejecución de 11 indígenas Na Savi de la comunidad de El Charco en 1998 y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en 2014.
Contextualizar, entre líneas, la masacre de Aguas Blancas nos remite necesariamente a las causas estructurales de la pobreza, sobre todo, las niñas y niños que padecían desnutrición severa. Una familia si bien le iba podía conseguir 50 pesos al día para alimentar 5 o 6 hijos y con algo de harapos para poder cubrirse; otro problema eran las enfermedades como el sarampión, viruela, tos ferina, entre otras, que cobraron varias vidas. A pesar de las circunstancias de las familias, la policía y el ejército con execrable comportamiento incursionaban en las comunidades para amedrentar a las personas, les despojaban de sus milpas y hurtaban a campesinos que contaban con algo de recursos económicos.
La miseria en la que estaban sumidas familias campesinas e indígenas – presas del hambre, sin vivienda, educación, salud, caminos y sin apoyos para sembrar en el campo- detonó la inquietud de la organización comunitaria porque los gobiernos no resolvían los problemas más sentidos de las y los campesinos. Los múltiples agravios y la organización de varias comunidades se expresaron sumándose a la guerrilla del maestro Lucio Cabañas Barrientos contra el poder caciquil.
Sin embargo, al gobierno de Rubén Figueroa Alcocer le irritaba la idea de que las comunidades se estuvieran organizando, además, temía de un levantamiento armado. Nada de eso iba a suceder porque las ganancias de la explotación maderera se esfumarían, incluso perderían el control de la región, pero más allá de los nefastos y sucios negocios era sólo para mostrar su poder. Lo que menos importaban eran los ríos y los bosques muriendo. Era inaceptable para el Estado la existencia de una guerrilla de pobres y campesinos en la Sierra de Guerrero, que pugnaba por los derechos más elementales que se les habían negado históricamente y que planteaba un modo de vida diferente sin explotación, ni represión. Era evidente que de parte de las autoridades no querían reconocer la existencia de grupos subversivos, pues sería como percatarse del abandono de las comunidades, sobre todo, la desigualdad social que prevalece hasta en la actualidad.
Las autoridades no se hicieron esperar para implementar una estrategia de contrainsurgencia que tenía como objetivo aplastar la rebelión hacia la revolución social. Así inició el hostigamiento y la persecución contra las comunidades, la desaparición de 500 personas, entre adultos, niños y de la tercera edad de quienes nunca se supo. A las mujeres las agredieron sexualmente para extraerles información sobre el movimiento guerrillero que permanecía en la sierra de Atoyac de Álvarez, varias fueron asesinadas. Para Norma Mesino, defensora de derechos humanos, la región serrana se militarizó generando zozobra a la población y mucha impunidad.
Don Hilario Mesino Acosta, fundador de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS), fue testigo de las fechorías de las autoridades y del drama de las familias que evadían a los militares, pero también vivió la ausencia de su hermano, “a Alberto Mesino Acosta de 18 años lo detuvieron el 18 de julio de 1974 y lo desaparecieron, diciendo que luego lo regresarían a la casa y es el día en que no regresa. Toda la familia, principalmente mi mamá, vendió todo lo que tenía para emprender la búsqueda. Ahí nos dimos cuenta de que había gente buena y gente mala, unos nos daban ánimos, otros más nos quitaban lo poco que teníamos, decían que tenían contacto con el ejército a cambio de dinero. Quedamos en la miseria. A mi padre lo golpearon cuando cuidaba su parcela causándole la muerte. Mi mamá también muere de tristeza al no poder encontrar a su hijo”.
Engañaban a los campesinos con que les iban a dar créditos. En una ocasión el Instituto Mexicano del Café realizó un censo, pero al salir de la asamblea los empezaron a detener por si un campesino era guerrillero o si le daban alimento a Lucio Cabañas, los que lo hicieron siguen desaparecidos.
Así surge la Organización Campesina de la Sierra del Sur en un encuentro de campesinos que se llevó a cabo el 19 y 20 de marzo de 1994, donde se aglutinan los municipios de Coyuca de Benítez, Atoyac de Álvarez, Tecpán de Galeana, La Unión y Petatlán. Las demandas fueron catalogadas como radicales por el gobierno. Para Norma Mesino las demandas consistían en lo siguiente: “la presentación con vida de los más de 500 desaparecidos, cese a la represión de las fuerzas policiacas y su salida de las comunidades, además de la libertad de los presos políticos. Aunado a eso la organización tenía un pliego de demandas sociales como el derecho a la salud, a la educación y a la vivienda; entre otras fundamentales estaba la tala inmoderada de la madera, pues las mismas fuerzas policiacas aprovechaban las empresas para saquear el recurso”. La explotación maderera aún continúa por los grupos de la delincuencia organizada.
La organización de las y los campesinos, con miedo y coraje, se aglutinaron para hacer las primeras movilizaciones en Atoyac y Coyuca en la cual se denunciaron las tropelías de la policía y del ejército y se logró que Rubén Figueroa, en ese entonces gobernador de Guerrero, recibiera una comisión en Tepetixtla, pero más que atenderla fue para amenazarlos: “si siguen buscando a sus desaparecidos lo único que van a recibir es una palada de tierra”. Gilberto Romero Vázquez dio lectura a las demandas, tiempo después, el 24 de mayo, fue desaparecido en Atoyac, asegura Norma Mesino.
Había cientos de razones para que el 28 de junio de 1995 la OCSS planeara llevar a cabo otra movilización coordinada en Atoyac, Zihuatanejo, la Unión y Coyuca de Benítez con el objetivo de que se cumplieran sus demandas y se sumaba la presentación con vida de Gilberto Romero.
En dos camiones de carga los campesinos salieron de la sierra de Tetepixtla y de Atoyaquillo rumbo a Coyuca de Benítez para protestar, pero al llegar al vado de Aguas Blancas elementos de la policía los estaban esperando. Del primer camión bajaron a las personas y los sometieron colocándolos boca abajo hasta que llegó el segundo, faltaban los últimos en descender del vehículo cuando empezaron los disparos de parte de la policía motorizada, ahora policía estatal. La sangre de los 17 campesinos corría en el asfalto y los gritos de los 25 heridos apenas salía del dolor, rebotaba entre las arboledas y hacía eco en toda la sierra por todos los desaparecidos y asesinados. Mientras tanto Arturo Acosta Chaparro, un torturador y asesino durante la época de la guerra sucia, observaba la operación exterminio desde un helicóptero que sobrevolaba el lugar.
Muchos sobrevivientes quedaron golpeados sin tener atención médica, unos perdieron un pie, una mano y quedaron con problemas psicológicos permanentes.
Lo cierto es que la escalada represiva no terminó con Aguas Blancas, incluso se recrudeció aún más con la aparición del Ejército Popular Revolucionario (EPR) en 1996. Don Hilario Mesino cuenta que se empezó a crear un movimiento social a nivel estatal y nacional, aglutinados en el FACMLN. “Ahí ya nos juntábamos más de 10 mil gentes. Entonces hicimos el esfuerzo de luchar para que se hiciera justicia sobre el caso de Aguas Blancas, en ese momento el PRI estaba fuerte en el poder, nos empezó a detener compañeros y desaparecerlos. En esta lucha fui el primer preso en 1996, me detuvieron a las dos de la tarde, antes la periodista Guadalupe me había solicitado una entrevista, pero resultó ser policía”. Después se repitieron hechos de asesinatos selectivos, desapariciones y presos políticos.
A pesar de la lucha social de las y los campesinos la situación de precariedad sigue. Familias viven en la extrema pobreza como don Juan Hernández, sobreviviente de la masacre de Aguas Blancas, Felipe, otro de los sobrevivientes, y viudas. Las demandas de viviendas, educación, salud y alimentación no han sido resueltas, mucho menos la exigencia de presentación con vida de los campesinos desaparecidos, así como la exigencia de justicia por los asesinados como es el caso de Rocío Mesino. Nada ha cambiado, afirma Norma Mesino.
A 26 años de la masacre de Aguas Blancas la justicia no ha llegado. Los responsables intelectuales y materiales deben ser castigados, de lo contrario se seguirá repitiendo en la historia hechos deleznables como después ocurrió en El Charco y recientemente con la desaparición de 43 normalistas. Los gobiernos actuales no deberían seguir la tónica del caciquismo en Guerrero, dejando en el olvido a las comunidades, asesinando y desapareciendo a las personas en resistencia. La verdad y la justicia del pasado es también del presente.