Acostumbrarse a la tristeza

Pablo González / ANRed

 

foto: Hernán Vitenberg / Emergentes 

“El dueño del lugar comenzó a guardar todas las mesas dispuestas en la vereda, nos ordenó ingresar al local y luego lo cerró con frenesí. Nos explicó que quería evitar detenciones arbitrarias como la sucedida durante el paro internacional de mujeres. Desde adentro escuché gritos de dolor, también observé como algunas personas disponían vallas, quemaban bolsas de basura y tachos para evitar que la policía avanzara y continuar con un plan sistemático: detener a cualquiera, transeúnte, militante o asistente”. Un relato en primera persona de la represión del viernes 1º de septiembre.

Me confieso como una persona orientada a la izquierda, ideológicamente. Desde la base, la coincidencia es ineludible: este sistema es desigual y jamás será justo. En base a esta elección, adhiero a todas las movilizaciones que corporizan y movilizan mis críticas. Confieso, también, que no acudo con la misma regularidad que mis compañeros. Existen, sin embargo, algunas que me parecen ineludibles, la marcha del viernes por Santiago Maldonado es una. Los desaparecidos en democracia encienden una señal de alerta respecto a las fuerzas represivas y, cómo no, viejos vicios de los tiempos más oscuros de nuestra historia. Por tal motivo, el reclamo por Santiago Maldonado me sensibiliza: es joven y está políticamente movilizado. Este combo, aparentemente, es el que el dispositivo represivo enseña a odiar y combatir. El acto se dio en el marco de un mes de desaparición, tiempo suficiente para que el gobierno y sus aliados mediáticos elucubraran teorías conspirativas y tesis raciales que desviaran el tema de base: la desaparición forzosa aplicada por Gendarmería.

Me dirigí a Plaza de Mayo a las cinco menos diez, en el trabajo nos permitieron salir antes y eso me abrió la posibilidad de asistir poco después del horario convenido. Los accesos, como siempre, imposibles. Nos tomó media hora lograr una cercanía aceptable al escenario, aun así no logramos ingresar a la plaza. Cada organización asistió con sus banderas y remeras, y entre ellas primó la paz y convivencia. Vi, también, a muchísimos independientes convocados. No podría arrojar una media, había adultos, ancianos, jóvenes y niños. El reclamo atraviesa, en forma transversal, a toda la población argentina. Las dos primeras tesis fogoneadas por los medios, caídas: no hubo violencia entre las organizaciones y tampoco hacia la policía, y el reclamo no es partidario sino plural. La marcha finalizó a las 19.45, aproximadamente, a cargo de Pez y su rock furioso. La oradora pidió una retirada en paz.

Acudí a la parrilla en la que, usualmente, suelo encontrarme con mis amigos posterior a todas las marchas. Posee una ubicación preferencial, se encuentra a cinco cuadras de la plaza. Para nuestra sorpresa, todos los comercios alrededor de Avenida de Mayo permanecían cerrados. El dueño del local, Miguel, nos dijo que la policía les pidió que cerraran los establecimientos durante la manifestación. Era extraño, ya que nunca había sucedido algo así. Al mediodía, divisé muchos camiones hidrantes entre las calles Rivadavia e Hipólito Irigoyen. Una provocación, ya que la marcha denunciaba el accionar excesivo y arbitrario de las fuerzas de seguridad.

El dueño de la parrilla abrió sus puertas con timidez, pero al cabo de media hora lucía lleno. La televisión permanecía prendida en Crónica TV, lo de siempre. Hasta que las alarmas se encendieron por las imágenes que escupía el dispositivo. Bolsas quemadas y gente corriendo, un zócalo lapidario: incidentes en la marcha por la desaparición de Santiago Maldonado. Me acerqué a la calle por mera curiosidad, y allí vi el triste espectáculo. Quedaba muy poca gente en la plaza y corría atemorizada. Visualicé algunas caras enfurecidas y rabiosas, sin identificación alguna y, aparentemente, en clara persecución hacia los que escapaban.

El dueño del lugar comenzó a guardar todas las mesas dispuestas en la vereda, nos ordenó ingresar al local y luego lo cerró con frenesí. Nos explicó que quería evitar detenciones arbitrarias como la sucedida durante el paro internacional de mujeres. Desde adentro escuché gritos de dolor, también observé como algunas personas disponían vallas, quemaban bolsas de basura y tachos para evitar que la policía avanzara y continuara con plan sistemático: detener a cualquiera, transeúnte, militante o asistente. A las once, el cuerpo de bomberos logró apagar el fuego sin mucha dificultad y los que lograron escapar permanecían apacibles, tranquilos. Los medios, como siempre, dibujaron una violencia fogoneada que no existió ¿Las pruebas? Si esto estuviera armado, porque detuvieron a los últimos manifestantes. Si estos manifestantes son en efecto peligrosos, ¿por qué no acudieron con armas, elementos punzantes o inflamables? ¿Por qué escaparon? Lo más importante, ¿por qué quieren opacar nuestra búsqueda de Santiago Maldonado? Al Estado y la Policía, evidentemente, le reditúa más negarnos la posibilidad de expresión a aceptar sus errores. Sí, volvió la tristeza y el garrote. No nos acostumbraremos a la política desde la casa.

Texto publicado originalmente en ANRed 

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