Foto: Mujer chilena golpea un blindado con una rama durante las protestas contra el gobierno neoliberal de Piñera (Roland Tandaypan)
Hace un año, el 18 de octubre de 2019, Santiago amaneció como otra mañana cualquiera. Un flujo constante de personas que entran y salen de edificios, comercios y estaciones de metro recorría la inmensa ciudad rodeada por Los Andes. Como cada mañana, largas filas de trabajadores procedentes de la periferia se dirigían al centro o a los barrios altos, y ejércitos de encorbatados procedentes de estos barrios se desplazaban a sus puestos de trabajos, mejor remunerados y en despachos con vistas a la cordillera y a la gran ciudad.
Aquella mañana todo parecía igual, pero el ambiente comenzaba a respirarse distinto, con un ligero regusto a gas lacrimógeno, aroma al que acabaríamos por acostumbrarnos los meses siguientes. Durante toda la semana estudiantes secundarios habían organizado evasiones masivas en el metro de Santiago en protesta por una reciente subida del precio del pasaje. Unos cuantos céntimos de euro, insignificantes a priori, pero que fueron la gota que colmó el vaso en un país en el que los rascacielos de treinta plantas con gimnasio y piscina en la azotea conviven con barriadas de infraviviendas donde no hay ni para asfaltado.
Los secundarios, un colectivo infinitamente más politizado, concienciado y organizado que sus homólogos europeos, pusieron el cuerpo y las agallas aquellos días. Mientras que sus mayores debían andar al trabajo a ganarse los poco más de 300 euros del salario mínimo chileno, ellos organizaron una pequeña insurrección que puso en jaque el sistema de transportes de la capital andina. Las “evasiones masivas”, donde avalanchas de jóvenes entraban en el metro sin pagar, pusieron contra las cuerdas a las fuerzas del orden chilenas provocando el cierre de varias estaciones de metro durante la mañana. Estas, acostumbradas desde hace tiempo a la impunidad, no se lo pensaron y arremetieron contra los estudiantes. Las trifulcas se saldaron con varios heridos menores de edad e indignación en las calles y las redes sociales en un final de mañana en el que el metro colapsó, los autobuses atiborrados de gente apenas podían moverse, y grupos aislados de jóvenes intercambiaron provocaciones con contingentes de carabineros en plena Alameda de Santiago. Cada uno a un lado de la amplísima avenida, una piedra por aquí, un amago de carga por acá… los unos conscientes de su inferioridad numérica, y los otros que no querían pasar al ataque en una avenida repleta de transeúntes que iban y volvían de sus trabajos. En apenas unas horas la cosa pasaría a mayores, pero en aquel momento, la situación todavía podía inscribirse dentro de la “normalidad”, nada que ver con las protestas del 2011, las del 2017 o las de la emblemática revolución pingüina de 2006.
Aquello no paró, y la vida no volvió a ser normal. La normalidad era el problema clamaban algunos, y durante esos días pudimos aprenderlo bien
Esa tarde tuve que atravesar dos veces la Plaza de Italia, posteriormente renombrada como Plaza Dignidad y convertida en epicentro de las protestas. A la ida nada se salía de la “normalidad”, pero de vuelta a casa, apenas un par de horas más tarde, pequeños grupos de manifestantes trataban de cortar la Alameda, principal arteria de la ciudad. Recuerdo pasar por allí, ser absorbido por una pequeña multitud que incitaba a los peatones a abandonar la acera y caminar por la calzada, donde ya no pasaban coches. No éramos muchos todavía, pero sí suficientes para no sentirnos vulnerables caminando por donde habitualmente pasaban coches y autobuses. Al poco tiempo marché para casa. Recuerdo sacar una foto a una pequeña barricada que no levantaba ni dos palmos, enviarla a mis amigos chilenos y bromear con que las de Barcelona eran más grandes (por aquellas fechas estaban recientes las protestas por la sentencia del Procès). Recuerdo volver caminando tranquilamente pensando que aquella noche iría a tomar algo, el sábado a dar un paseo para seguir conociendo la ciudad, que el lunes volvería a clase y que la vida seguiría siendo normal.
Pero aquello no paró, y la vida no volvió a ser normal. La normalidad era el problema clamaban algunos, y durante esos días pudimos aprenderlo bien. Al final de la tarde el metro anunció que no abriría en todo el fin de semana. La gente volvía del trabajo andando a sus casas y en la calle fuego, gritos, palmas, cacerolas y sirenas de ambulancias hasta bien entrada la noche. Mi compañero de piso, con varios años de vida santiaguina a las espaldas, me decía que “esto pasa siempre”, los chilenos protestan fuerte, no es como en España. A mí aquello me parecía algo sin precedentes, la revolución rusa por lo menos. Era imposible evadirse del tema, el teléfono no paraba de sonar, llegaban fotos y vídeos de gente que se había echado a las calles, estaciones de metro que ardían y una foto del presidente cenando con su familia en una pizzería de Vitacura, uno de los barrios más exclusivos de la ciudad. A las 12 de la noche, recién terminada la pizza, Piñera aparecía ante los medios y declaraba el estado de emergencia. El ejército quedaba al mando de la situación, y el General Iturriaga, jefe de Defensa Nacional, como hombre a cargo con facultades para restringir derechos fundamentales como el de reunión o la libre circulación.
Una cacerolada resonó por toda la ciudad en cuanto terminó la comparecencia del presidente. En Chile las cacerolas suenan distinto que en Núñez de Balboa, y en mi barrio aquella noche terminó con El Derecho de Vivir en Paz de Víctor Jara a todo volumen. Vivir en paz y dignamente es lo que se reclamaría durante las semanas posteriores.
Al día siguiente la gente inundó las calles como respuesta al estado de emergencia y a las imágenes de militares descendiendo de los tanques en pleno centro de Santiago. A apenas un kilómetro, la intersección de Santa Isabel con Vicuña Mackenna aún no era jurisdicción castrense
Al día siguiente la gente inundó las calles como respuesta al estado de emergencia y a las imágenes de militares descendiendo de los tanques en pleno centro de Santiago. A apenas un kilómetro, la intersección de Santa Isabel con Vicuña Mackenna aún no era jurisdicción castrense. Se había cortado el tráfico, la gente ocupaba los cuatro carriles de la calzada y en cada esquina se había montado una barricada. Las farolas y las vallas caían como castillos de naipes y todos comenzamos a comprender la fuerza del colectivo. Éramos demasiados como para que se nos echasen encima, para que los milicos impusiesen su orden. Durante unas horas, en aquellas cuatro calles al igual que en otros muchos puntos de la ciudad, la línea del bien y el mal la marcaban los manifestantes. Tirar abajo una farola o lanzar una piedra a un banco estaba bien, hacerlo a un escaparate de un pequeño comercio mal. Ahí estaba el verdadero poder, en la gente, y un año más tarde, inmersos en un proceso constituyente que por aquel entonces parecía utópico, sigue estando en el mismo lugar. En la revuelta chilena no emergieron líderes ni cabecillas, ninguna organización logró capitalizar el descontento, ni sacar rédito de las protestas. Ahí está la potencia, pero a la vez el peligro del movimiento popular surgido en Chile en octubre del 2019. No hay un líder mesiánico ni un partido vanguardia, sino un pueblo que le tomó la delantera a los partidos políticos.
Las marchas no se detuvieron y durante los días siguientes desfilaron delante de la Moneda estudiantes, sanitarios, profesores, empleados públicos, pensionistas… un sinfín de colectivos, con sus propias demandas y agravios, pero con una consigna común: la necesidad de elaborar una nueva constitución que pusiera fin al neoliberalismo. Una semana después del estallido, el 25 de octubre, un millón doscientas mil personas se congregaron en el centro de Santiago en la llamada marcha del millón, un día que pasará a la historia del país. Para que nos hagamos una idea de las dimensiones del evento, la Región Metropolitana de Santiago tiene 5,6 millones de habitantes y Chile 18. Aquel día apenas pudimos entrar en la Plaza de Italia. Sabíamos que la asistencia era muy superior a otros días, pero hasta que no llegamos a casa y vimos la vista aérea desde la televisión no fuimos conscientes de hasta qué punto. Las calles no se vaciaron hasta bien entrada la noche y desde la esquina de nuestra casa, a un kilómetro de la plaza de Italia en una callejuela perpendicular a la Avenida Vicuña Mackenna, pudimos ver durante horas como riadas de gente volvía a sus casas, unos a pie, otros en moto, en bicicleta o incluso en camionetas que anunciaban a voces su lugar de destino y llevaban gratis a sus casas a diez o doce personas que se apilaban en la parte de atrás.
En los alrededores de Vicuña a muchas personas les arruinaron la vida para siempre, pero también ocurrieron acontecimientos esperanzadores como asambleas vecinales surgidas a raíz de las protestas que a día de hoy son el pulmón y la esperanza de este movimiento
La Avenida Vicuña Mackenna es otra de las arterias de Santiago. Más de diez kilómetros de vía que conectan los barrios del sur de la ciudad con el centro, concretamente con la Plaza de Italia. Aquellos días, por primera vez en mucho tiempo, los que recorrían de principio a fin esta interminable avenida no lo hacían para trabajar, sino para acudir a la Plaza de Italia, epicentro de las protestas. Durante semanas, en el último tramo de Vicuña dejaron de circular coches a partir del mediodía. La calle era tomada por los manifestantes de Plaza Italia día sí y día también, y hasta los autobuses se veían obligados a modificar sus rutas sobre la marcha. Miles de personas ocuparon esa calle, donde se cantó, se gritó y se peleó, y por donde también rodaron bombas lacrimógenas y patrullaron tanques los días del toque de queda y estado de emergencia. En una de las calles colindantes Carabineros arrebató la vista a Gustavo Gatica, un joven de 22 años que quedó ciego a causa de los disparos de balines de Carabineros, y a poco más de 200 metros del final de la Avenida, un Carabinero arrojó a un menor de edad al río Mapocho la semana pasada. En los alrededores de Vicuña a muchas personas les arruinaron la vida para siempre, pero también ocurrieron acontecimientos esperanzadores como asambleas vecinales surgidas a raíz de las protestas que a día de hoy son el pulmón y la esperanza de este movimiento. Esta avenida se convirtió en un reflejo del estallido, con su dolor, su esperanza y también sus desigualdades entre quienes después de acudir a las marchas tenían que andar un kilómetro para volver a sus casas de Santiago Centro y quienes debían andar hasta diez kilómetros para llegar a las comunas del Sur.
Lo ocurrido en Chile no responde a ninguna pulsión de destrucción, no es un descontento sin organizar que sabe gritar pero que no sabe lo que le pasa. En Chile la gente no salió a la calle a lanzar una piedra contra una gasolinera y a volverse a su casa una vez liberada la rabia. En Chile la gente se organizó, y cuando volvió a sus casas contactó con sus vecinos, y acudió a los cabildos o asambleas populares que surgieron en muchos barrios a lo ancho y largo del país.
Allí pudieron verse las caras, reconocerse los unos en los otros y organizar su rabia en algo constructivo. No solo ayudar a los vecinos más necesitados, sino ver qué se podía hacer, cómo se podía hacer y qué se podía cambiar. En las calles de todo Chile se empezó a tejer una red ciudadana que tomó la delantera a los partidos políticos, pero que en ningún momento renunció a la política. La crítica a la élite que impregna el discurso de buena parte del movimiento popular chileno no es ningún alegato antipolítico. Identifica sus problemas y sus culpables, e impugna alstatu quo y al entramado neoliberal sobre el que se levanta el Chile actual, pero no a la política.
Tal vez se trate de un momento populista huérfano, en el que ningún actor ha sido capaz de aglutinar las demandas de la población alrededor de un discurso que consiga llenar las urnas de votos al igual que se llenaron las calles de manifestantes. Tal vez ese actor aún esté por nacer, tal vez no nazca nunca. Lo primero es votar el próximo 25 de octubre, y después aún quedará un largo camino para terminar lo que una mañana de octubre empezaron unos adolescentes saltando los tornos del metro.
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