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A 99 años: descolonizar y despatriarcalizar la revolución rusa

Hernán Ouviña

Hoy proliferan fotos, imágenes y citas, sobre todo de Lenin y de Trotsky, en ocasión de un nuevo aniversario, el número 99, de la revolución rusa. Sin desmerecer la fecha (atendiendo, por cierto, al calendario gregoriano, por el cual celebramos un 7 de noviembre la insurrección acontecida el 25 de octubre), lo primero que deberíamos asumir es que, por definición, las revoluciones involucran complejos y prolongados procesos, multifacéticos y signados por diversas identidades, sujetos/as y formas de opresión, que como tales jamás pueden ser reducidos a sucesos simplones ni a antagonismos binarios, por emblemáticos que éstos resulten. Es cierto que ciertas jornadas han fungido de síntesis o parteaguas en términos históricos, y han condensado una modificación sustancial de la relación de fuerzas entre las clases, sectores y proyectos en pugna en un momento determinado. No obstante, sería importante situar de nuevo a los personajes que se suelen absolutizar como héroes -hay que decirlo: tanto por derecha como por izquierda-, en el marco de un contexto más general y colectivo, donde los y las protagonistas distan de ser individuales, y los procesos organizativos y de lucha exceden, con creces, a los formatos tradicionales que se encuentran arraigados en nuestro imaginario (por caso, los partidos políticos).

Desde ya, no pretendemos restarles mérito a aquellos “líderes” bolcheviques ni a sus instancias orgánicas. Simplemente nos parece que resulta imperioso dotarlos de un rol un tanto más mundano y, de manera simétrica, otorgar una mayor centralidad a quienes supieron ser artífices anónimos/as y tras bambalinas de esa inédita experiencia revolucionaria. Y como muestra basta un botón, vale la pena recordar que la revolución rusa -sí, la de 1917- se inició un 8 de marzo en las barriadas obreras de Petrogrado, por iniciativa de las mujeres trabajadoras que salieron a las calles a protestar en contra del zarismo y por la hambruna que padecían en sus hogares. Una huelga política de masas, liderada por mujeres, y con consignas donde la centralidad estaba puesta en la dimensión reproductiva de la vida. Sí, en el mismo momento en que Lenin se encontraba en Zurich balbuceando en cartas que ojalá sus nietos tuvieran la oportunidad de ver un proceso revolucionario en Rusia en algún remoto futuro, y Trotsky caminaba plácido por las avenidas de Estados Unidos. De acuerdo a varias fuentes de la época, los representantes de los bolcheviques en territorio ruso trataron de calmar a las obreras que se preparaban para celebrar activamente el “día de la mujer” previsto para ese día. Sin embargo, aquellas osadas brujas hicieron caso omiso y, al igual que otras tantas figuras anónimas e imperceptibles desde el escenario público del poder, resultaron ser las verdaderas tejedoras del inicio de la revolución. Y dicen las malas lenguas que, a partir de ese 8 de marzo (o 23 de febrero, de acuerdo al calendario alternativo), se forjó en sentido estricto la fecha emblemática de movilización popular, por parte de las mujeres, a escala planetaria.

Afirmó de manera irónica Marcel Liebman, uno de los más lúcidos historiadores de la revolución rusa, “el movimiento de febrero de 1917 representa un enigma para quienes no pueden imaginar una huelga sin dirigente, ni una revolución sin tenebrosos jefes que dirigen en la sombra a las ‘muchedumbres-juguete’”. El año entrante se celebrarán los 100 años de la revolución rusa. Resta aún cepillar a contrapelo este intrincado proceso del que tanto tenemos, aún hoy, que aprender para ensayar, sin calco ni copia, nuevos proyectos emancipatorios que nos permitan tomar, esta vez de manera definitiva, el cielo por asalto, como supieron hacerlo hace 99 años -sin libreto alguno-, esas multitudes en las calles.

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