Foto: Lucía Rosillo
En la marcha del 8 de marzo, la lucha individual se materializa colectiva. Las voces retumban contra el patriarcado, los pasos se sienten seguros y acompañados pero sobre todo las mujeres ya no se callan.
Al salir del metro Juárez, una ola de calor nos golpea en la cara y nos hace retroceder hacia la sombra. Es, aproximadamente, la una cuarenta de la tarde. Mi hermana, mi amiga y yo nos tomamos un momento para hidratarnos y sacar las gorras y sombreros. Tomamos camino sobre Av. Morelos con el fin de reunirnos con el contingente uacemita en la monumenta de las mujeres que luchan.
Al final de la avenida, ahí donde desemboca en Paseo de la Reforma, una fila de policías uniformados completamente de negro nos dan la espalda. Todavía no llegamos y ya puedo escuchar los gritos, la música y los tambores marcando el ritmo.
A la derecha, suena el reloj del hotel imperial. Anuncia que son las dos de la tarde en punto. A la izquierda, un grupo de mujeres artistas intervienen las paredes con grafitis y poesía.
Cuando observo las letras UACM pintadas de morado y recubiertas con diamantina del mismo color encabezando un grupo de mujeres que portan pañuelos morados y verdes, nos acercamos hacia allá. Es curioso que no conozco a la gran mayoría de las asistentes y aun así me aproximo a ellas con total confianza.
Encontramos un espacio entre los vigilantes de negro y aprovechamos para entrar a la marcha. La energía ahí es completamente diferente a la de afuera. Es una energía fuerte, cargada de resistencia, enojo, tristeza, pero también de amor, de unión, de pertenencia que abraza.
Alrededor de las dos y media, cuatro compañeras del plantel Del Valle, integrantes del colectivo de danza contemporánea presentan un acto simbólico, en el que relatan con su performance la violencia feminicida. Al principio pareciera que hay alguna relación con un ser que porta una máscara con expresión dura. El relato se torna violento y ellas gritan y rompen en llanto mientras luchan para escapar de él. En el último acto sus cuerpos caen y un momento después son embolsados. Al terminar nombran en voz alta a nuestra compañera Campira Carmolinga Alanís, quien fue víctima de feminicidio en el año 2016 por quien era su pareja.
Observo las caras de las mujeres que me rodean y noto que no soy la única que ha soltado algunas lágrimas. Algunas se abrazan y otras gritan “¡JUSTICIA!, ¡JUSTICIA!, ¡JUSTICIA!”.
Es triste saber que el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) ha declarado que en lo que va del año han ocurrido 68 crímenes por feminicidio y 6546 en los últimos ocho años.
Unos minutos después nos organizamos para continuar nuestro camino hacia la Plaza de la Constitución. En la cabeza del contingente van cuatro compañeras sosteniendo las letras moradas y una más que lleva un ajolote albino, animal adoptado como mascota de la Institución educativa.
Durante el trayecto gritamos consignas. Este simple acto hace que la tensión que llevaba cargando por tanto tiempo sea liberada. Cuando las voces se unen en un mismo grito, los espectadores nos miran con ojos muy abiertos, muchos se atreven a grabarnos con sus teléfonos e incluso algunos otros a reírse. Nosotras respondemos con un “señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente”.
Frente a mí, una niña de aproximadamente ocho años camina de la mano de su cuidadora. De su cuello cuelga una cartulina que dice “Las niñas no se tocan”. Me duele saber que ni siquiera las infancias están seguras en este país, pues de acuerdo con un estudio realizado por la OECD en 2019, México ocupa el 1er lugar en violencia sexual en contra de niñas, niños y adolescentes.
Caminando estoy al pendiente de no perder de vista a mi hermana y amiga, aunque sé que aquí vamos seguras, de un momento a otro el contingente se repliega hacia nosotras y algunas personas empiezan a correr. Alzo la vista para ver y poder entender qué pasa. Veo cómo un grupo de policías somete a una integrante del Bloque Negro. La golpean con macanas y cuando la tiran al piso, la patean. Una ola de mujeres enfurecidas van hacia ellos. Con gritos, jalones y la ayuda del personal de la Cruz Roja la liberan.
La marcha se reanuda. Durante este tiempo observo y trato de leer los carteles que hicieron las mujeres para este día tan especial. Entre tantos, mi mirada se encuentra con uno que dice “la igualdad laboral empieza en casa”. Dentro de las demandas del movimiento feminista se busca erradicar la brecha salarial y encontrar la equidad en actividades no remuneradas. Esto no es un capricho, es una realidad. El Observatorio Económico “México, ¿cómo vamos?” registró que “Las mujeres dedican 43 horas al trabajo en tareas del hogar y de cuidados a la semana, mientras que los hombres sólo 18 horas.” Y que el ingreso laboral promedio para las mujeres es de $7151 pesos mensuales y para los hombres es de $8448 pesos mensuales. El sistema capitalista, donde el trabajo no remunerado ni siquiera se considera trabajo, deja a las mujeres en total desventaja frente a la posibilidad del crecimiento laboral, académico y personal.
Delante de nosotras va un grupo de mujeres que bailan danza prehispánica, por lo que nos detenemos cada tanto tiempo. Siento cómo el sol me quema a través de la ropa. El sudor ha mojado mi blusa casi por completo. Trato de tomar agua sólo a sorbos para no tener que buscar un baño porque seguramente no encontraría ninguno cerca.
No debí traer botas, pienso mientras noto que los dedos de mis pies y talones empiezan a arder a cada paso que doy. Siento que mis rodillas están a punto de flaquear. Pero, aunque el dolor físico es casi insoportable, no me detengo. Quiero llegar al Zócalo y encontrarme con toda la manada.
*Esta pieza periodística fue elaborada en el Taller de Periodismo de la UACM