El 1 de agosto, un joven de 28 años llamado Santiago Maldonado desapareció durante una represión de Gendarmería en una comunidad mapuche de la Patagonia.
Funcionarios, candidatos y la prensa oficialista dijeron:
Que Santiago ni siquiera había estado en la protesta mapuche.
Que un camionero lo había llevado a Entre Ríos.
Que estaba escondido a propósito.
Que lo habían secuestrado los mapuches terroristas, anarquistas y separatistas financiados por ingleses, las FARC, la guerrilla kurda y ETA.
Que era el muchacho filmado mientras compraba en un negocio en Entre Ríos.
Que cobraba un subsidio.
Que era sobrino de un ex montonero.
Que había un pueblo en donde todos se parecían a él.
Que lo había herido o matado un puestero.
Que tenía “libros revolucionarios”.
Que en Facebook se identificaba como “un feroz cacique mapuche”.
Que se había cortado las rastas en una peluquería de San Luis.
Que no se debía hablar de Santiago Maldonado ni de desapariciones en las escuelas.
Que se había “sacrificado” y planeado su “pase a clandestinidad” para ayudar a un líder mapuche ex “flogger”.
Que era un violento karateka y que nadie podría haberlo sometido.
Que una pareja lo había levantado en la ruta.
Que era un hippie artesano, tatuador y trotamundos “que se hizo humo”.
Que, si había estado en la protesta, merecía lo que le pasó porque “es delito bloquear rutas”.
Que, sospechosamente, la web santiagomaldonado.com se había abierto antes de la represión del 1 de agosto.
Que su desaparición era un montaje del kirchnerismo.
Que lo más probable era que “un gendarme suelto” lo hubiera golpeado y herido gravemente.
Que a lo mejor habían sido tres gendarmes. O siete. O 10.
Que, si preguntabas por Santiago Maldonado, eras kirchnerista.
Que usaba varios documentos de identidad con diferentes nombres.
Que se había escondido en Uruguay.
Que su hermano Germán era, en realidad, Santiago.
Que su hermano Sergio había escondido un teléfono y una maleta.
Que Santiago nunca había existido.
Que había 20% de probabilidades de que estuviera en Chile.
Que el cuerpo se había conservado gracias a las bajas temperaturas, como Walt Disney.
Todo era mentira.
Mentiras para desviar la atención de lo verdaderamente grave: había un joven desaparecido durante una represión policial.
La ministra de Seguridad maltrató a la familia, acusó a padres y hermanos de no colaborar en la búsqueda. “Me la banco”, dijo en el Congreso al defender a los gendarmes. Ahora la que no aparece desde que encontraron el cuerpo es ella.
En medio del silencio del presidente, que nunca ofreció apoyo a la familia, hubo pleitos en el gabinete. Ganó el sector duro del macrismo que impidió que una comisión de Naciones Unidas ayudara en el caso.
El 1 de septiembre, a un mes de la desaparición, mientras decenas de miles de personas preguntaban por un desaparecido en democracia en muchas ciudades de Argentina, el presidente Mauricio Macri anunciaba con gran sensibilidad su visita a la heladería tucumana “que más gustos tiene en todo el país (probé de remolacha, arroz con leche, mate cocido)”.
Los medios más influyentes no publicaron fotos de las decenas de miles de personas que marcharon por Santiago. Dijeron que “sólo” eran militantes kirchneristas y la izquierda. En sus portadas eligieron imágenes de la “violencia”, sin aclarar que había sido organizada entre infiltrados en colaboración con policías. Azuzaron la indignación por las paredes pintadas pero apenas si mencionaron a las personas golpeadas y detenidas al voleo por la Policía y a los periodistas agredidos.
La desaparición de Santiago dejó ver la permanente fractura social que hay en Argentina entre ciudadanos que minimizaron o justificaron la desaparición y quienes denunciaron la gravedad del caso y se movilizaron.
El debate se distorsionó porque un sector de la sociedad cree que los derechos humanos son un tema exclusivo del kirchnerismo. Sí, es cierto que desde varios sectores usaron políticamente la desaparición, pero pedir la aparición de Santiago no convertía a nadie en kirchnerista. Era la mínima reacción de una persona decente.
Las miserias también incluyeron la competencia entre desaparecidos. Que si Julio López, que si Santiago Maldonado. Pronto entendimos que quienes comparaban desaparecidos, en realidad, no se preocupaban por ninguno.
Otros, abducidos por la falacia de que en Argentina se es K o anti K, optaron por asumir que el fiscal Alberto Nisman era “su” única “víctima” a defender.
En estos 81 días, fue fácil entender que aquí no hubo una dictadura sanguinaria por arte de magia.
Fue apoyada por un sector de la sociedad al que no le importaron (entonces y ahora) las violaciones de derechos humanos y las promueven en aras del “orden”. Los 30 mil desaparecidos fueron posibles porque no quisieron verlos, ni pedir por ellos. Porque algo habrían hecho.
Lo esperanzador es que la desaparición de Santiago mostró de nuevo la admirable capacidad de lucha, resistencia y organización que hay en Argentina. Es un muro de contención que no hemos podido construir en otros países como México, en donde los desaparecidos se nos amontonan con total impunidad del Estado.
Ustedes, los argentinos que luchan y se indignan y salen a las calles para reclamar justicia, sin intereses políticos ni especulaciones partidarias sino como ciudadanos preocupados porque estos crímenes no pueden, no deben ocurrir en su país, son un faro en medio de tanta oscuridad.
Ese esfuerzo colectivo logró que la indiferencia, la frialdad y la irresponsabilidad del gobierno en torno a una desaparición quedara en evidencia.
Que los periodistas extranjeros estuviéramos atentos a la desaparición de Santiago. Que contáramos su historia y los yerros de las autoridades.
Que la pregunta «¿Dónde está Santiago Maldonado?» se escuchara en Argentina y en muchos países. Que su rostro se plasmara en paredes, ventanas, puertas, ascensores y negocios. Que cada tanto su nombre fuera tendencia en las redes sociales.
Que se preguntara por él en los altavoces del aeropuerto y el metro, en las redacciones y en las canchas de fútbol.
Que la familia de Santiago no estuviera sola.
Mención aparte para los colegas que ejercieron el buen periodismo en un caso tan delicado. Hubo crónicas, entrevistas, artículos y reportajes serios y respetuosos de Fernando Soriano en Infobae; Gabriel di Nicola, Evangelina Himitián y Hugo Alconada Mon en La Nación; Guido Carelli en Clarín. Y la cobertura en general de Cosecha Roja, Anfibia, Tiempo Argentino, Revista Mu, Página 12, Letra P y Revista Cítrica.
En redes sociales, programas de radio y televisión son innumerables los periodistas que preguntaron por Santiago, denunciaron mentiras y manipulaciones y respetaron siempre a la familia (era prioritario).
La prensa canalla no puede cantar victoria.
Las miserias políticas van a seguir.
Ahí tenemos las encuestas de último momento del gobierno para medir el impacto electoral. Las operaciones en redes sociales para hacer creer que acá no pasó nada, que Santiago se ahogó y mala su suerte. Las condolencias de un presidente que ni siquiera habla de forma directa, sino a través del ministro de Justicia y de una gobernadora de Buenos Aires que escribe sentidos tuits como si la alianza gobernante que ella integra no tuviera responsabilidad alguna. Está, también, el silencio de la ministra de Seguridad.
El viernes por la noche, en el improvisado santuario instalado en la morgue, mucha gente, muchos jóvenes, llegaban, ponían velas, flores, mensajes escritos a mano y lágrimas. Otros reclamaban en Plaza de Mayo y en Olivos.
El duelo colectivo es en Plaza de Mayo. El recamo principal: justicia para Santiago. No hay que olvidar que murió durante una represión policial. Eso es lo importante.
Los demás, que pasen música.
Seguimos.