Foto: En Las Raíces se ha denunciado la escasez y mala calidad de las comidas entre otros problemas. (David F. Sabadell)
Finalizando 2021 cabría preguntarse si en los últimos tiempos venimos asistiendo a un punto de inflexión en las migraciones o más bien a la consolidación de una tendencia hacia la deshumanización que viene operando con fuerza desde hace ya años y que se concreta en la violación sistemática de derechos en las fronteras, mientras las personas migrantes continuan siendo el chivo expiatorio en las narrativas de la derecha radical.
En medio del flujo acelerado de información y crisis, relatos y contrarrelatos de un año que parece haber durado más de doce meses, es importante hacer retrospectiva: repasar los hitos recientes de la realidad migratoria y revisar las políticas realizadas, rescatando también las respuestas por parte de personas migrantes y activistas como esperanza ante un horizonte que, si solo se mira a quienes hacen ruido, o a quienes afianzan las fronteras morales, atemoriza y desmoviliza.
El fantasma de Lesbos
Desde el verano de 2019 la ruta Canaria se ha convertido en aquella más utilizada para llegar a Europa. Si en el año 2020 fueron unas 20.000 personas las que arribaron a las costas canarias, en 2021, según las últimas cifra aportadas por el Ministerio de Interior a 16 de diciembre, fueron 20.752 quienes arribaron al archipiélago —un 55% del total de personas que llegó a costas españolas— por lo que parece afianzarse esta tendencia. Sobre cuántas personas desaparecen en el camino, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) estima que de 1.255 personas desaparecidas en el 2021 intentando llegar a las costas españolas, tres de cada cuatro perdieron la vida en la ruta canaria. La invisibilidad de los naufragios hace que los números sean imprecisos y que el subregistro sea un problema. El colectivo Caminando Fronteras estimaba en el pasado julio que ya solo en la primera mitad del año, más de 2.000 personas habrían perdido la vida en su viaje a costas españolas, la gran mayoría en la ruta canaria. Sea tomando en cuenta las cifras más conservadoras de la OIM, sea basándose en las estimaciones de Caminando Fronteras, el hecho es que este habría sido el año más mortífero en la frontera sur.
Para quienes consiguieron llegar a salvo a Canarias, las cosas no fueron como esperaban. Las directrices del Ministerio de Interior en cuanto a la movilidad eran claras: las personas migrantes no podrían viajar a la península, aunque sus documentos les habilitaran para ello. Con el muelle de Arguineguín cerrado en noviembre de 2020, tras la movilización de la sociedad civil, y la denuncia del Defensor del Pueblo, las personas migrantes se vieron atrapadas en el limbo. La situación de espera fue solo alterada por huelgas de hambre y protestas por parte de migrantes que no querían resignarse a ver su proyecto migratorio detenido.
Si en distintos foros se empezaba a hablar ya desde 2020 de las Islas Canarias como frontera externalizada de Europa y el fantasma de Lesbos se agitaba tras las decisiones del ministro de interior Fernando Grande-Marlaska, el Plan Canarias, de la mano del Ministerio de Migraciones, no hizo sino materializar en cierto modo dicho fantasma: la fórmula elegida para dar “acogida” a quienes iban llegando a la península fue crear una serie de campamentos formados por carpas colectivas, sin las mínimas garantías de que pudieran albergar, en condiciones de dignidad, a mujeres y hombres condenados a pasar un tiempo incierto en estas instalaciones.
Mientras llegaban imágenes de la atención penosa en los campamentos, y de la represión ante las quejas de las personas internas, la extrema derecha —que según apunta La política del miedo, un informe de la fundación PorCausa presentado el pasado 2 de diciembre en el que se analizan las narrativas sobre las migraciones en el Parlamento, es la causante de que en los últimos dos años se haya hablado de migraciones, dos veces más que en los ocho años anteriores— aprovechaba para consolidar su relato. Llegaba a argumentar, ya fuera del Congreso, en noviembre, en una convención significativamente llamada: “Inmigración ilegal e islamismo en Europa”, que la llegada de personas migrantes al archipiélago supone “una invasión” permitida por las “elites globalistas” para convertir Canarias en “la T1 de la inmigración ilegal”. Una retórica repetida por la ultraderecha en todo el continente.
Mientras, el gobierno fue lentamente abriendo la mano y empezó a permitir los vuelos a la península, si bien filtrados por un hálito de arbitrariedad, así como los traslados a las demás comunidades autónomas. Con menos población, los campamentos siguen ahí, fuera del foco mediático, con personas que no saben hasta cuándo se quedarán en unas instalaciones cuya gestión sigue siendo objeto de denuncia.
Rehenes de las guerras de los otros
En el mes de mayo el foco se desplazó rápidamente de Canarias a Ceuta con otro fenómeno sin precedentes, la llegada de miles de personas en pocas horas a la ciudad autónoma. El episodio activaba todo el repertorio retórico de la derecha: el enfrentamiento con Marruecos —al que se le acusaba de dar una lección a España tras hacerse pública la asistencia sanitaria al líder del polisario Brahim Ghali en territorio español—, el imaginario de la invasión, protagonizada en este caso por miles de personas previamente deshumanizadas y alterizadas, y la concepción de los jóvenes y niños marroquíes como una amenaza no sujeta a derechos.
El gobierno por su parte respondió de una manera que, desde las políticas, afianzaba este relato, mandando al ejército a repeler a las personas migrantes o practicando devoluciones en caliente sin ninguna garantía. Como en el caso canario, los recursos habilitados para albergar a estas personas pecaron de hacinamiento e insalubridad. El Ministerio de Interior siguió recurriendo a la ilegalidad, ordenando la devolución de cientos de niños y adolescentes en el mes de agosto. Acción que fue detenida parcialmente por organizaciones de la sociedad civil y activistas.
La utilización de las personas migrantes como moneda de cambio en conflictos entre países volvió al centro del debate el pasado mes de octubre, esta vez lejos de las fronteras españolas, al este de la fortaleza Europa. Las tensiones entre Polonia y Bielorrusia se tradujeron en un pulso en la frontera entre ambos países, que desató de nuevo el mismo mecanismo: mientras miles de personas provenientes de países atravesados por la violencia como Iraq quedaban atrapadas en los bosques fronterizos sujetos al frío y la intemperie, la extrema derecha alababa la política migratoria polaca que, amparada por un gobierno de extrema derecha, militarizó la frontera, mientras que la Unión Europea avalaba esta postura.
Lo ocurrido en Polonia o en Ceuta no es una novedad, remite a lo acontecido en Grecia, con la ultraderecha y el ejército repeliendo las barcas cargadas de personas migrantes arribando a las islas desde Turquía, o a cómo se han gestionado las migraciones en cooperación con Libia, un país considerado como infierno para los derechos de las personas migrantes y cuya guardia costera ha sido acusada en muchas ocasiones de propiciar la muerte en el mar de quienes se dirigen hacia Italia. La externalización de fronteras y el enfoque securitario del fenómeno migratorio permite que miles de personas acaben siendo rehenes de las relaciones entre países, poniéndose en juego la integridad de sus vidas y su futuro.
Violaciones de los derechos humanos
El Pacto sobre Migración y Asilo que la Comisión Europea aprobó en septiembre de 2020, objeto de alarma por parte de las organizaciones especializadas en migración, fue acusado por Euromed Rights de “deshumanizar a los migrantes y refugiados, tratándolos como paquetes para clasificar e impidiéndoles moverse por Europa”. Este supone el marco en el que se han abordado las migraciones en el continente durante todo el 2021: repeler la migración antes de que penetre en territorio Schengen, a través de los polémicos “terceros países seguros”, políticas de condicionalidad que unen la ayuda al desarrollo a la eficacia en la retención de la migración y a la admisión de personas expulsadas o, como señalaba la plataforma pro derechos humanos, manipulando el concepto de solidaridad permitiendo que los países “cooperen” apadrinando —económicamente— repatriaciones.
En este marco no sorprende la práctica de las devoluciones ilegales como una herramienta normalizada de rechazo de las personas migrantes tanto a nivel estatal como europeo. Fue por las devoluciones ilegales que efectuó (además de por acusaciones de corrupción) que la agencia Frontex pudo ser objeto de investigación a lo largo de 2021, un juicio que concluyó con la constatación de que, desde la agencia, se habían efectuado este tipo de prácticas ilegales entre otras violaciones de los derechos humanos.
El España no se ha quedado atrás en esta práctica. El informe de diciembre de 2021 de Rights International Spain (RIS) recoge cómo el gobierno actúa como si las personas migrantes fueran un problema del que uno pudiera zafarse devolviéndolas, ilegalmente, según cruzan las fronteras, hecho por el cual Naciones Unidas llamaría la atención de las autoridades el pasado abril. Las críticas de organismos internacionales apuntan también al trato recibido por menores migrantes no acompañados, comunicando el Comité de Derechos del Niños, sendos dictámenes que cuestionan la actuación por parte del Estado hacia este colectivo.
Sentencias como la que en abril invalidaba la detención y expulsión de personas solo por no tener la documentación en regla, o la que en febrero recordaba que los solicitantes de asilo tienen derecho a la libre movilidad por el estado, deberían fundamentar un escenario garantista para las personas migrantes pero pueden quedarse en papel mojado si no hay presión social o voluntad política.
Lo mismo ocurre con avances como la reforma del reglamento de extranjería, los pasos legislativos para garantizar la universalidad de la sanidad pública, o la escolarización de menores en Melilla, conquistas cuya consecución queda al albur de que las distintas administraciones las cumplan. Lo obstáculos burocráticos, la persistencia de diferentes formas de exclusión sanitaria, o el castigo para los familias que lograron finalmente escolarizar a sus hijos e hijas en Melilla, dibujan un escenario en el que se impone el racismo institucional.
Otro año contra los menores
Si en algo se evidencia la deshumanización de las personas migrantes es en la vulneración de los derechos de los menores no acompañados que un año más están en el centro tanto de los discursos de odio, como de prácticas ilegales que vulneran el interés superior del menor. Si en los primeros meses del año, en las Islas Canarias, se denunciaba su internamiento en espacios destinados a mayores de edad, como los hoteles o en campamentos como las Raíces, en Madrid, la ultraderecha daba un paso más en la estigmatización de este colectivo con un polémico cartel que, durante las elecciones autonómicas, les señalaba explícitamente. El hecho de que el juez no viera delito de odio en una imagen que, a partir de una información falsa, presentaba a los menores como acaparadores de recursos, supuso un aval judicial al relato de la extrema derecha.
El informe Inmigracionalismo de la RED Acoge muestra cómo los medios de comunicación acompañan esta narrativa, con una sobre representación de niños migrantes en las noticias, siempre asociados a la idea de inseguridad, o replicando, sin contrarrestar ni contrastar, acusaciones, difamaciones o falsedades enunciadas por los políticos.
Resistencias
Si atendiéramos solo a las políticas del estado, los ladridos de la extrema derecha, el apoyo complaciente de otras fuerzas conservadoras, o la escasa iniciativa de la izquierda, el panorama sería ciertamente desolador. Sin embargo, este 2021 también ha estado marcado por la resistencia y la lucha de las personas migrantes y la sociedad civil solidaria.
La condena al limbo que suponía la llegada a Canarias fue contestada con huelgas de hambre, denuncias y manifestaciones que unieron a migrantes y personas solidarias en todo el archipiélago. Una presión que, muy probablemente, repercutió en la decisión del Ministerio de Interior, de permitir el traslado de las personas atrapadas en las islas a la península. En Ceuta, las organizaciones de la sociedad civil han estado atentas a las medidas desplegadas en esta frontera sur a raíz de los hechos del pasado mayo, reportando las vulneraciones de derechos por parte del Estado, e impidiendo, a través de su denuncia y seguimiento, que el ministro de interior llevara a término su plan de devolver a cientos de niñas y niños a Marruecos de manera ilegal. Los propios jóvenes y adolescentes migrantes protagonizaron una movilización en Ceuta el pasado julio.
Mientras, fueron también menores y ex tutelados, quienes, junto a una amplia plataforma de asociaciones, forzaron al Ministro de Migraciones a reformar definitivamente el reglamento de extranjería, tal y como se había comprometido. Fueron también las familias de los niños y niñas no escolarizados en Melilla, las que a través de la movilización consiguieron que sus hijos e hijas fueran por primera vez a clase en la ciudad autónoma.
El año se cierra así mismo con una nueva apuesta por la regularización de personas migrantes. Aquella batalla que el movimiento #RegularizaciónYa dio el pasado 2020 y que fuera frustrada en septiembre al no aprobarse en el Parlamento la Proposición No de Ley (PNL) propuesta por el colectivo junta a la coordinadora Obrim Fronteras. Quienes apuestan por la regularización de las personas migrantes vuelven a la carga. El pasado 20 de diciembre presentaron una nueva Iniciativa Legislativa Popular (ILP) para la que pronto empezarán a recoger firmas.
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