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2020, el año en el que la infancia vio suspendidos sus derechos

Marta Martínez Muñoz e Iván Rodríguez Pascual

Otro 20-N; otra vez los derechos de los niños, pensarán algunos. Otro 20-N que disfrutará de efímera atención mediática, en el que la Infancia será protagonista —a veces adornada a la manera adulta, con corbata y vestido en alguna adorable pantomima de deliberación democrática— para luego pasar otra vez a un plano subsidiario, conforme otros asuntos copen la actualidad. Pero este 20 de noviembre es singular y especial en muchas maneras; no es otro año más ni otro día más.

Porque 2020 era el año en que deberíamos celebrar el trigésimo aniversario —convendrán con nosotros que es una bonita cifra— de la ratificación de la Convención de Derechos del Niño por parte del Estado español el 30 de noviembre de 1990. Pero la celebración se nos ha torcido y al final 2020 será recordado como el año en el que retrocedimos treinta años. 2020 será, por tanto, esa fecha en que los derechos de niñas y niños quedaron en suspenso. El año en que les pedimos que callaran, acataran y obedecieran y que lo hicieran en privado. El año en que nuestras autoridades sanitarias, contra toda evidencia científica, decidieron que eran peligrosos y tuvimos que encontrar alguna justificación para poder salir acompañados con ellos a la calle, siempre soportando alguna mirada adulta reprobatoria. El año en que las discotecas y salas de apuestas permanecieron abiertas en mitad de la peor pandemia en un siglo mientras que los parques infantiles permanecían cerrados. El año que descubrimos que la educación virtual era una entelequia, un derecho que se volvía un lujo al alcance de unos pocos; también que nuestras escuelas públicas estaban prendidas al siglo XXI solo con alfileres. El año, en fin —por intentar no ser demasiado agoreros—, en que sigue habiendo niñas y niños en nuestro país a los que se priva de un hogar y se expone a desahucios contra toda ley y derecho humano.

2020 será, por tanto, esa fecha en que los derechos de niñas y niños quedaron en suspenso. El año en que les pedimos que callaran, acataran y obedecieran y que lo hicieran en privado

Este 2020 que, para alegría de todos, parece a punto de acabar, ha alumbrado también una retorcida paradoja: el coronavirus que ha puesto en jaque al mundo ha sido, sin embargo, más benigno con la población infantil que todas las medidas puestas en marcha para combatirlo, que han acabado por situar a las personas menores de edad como principales damnificadas en muchos aspectos. Por todo el planeta han resultado aislados o encerrados en hogares que no siempre son entornos protectores, restringida su sociabilidad y sus movimientos, sometidos a un discurso estigmatizador, desconectados total o parcialmente de sus centros educativos, empobrecidos y forzados a vivir las mismas condiciones de fragilidad económica en la que se desenvuelven muchas familias desde hace ya una década, agudizadas por la crisis social provocada por la pandemia.

Pero este año niñas y niños tienen también, como suele ser el caso, lecciones positivas para quien sepa y quiera escuchar. Por ejemplo, la sabiduría con la que han esquivado el discurso emponzoñado que gravita alrededor de las metáforas bélicas, un truco de trazo grueso desgastado ya al primer uso. En su lugar la población infantil ha hablado la lengua del cuidado y la solidaridad, con la que han expresado, entre otras, la preocupación por sus mayores y por el hecho de que enfermen… de soledad. Por si esto fuera poco, mientras una gran parte de la sociedad adulta los tildaba de supercontagiadores ellos han devuelto un compromiso sincero con el confinamiento y otras medidas necesarias para contrarrestar la pandemia en un ejercicio de generosidad asimétrica que tiene pocos parangones entre la población adulta. Generosidad y comprensión, ¿acaso la mejor vacuna para el anhelado remate de este 2020?

La población infantil ha hablado la lengua del cuidado y la solidaridad, con la que han expresado, entre otras, la preocupación por sus mayores y por el hecho de que enfermen… de soledad

“¡Qué toda esta situación se acabe!” nos decían de forma insistente cuando les hemos escuchado durante la fase más dura de confinamiento. Nos sumamos a su demanda e igualmente albergamos ese deseo para que sus derechos dejen de ser flor de un día, flor de un 20-N cada año.

Como ya hemos defendido, no se pueden construir sociedades, espacios, entornos y políticas… preguntando y aprendiendo solo del infalible mundo adulto. Y si no, que se lo digan a aquel genuino chiquillo (en el conocido cuento de Hans Christian Andersen “El traje nuevo del emperador”) que alertaba con osadía de que, en realidad, el emperador iba desnudo para desvelar una absurda ignorancia colectiva y las pretensiones de un rey más preocupado por sus ropajes que por las necesidades de sus súbditos; por cierto, cualquier parecido con la realidad debe ser pura coincidencia. Una metáfora que bien vale para desvelar el empecinamiento de nuestro reinado adulto, que trata de encubrir algunas evidencias a la población infantil: que no tiene por qué ser verdad lo que todo el mundo piensa que es cierto y que, en este 2020, niñas, niños y adolescentes han visto suspendidos una buena parte de sus derechos. Y es que, como decía aquella acertada campaña de los años 90 para dar a conocer la reciente ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño, deberíamos de practicar de forma cotidiana eso de: ¡Escúchalos, no sabes lo que te pierdes!” y seguir apostando por incorporar a esa parte de la ciudadanía en la construcción de sus derechos, sin caer en la efímera mercadotecnia de las buenas intenciones.

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