2019: un año para nombrar a las víctimas de las fronteras

Irene Ruano Blanco

Foto: Álvaro Minguito

Abandonados los repasos de 2018, el año que nos deja es el de un triste aniversario. El año en que se cumplieron treinta años de la aparición de la primera persona migrante fallecida en las costas españolas. Era la primera patera documentada. Pero 2019 también es el de otro aniversario, el de la primera patera documentada llegada a Canarias. El 28 de agosto de 1994, hace 25 años, dos jóvenes saharauis llegaban a Las Salinas del Carmen, Fuerteventura. En esta ocasión con mejor suerte que el primero.

El 1 de noviembre de 1988 llegaba a la Playa de los Lances, Tarifa, la que fue la primera persona migrante encontrada muerta en las costas españolas. Se llamaba Touré. El hecho de ponerle nombre no es una cuestión menor, sino un acto político en sí mismo.

En 30 años, la construcción de una memoria colectiva se ha mostrado como central para la salud democrática del país. O al menos así debería de ser. Sin embargo, desde ese 1 de noviembre, nombrar a las fallecidas no solo no ha sido una prioridad sino que ni siquiera ha estado en las agendas políticas de ninguno de los sucesivos gobiernos. Solo en 2018, según el balance realizado por Caminando Fronteras, centrado en el derecho a la vida, fallecieron en total en nuestra Frontera Sur 843 personas, 648 de ellas desaparecidas.

Y estamos hablando de una cuestión de justicia. Son esas mismas políticas migratorias heredadas del régimen colonial las que provocan la muerte de miles de personas cada año y, sin embargo, son también las políticas públicas —o más bien la ausencia de las mismas— las que olvidan a esas personas, enterrándolas en los nichos más altos de los cementerios españoles, sin nombre. Como sin nombre se compraba y vendía a las personas esclavizadas.

Por ello es necesario hablar de políticas públicas de memoria de la mano de una justicia restaurativa, porque no se entiende una sin la otra. Debemos poner en el centro a las víctimas para trabajar con ellas los procesos de verdad, justicia y reparación. A la vez que el Estado debe asumir su responsabilidad en esos procesos y dar respuesta a las demandas que ya desde los colectivos —de madres en su mayoría— se están dando.

Esa política pública debería pasar por la creación de un observatorio para la recuperación de la memoria y la reparación de las víctimas de las fronteras, enfocado en la investigación de las muertes y la identificación de las personas fallecidas, dándoles un tratamiento digno y acorde con sus creencias, así como a la localización y comunicación efectiva a las familias allá dónde se encuentren y el acompañamiento en los casos en que fuera necesario, ofreciéndoles la posibilidad del acompañamientos psicosocial necesario y de hacerse cargo de los procesos de repatriación. Pero también debería pasar, de cara tanto a la reparación personal como a la colectiva o social, por investigaciones exhaustivas, veraces e independientes, y que en el caso de posibles responsabilidades personales se garantice un juicio justo y sin dilaciones en el que el acceso a la justicia de las familias esté garantizado.

Hasta ahora esta labor ha recaído en organizaciones de la sociedad civil como Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA),Andalucía Acoge o Caminando Fronteras, que se han hecho cargo de la identificación de personas fallecidas y del contacto con los familiares. Incluso entidades como Cruz Roja/Media Luna Roja crearon una plataforma online, Trace the Face, para facilitar la búsqueda de familiares migrantes desaparecidos. Es la demostración de que no solo es necesario sino viable el establecimiento de este tipo de mecanismos. Algo parecido a lo que ocurre en la distopía El cuento de la criada, que, al fin y al cabo, no es una realidad tan distópica. Sin embargo, es urgente que estos mecanismos sean instrumentos estatales, que formen parte de políticas públicas de los Estados y que se faciliten los mecanismos legales para que cualquiera pueda denunciar la desaparición de un familiar desde su país de origen y darle seguimiento fuera de las fronteras.

Nos encontramos ante un año electoral con, al menos, tres citas en las urnas. Deberíamos aprovechar ese ciclo para conseguir que los distintos partidos contemplen, no solo a las personas migradas como ciudadanas de pleno derecho, sino a las personas fallecidas o desaparecidas como víctimas del Estado, entendiendo que ningún Estado que se considere democrático puede obviar esta realidad y no responsabilizarse por ello. Hemos de aprovechar para hablar de memoria democrática y de justicia restaurativa también en referencia a las víctimas de los procesos migratorios.

La importancia de recuperar la memoria democrática en nuestras sociedades —incluyendo en ese concepto también la memoria de aquellas personas que fallecieron o desaparecieron en su tránsito de llegada a España como parte de una política migratoria que, lejos de garantizar las vías legales y seguras, obstaculiza sin miramientos esos proyectos— es vital para seguir construyendo una sociedad sana e inclusiva. Una sociedad consciente de su pasado esclavista, consciente de la explotación sobre la que se sustenta su riqueza, de la esquilmación de recursos y de los desplazamientos forzados que todo eso genera. Una sociedad que sepa entender que la movilidad humana es una realidad intrínseca a la humanidad. Si seguimos obviándolo, los muertos seguirán poniéndolos las mismas.

 

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