El número de víctimas por la violencia en México supera al de regiones que viven conflictos armados. Pero a diferencia de otros países, México permanece inmune al juicio internacional. ¿La razón? el apetitoso mercado que representa el país para los consorcios trasnacionales. Más que la cifra de asesinados o desaparecidos, los números que parecen importar son los que cuantifican los billones de dólares en ganancias
Para nadie es noticia que México es uno de los países más violentos del mundo, y que la estrategia de seguridad militarizada que inició Felipe Calderón ha provocado la muerte a más de 150,000 personas asesinadas, 300,000 desplazadas y cerca de 30,000 desaparecidas.
Es una cifra mayor a la de países que viven o padecieron conflictos considerados en su momento como históricamente sangrientos.
Un ejemplo es la Guerra de Los Balcanes, en los años 90. El principal responsable, el ex presidente de Serbia Slobodan Milošević, fue juzgado por genocidio en la Corte Penal Internacional de La Haya.
El conflicto, reseñado en películas, documentales, libros y reportajes provocó la muerte de 100,000 personas. Un saldo menor al saldo que provocó Calderón con su “guerra contra el narco”.
Pero en México nadie ha sido sancionado como Milošević. Y no por falta de herramientas jurídicas.
Porque desde 1949, cuando nació la Organización de Naciones Unidas, el Estado mexicano ha firmado 210 convenios, protocolos, acuerdos, declaraciones, actas, estatutos, convenciones, conferencias y enmiendas internacionales sobre protección a derechos humanos.
Prácticamente todos coinciden: quienes firmen los acuerdos están obligados a garantizar la vida de las personas dentro de su territorio.
Ciertamente, algunos convenios son enunciativos, es decir, depende de la voluntad del Estado para aplicarlos, o se refieren a temas muy específicos.
Pero otros incluyen sanciones, como el Acuerdo de Asociación Económica, Concertación Política y Cooperación entre la Comunidad Europea y los Estados Unidos Mexicanos.
El primer artículo del convenio establece: “El respeto a los principios democráticos y a los derechos humanos fundamentales, tal como se enuncian en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, inspira las políticas internas e internacionales de las partes y constituye un elemento esencial del presente acuerdo”.
Si México no cumple con este principio elemental la Unión Europea puede cancelar el tratado que se firmó en 1996, y cerrar la puerta a un mercado de 500 millones de personas.
Pero no lo ha hecho, a pesar de que en los últimos años varios eurodiputados han denunciado la violencia creciente en el territorio de su socio comercial.
El único que ha sancionado al Estado mexicano es Estados Unidos, con base en la Iniciativa Mérida, vigente desde 2008.Se trata de un programa de asistencia militar y de inteligencia para combatir el tráfico de drogas en México.
Una de sus cláusulas establece que el 15% de los fondos asignados cada año están sujetos al respeto a los derechos humanos en el país. Si esto no ocurre la entrega de esa parte del dinero se cancela, como ocurrió en 2015.
Ese año, el gobierno del entonces presidente Barack Obama no pudo confirmar que su vecino cumplió con los criterios internacionales en el respeto a la vida de las personas.
Algo difícil en ese momento: el 30 de junio de 2014 el Ejército ejecutó a 22 personas en un rancho del municipio de Tlatlaya, Estado de México. Y casi 15 meses después, el 26 de septiembre de 2015, desaparecieron en Iguala, Guerrero, 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa.
Son dos de los casos más graves en violación a derechos humanos en la historia reciente de México, pero la sanción estadunidense al gobierno del presidente Enrique Peña Nieto fue menor al tamaño del escándalo.
Por eso, en octubre de 2015, el Senado de Estados Unidos retiró cinco millones de dólares del presupuesto asignado a la Iniciativa Mérida, que fueron reasignados a Perú.
La cancillería mexicana rechazó “cualquier práctica unilateral que juzgue la situación de los derechos humanos en el país”. Pero hasta allí. En términos reales el “castigo” estadunidense no afectó para nada las operaciones contra el narcotráfico.
Cuando se implementó, el Congreso de ese país asignó 1,600 millones de dólares como presupuesto durante toda la vigencia del Plan Mérida. Pero tan sólo en 2015 México gastó 13,000 millones de dólares en sus operaciones contra la violencia y el tráfico de drogas.
La decisión de cancelar cinco millones de dólares parece muy lejana a una sanción real, aunque a Obama le sirvió para enviar el mensaje –interno y externo- de que estaba atento a la situación de derechos humanos con su segundo socio comercial.
Para el presidente Peña Nieto representó una oportunidad de reivindicar la histórica posición mexicana anti intervencionista, aunque realmente en política interna le granjeó pocas décimas de popularidad en su imagen.
Nada nuevo. Maniobras políticas como ésta son una de las claves de la navegación que a México le ha permitido sobrevivir a la crítica diplomática por décadas. Con un añadido que se incorporó desde 1994: el dinero.
Los números que importan
La plática es informal, entre periodistas y diplomáticos. Algunos se han acompañado en duras batallas en México, en la cresta de las violaciones a derechos humanos cometidos durante la guerra de Calderón.
Impunidad es uno de los temas. Otro la pregunta de por qué la comunidad internacional parece ajena a la violencia en medio país.
La respuesta aclara cualquier duda. “México es un mercado muy grande, no cualquiera se va a meter con los intereses económicos que aquí se juegan”.
Es cierto. Desde 1994, cuando se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) el Estado mexicano ha establecido 53 acuerdos similares con 79 países de Europa, Asia y América Latina.
Es una de las naciones con mayores convenios comerciales en el mundo, con acceso a los mercados más grandes del planeta.
Tan sólo el intercambio del TLCAN es mayor a 1,2 billones de dólares al año, con ganancias de un millón cada minuto.
En México operan algunas de las mayores empresas del mundo como las petroleras ExxonMobil, British Petroleum, Shell o China National Offshore Oil Corporation.
Las mayores ganancias en el mundo para consorcios financieros como Banco Bilbao Vizcaya Argentaria (BBVA), Santander o Citi se obtienen en México, pues a diferencia de sus países de origen aquí las reglas financieras les permiten un elevado margen de intermediación, es decir, la diferencia entre la tasa de interés que cobran por créditos y la que ofrecen en las inversiones.
Por ejemplo el año pasado las ganancias globales de BBVA fueron de 3,475 millones de euros, y de éstos la tercera parte, unos 1,980 millones, correspondieron a su filial mexicana.
Algo parecido ocurre con la minería, donde gigantes como la canadiense Gold Corp pagan aquí la menor tasa impositiva del continente por la explotación de minerales.
De hecho, apenas el 1% de los impuestos que se recaudan en México provienen de esta actividad. En otros países como Perú la proporción es de 6.4% del total.
Con este margen de utilidades, los números que importan a los corporativos trasnacionales no son los que cuantifican muertos.
No es poca cosa, pues generalmente los consorcios financieros son actores centrales en la política exterior de casi todo el mundo. Muchas acciones diplomáticas se deciden con base en la ecuación pérdidas y ganancias.
Y en ese ejercicio, el balance de los gobiernos mexicanos es, casi siempre, al alza.