Premio Cervantes a la princesa vuelta periodista

Beatriz Zalce

México. La periodista y escritora mexicana Elena Poniatowska acaba de recibir el Premio Cervantes, considerado el Nobel de Literatura en español. En la primera versión de su discurso de aceptación ella preguntaba, costumbre que tiene arraigada hasta la médula de los huesos, por qué a ella, por qué a una “pinche periodista”, por qué no mejor a Fernando del Paso. Pero le quitó eso y optó por agradecer un reconocimiento que, sin lugar a dudas, merece.

El jurado del Cervantes busca distinguir la obra completa de un autor en lengua castellana cuya contribución al patrimonio cultural hispano haya sido decisiva. En el caso de Poniatowska se le otorgó: “por una brillante trayectoria literaria en diversos géneros, de manera particular en la narrativa y en su dedicación ejemplar al periodismo. Su obra destaca por su firme compromiso con la historia contemporánea.”

Mil oídos, mil miradas y una sonrisa la caracterizan desde siempre. Porque su “entrenamiento” como periodista empezó temprano, mucho antes de que ella se animara a publicar en la sección de sociales del periódico en 1953, cuando tenía 21 años. En la mesa del príncipe Jean Poniatowski y de Paula Amor, sus padres, Elena y Kitzia, su hermana, no tenían permiso de hablar; ya bastante privilegiadas eran con sentarse a comer con las personas mayores. Recuerda Elena que en una ocasión, cuando era muy chiquita, le sirvieron un trozo de carne y ella no pudo pedir, ni por favor, que se lo cortaran. Ella se quedó con hambre porque el plato como vino se fue. Elena escuchaba la conversación de los adultos, lo registraba todo y sacaba sus propias conclusiones.

En 1942 Paula Amor decidió regresar a México, con sus dos hijas, Elena y Kitzia. Su suegra se opuso. A las niñas les enseñaba revistas tipo, con mujeres negras, de labios platonudos y pechos que les colgaban hasta la cintura y les decía que eso era México. Sin embargo, Jean Poniatowski acompañó a su mujer y a las niñas de sus ojos a tomar el tren a Toulouse rumbo a Bilbao, de donde zarparían en el “Marqués de Comillas”. Entre tanto, él se unió a las fuerzas de la Resistencia, de la Francia libre, con el General Charles de Gaulle. Atravesó clandestinamente los Pirineos y estuvo preso en un campo de concentración en Jaca, cerca de Zaragoza. En cuanto alcanzó su libertad participó en la Campaña de África y en la de Italia. Estuvo en Monte Cassino y desembarcó con el general Patton en Pamplonne, cuando otros hacían lo propio en Normandía, en el histórico Día D. Fue paracaidista y treinta y nueve veces se introdujo en las líneas enemigas.

Al llegar a México, Elena recibió todo el cariño de una jovencita de Tomatlán, Puebla, que se volvió su naná para siempre: Magda Castillo, quien la llevaba al cine los domingos. Era costumbre entonces que antes de la película pasaban noticieros. Aún no concluía la guerra. Elena miraba, abría grandes sus ojos azules y buscaba a su papá en la pantalla, creía reconocerlo en los rostros cansados, en los cuerpos tirados después de una explosión. “Siempre vi a mi papá en la línea de fuego, siempre lo vi recortado sobre la bruma gris de los campos de batalla, siempre me dio la espalda en la pantalla, parado en una trinchera, tirado de panza, atento a una batalla para mí incomprensible. Lo perseguí en todos los noticieros, con el corazón en la garganta, diciéndome segundo tras segundo: sí, era él, sí, sí, ése era su bigote”.

Magda le enseñó a hablar castellano sin acento francés. Los naiden se colaron en la manera de hablar y de ver al mundo de la niña que caminaba por la suidá, iba a la escuela, al cine, a misa y de regreso, junto a Magda.

A México aprendió a quererlo a punta de entrevistas. En Excélsiorle pidieron que entrevistara a Alfonso Reyes, a Diego Rivera, a Octavio Paz, a Dolores del Río, a Juan Rulfo, y Elena, con su eterna sonrisa, con sus eternas preguntas, los fue haciendo sus maestros. Un aprendizaje duro fue el de Francois Mauriac, el escritor francés. Elena no sabía casi nada de él, no lo había leído, confiaba en que su ángel de la guardia la sacaría de apuros y le soplaría las preguntas. Pero no. Elena dio su brazo a torcer: preguntó lo primero que se le ocurrió, que si tenía anginas, le hizo una broma, le pidió que le contara sus novelas. El autor de Nido de Víboras fue inflexible y la invitó a la puerta. El resultado es que desde ese día de ingrata memoria, Poniatowska se prepara concienzudamente para cada entrevista.

En 1954 se publicó el primer libro de Elena, Lilus Kikus. Juan Rulfo lo presentó: “Todo en este libro es mágico y está lleno de olas de mar o de amor como el tornasol que se encuentra tan solo en los ojos de los niños. […] Lilus era terriblemente inquieta: corría a preguntarle al filósofo si él era dueño de las lagartijas […] También divagaba en cómo hacerle a Dios un nido en su alma sin cometer adulterio e investigaba con su criada Ocotlana de qué tamaño y sabor eran los besos que le daba su novio”.

Trabajó para el periódico Novedades, para el suplemento cultural dirigido por Fernando Benítez: México en la Cultura. Su capacidad de trabajo es enorme. Se apasiona, se obsesiona y publica una entrevista diaria y todavía encuentra tiempo para escribir “lo suyo” y para sonreírle a sus seres queridos.

Pregunte y pregunte se llega a Roma, dicen. Elena entrevistó a todo México y a medio mundo. Lo mismo a escritores, artistas que a políticos y guerrilleros, a gente que cuando ella quería saber su nombre le decía: “póngale Juan, así nomás”. A todos los presentó como hombres y mujeres iguales en cuanto a calidades esenciales y los hizo hablar de su universo cotidiano.

El buen periodismo se convirtió en buena literatura y apareció la primera compilación de sus entrevistas en 1961: Palabras cruzadas, que Ediciones Era acaba de reeditar. Siguió la colección Todo MéxicoLa sombra fugitiva.

Vinieron los tiempos de Todo empezó el domingo. Con el grabador Alberto Beltrán caminó por mar y tierra, preguntando, escuchando, mirando ambos en la misa dirección. Desde Chapultepec hasta La Villa, pasando por la fábrica de vidrio de Carretones -donde niños obreros trabajaban de las cinco de la mañana a las tres de la tarde. Elena hizo la crónica mientras Beltrán tomó apuntes. Reflejaron el colorido de los mercados y las desigualdades sociales, alternaron costumbres seculares y frivolidades capitalistas.

Un pilar en la vida de Elena Poniatowska es Josefina Borquez, la entrañable y retobada Jesusa Palancares de Hasta no verte Jesús mío, esa entrevista novelada que la hizo acreedora al premio Mazatlán de Literatura en 1970. Se conocieron en una azotea y Poniatowska quedó deslumbrada por el carácter de esta oaxaqueña indómita. Quizás sea esa una de las razones inconscientes por las que Elena lució un traje istmeño en la entrega del Premio Cervantes en días pasados… Pero Jose-Jesu no tenía tiempo para sentarse a platicar. Puso a Elena a asolear sus gallinas, a remojar en gasolina los overoles de una fábrica; le hizo ver que al conectar su grabadora a la toma eléctrica le provocaba un gasto más y cuando tomaba apuntes le criticaba la letra: “Tantos años de estudio para hacer esos garabatos…”. Poniatowska no se dio por vencida, acudió cada tarde de miércoles a ver a Jesusa, a escucharla y, al regresar a su casa reconstruyó de memoria hasta el más mínimo detalle. Jesusa aparece en otros libros de Poniatowska: Las soldaderasLuz de luna, las lunitas

El año 1968 fue un parteaguas en la vida de México y en la de Elena. El 2 de octubre estaba en casa, cuidando a su hijo Felipe, de cuatro meses de edad. Entrada la noche llegaron a contarle la masacre en Tlatelolco. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Elena estuvo en la Plaza de las Tres Culturas; vio las manchas de sangre en todas partes y huellas de tiros de ametralladora en los elevadores. Aún estaban los tanques del ejército y la gente hacía cola en las casetas telefónicas para hablar a sus casas, tanto civiles como soldados. Esa atmósfera de guerra la impresionó muchísimo. Desde ese momento empezó a recoger testimonios; luego visitó a los muchachos que estaban en la cárcel de Lecumberri.

Elena no se anda por las ramas cuando dice que La noche de Tlatelolco se lo debe todo a Raúl Álvarez Garín. El dirigente estudiantil reunió a los muchachos en su celda para que hablaran con la periodista. Las autoridades penitenciarias no le permitieron el uso de grabadora y tampoco llevar una libreta de apuntes. Nuevamente la capacidad de escuchar y guardar en el corazón la llevaron a escribir un libro que cambió la historia y la mentalidad de los mexicanos, y que es una de las razones por las que recibió el Premio Miguel de Cervantes. Fue el poeta José Emilio Pacheco quien le dio la última corrección al texto y fue el único que publicó una nota sobre él cuando salió a la calle: La gente tenía miedo. Si Don Tomás Espresate, entonces director de la editorial Era, no hubiera estado en la guerra de España hasta 1939 y no estuviera curtido ante las amenazas de bombas y los anónimos que buscaron impedir la publicación, este primer testimonio de la historia oral sobre uno de los actos represivos más trascendentes de la segunda mitad del siglo XX mexicano no hubiera conocido la luz. En 1971, el gobierno de Luis Echeverría intentó congraciarse con Poniatowska al ofrecerle el premio Villaurutia por La noche de Tlatelolco. Ella lo rechazó tajantemente con una pregunta: “¿Quién va a premiar a los muertos?”.

Pero a partir del 68, Elena Poniatowska se naturalizó mexicana. En 1978 fue la primera mujer en obtener el Premio Nacional de Periodismo por sus entrevistas.

Todo lo que soy se lo debo al periodismo, si algo he hecho en la escritura ha sido gracias al periodismo. Soy reportera desde muy joven, desde 1953 me inicié en él, nunca lo he dejado y creo de veras que mi educación, mi formación, mi código moral, todo, lo he hecho a través del periodismo; soy una deudora del periodismo”, le dijo Elena a Esteban Ascencio, autor de <Me lo dijo Elena Poniatowska

¿Cómo no hablar de Fuerte es el silencio, de Querido Diego, te abraza Quiela, de Gaby Brimer, de El último guajolote, de La flor de lis, de Tinísima, de Juan Soriano, niño de mil años, de La herida de Paulina, crónica del embarazo de una niña violada, de La piel del cielo, de El tren pasa primero, de Leonora, de El Universo o nada; pero también de Mariana y la bugambilia, Boda en Chimalistac, El jardín de Francia, de Rondas de la niña mala, de La vendedora de nubes? Son más de cuarenta títulos, cuarenta libros, cuarenta ventanas que se abren hacia nosotros.

En los últimas días las secciones culturales de todos los periódicos dejaron el luto y las orlas negras por la muerte de Gabriel García Márquez y la discreta partida de Don Emmanuel Carballo para mostrarnos a una mujer de 81 años con la sonrisa fresca, con miles de miradas llenas de curiosidad, con mil oídos para recoger todavía nuestras palabras; la mostraron “enhuipilada”, nerviosísima e ilusionada por ser la cuarta mujer en recibir el más alto premio literario en lengua castellana. La mostraron rebelde pues a los 81 años, entrados a 82, se vistió como le dio la gana. Al oprobioso lujo de la monarquía española opuso la suntuosidad del traje indígena mexicano. Fiel a sí misma, fiel a su darle voz a quien no la tiene, Elena Poniatowska Amor, quijotesca, habló más de Sancho Panza que de Cervantes.

Buen periodismo es buena literatura. Por eso, ni modos, siempre hay un prietito en el arroz: el rey de España le besó la mano; doña Letizia, periodista vuelta princesa, saludó a la princesa vuelta periodista.

«Nunca guarden silencio. Siempre levanten la voz. Siempre hablen. Siempre indígnense. Siempre digan: Yo estoy aquí. Yo soy. Siempre háganlo porque es la manera de salvarse”, pidió Elena a los estudiantes de la Complutense de Madrid, es también la manera de hacer periodismo, de cambiar al mundo, de desinformarlo.

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