Río de Janeiro, Brasil. Las protestas iniciadas en junio de 2013, llamadas por la prensa internacional Primavera Brasileña, su generalización entre los centros urbanos y regiones metropolitanas y su forma -muchas veces violenta e insurreccional-, indican una crisis profunda del sistema político brasileño.
La crisis tiene como base el agotamiento del proyecto neoliberal en Brasil, que estableció su hegemonía entre la sociedad brasileña después del breve periodo de Fernando Collor de Mello (1990 a 1992), durante los gobiernos de Itamar Franco (1992 a 1994) y Fernando Henrique Cardoso (1995 a 2002), a partir de la aplicación de los programas del consenso de Washington, con el impulso de la apertura comercial y financiera y la sobrevaloración de la moneda a cambio de la renegociación de la deuda externa en los años ochenta.
La crisis mundial de 1998, con epicentro en Asia, propició la huida de capitales de América Latina, lo que cortó el financiamiento externo de las experiencias neoliberales y dejó expuesta tanto la vulnerabilidad financiera de los Estados que adoptaron estas fórmulas como su alto costo social que se percibió en la alienación del patrimonio público y de la soberanía nacional, en el enriquecimiento privado, en la corrupción y el elevado nivel de endeudamiento estatal al servicio de oligarquías financieras, en la pérdida de derechos sociales y laborales, así como en los altos niveles de desempleo y la desindustrialización.
El rechazo a los grupos políticos que dirigieron estos procesos en América Latina fue profundo y abrió sitio al ascenso de las izquierdas principalmente en América del Sur-, iniciado con la elección de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela en 1998. Políticamente, las izquierdas se dividieron entre una nacionalista e integracionista afirmada con Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Néstor y Cristina Kirchner en Argentina-; y en proyectos centristas y moderados como los de Luis Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil, Michele Bachelet en Chile, Tabaré Vásquez y José Mújica en Uruguay y Fernando Lugo en Paraguay.
A pesar del profundo rechazo social a los tucanos (apodo de los partidarios del Partido Social Demócrata de Brasil, PSDB, del que proviene el expresidente Fernando Henrique Cardoso) y a sus aliados, el proyecto de Estado del Partido de los Trabajadores (PT) buscó formular una versión social de neoliberalismo como base de un gran consenso nacional. Se propuso dirigir con la mano izquierda un bloque histórico que agrupara al gran capital extranjero y nacional, la oligarquía financiera, el agronegocio, el monopolio de los medios de comunicación y los segmentos más pauperizados de la clase trabajadora.
El proyecto petista
La Carta a los brasileños es el primer documento que afirma la intención de dirigir el bloque histórico. Elaborada en junio de 2002, cuando Lula ya lideraba las encuestas electorales, marcó el tono conciliatorio y centrista de su gobierno. La realización de este pacto y la subordinación del PT al gobierno federal lo volvieron un partido estratégico de orden burgués, dependiente y financiero, lo que vació el campo de alternativas al interior del sistema político partidario. Se alejó de sus banderas tradicionales junto a los movimientos sociales y sindicatos, los moderó a través de la cooptación de liderazgos y utilizó para esto los recursos proporcionados por la gestión de los puestos y presupuestos del aparato de Estado. Por otro lado, profundizó su vinculación con las iglesias cristianas y la católica para neutralizar los conflictos con estos sectores, y se comprometió con sus temas tradicionales el PT se desvinculó de proponer una legislación favorable al aborto y a la unión entre personas del mismo sexo.
Los liderazgos petistas buscaron la consolidación de la hegemonía de su proyecto político cuando destinaron el núcleo duro de la política económica al capital financiero, mantuvieron intacto el monopolio de los medios de comunicación, cooptaron liderazgos de los movimientos sociales organizados, se comprometieron con las principales iglesias brasileñas e hicieron política de ingresos mínimos para los sectores más pobres de la población brasileña. Se articuló una base de apoyo muy superior a la de la derecha, desmoralizada por la crisis del neoliberalismo a partir de 1999 y sin lazos con los movimientos sociales.
La preferencia de la alta burguesía y las capas superiores de la clase media por el PSDB, el partido Demócratas (DEM) y sus aliados no fue suficiente para ofrecer una alternativa al proyecto petista. Se estableció una especia de guerra fría entre los gobiernos Lula y Dilma y el gran capital que tiene a las empresas vinculadas a Globo como sus principales voceras -, pero la colaboración se sobrepuso a los conflictos, de intensidad moderada.
Sin embargo, este proyecto presentó varias limitaciones: cuando pretendió transformar permanentemente una política de emergencia, como la del ingreso mínimo, en la principal política de combate a la pobreza, se generó movilidad al interior de la pobreza sin que se le otorgaran los mecanismos institucionales para su erradicación o la eliminación de la vulnerabilidad social y económica de las amplias mayorías que incluyen a fracciones de los sectores medios. Esta vulnerabilidad tiene fundamento en los bajos sueldos, alto nivel de informalidad del mercado de trabajo, mala calidad de los servicios públicos y elevados costos de la vivienda[i]. El resultado fue el aumento de la presión para lograr la garantía de los derechos sociales establecidos en la constitución de 1988 y su ampliación para incluir el transporte, además de otros elementos que son parte de estos derechos, como salud, educación, vivienda, seguridad social y diversión.
Las presiones se volvieron evidentes en las protestas de junio, que llevaron a millones de personas a las calles y cuya base se compuso principalmente de estudiantes y trabajadores que viven en familias con ingresos globales de hasta cinco salarios mínimos. Vienen de fuera del gran consenso nacional liderado por el PT, o de la competencia promovida por su rival la derecha político-partidaria y sus organizaciones mediáticas y empresariales de apoyo. Representan una explosión social sin la mediación del sistema político-institucional y cuestionan la legitimidad de la democracia representativa. A pesar de la presencia de partidos de izquierda (Partido Socialismo y Libertad, PSOL; Partido Socialista de los Trabajadores Unificado, PSTU; y Partido Comunista Brasileño, PCB), aliados al Movimiento Pase Libre en la organización de las protestas por la revocación del aumento de las tarifas de transporte, que representó la explosión de un conjunto de manifestaciones, estos partidos no poseen representación institucional significativa en los parlamentos o en el poder ejecutivo no son partidos de masa.
Los movimientos de la calle en riesgo
La ausencia de mediación hace a estos movimientos sociales tan explosivos como vulnerables, ya que no poseen una estrategia de medio y largo plazo. Distintas visiones se lanzan sobre ellos. Una de ellas es la socialista, que busca captar el sentido profundo de las protestas y refundar el Estado (a través de su desprivatización y el objetivo de garantizar los derechos sociales, la defensa de la soberanía nacional y la sustitución del déficit de legitimidad de la democracia representativa por la introducción de mecanismos de democracia directa).
La otra visión que se lanza sobre las protestas es la del capitalismo monopolista de Estado, que busca refundar el pacto neoliberal incrementando el grado de control de los monopolios sobre el Estado. Ésta se reivindica a través de las grandes empresas de los medios de comunicación como la expresión más organizada de la sociedad civil y vocera de la brasilidad, y dirige su ofensiva principalmente contra la izquierda neoliberal y contra el sistema político partidario en su conjunto. Su opción preferencial, aunque no exclusiva, es por liderazgos políticos personalistas, sin una representación partidaria expresiva -como Marina Silva (del Partido Verde, PV) o Joaquim Barbosa (presidente del Supremo Tribunal Federal, sin partido)- para superar el déficit de coordinación política en un presidencialismo de coalición que articule estos liderazgos y el monopolio mediático, con la gobernabilidad garantizada por cierto control en la acción del parlamento y del poder judicial.
Una tercera opción que busca acaparar a las protestas es la fascista, que pretende elevar los niveles de violencia en las calles para generar un ambiente caótico que justifique un golpe de Estado que remueva a la izquierda centrista de la dirección política del país.
El neoliberalismo social: los gobiernos petistas y sus políticas públicas
La principal característica de las políticas públicas de los gobiernos petistas de Lula y Dilma fue mantener la financiarización de la economía. Casi la mitad del presupuesto público sigue comprometido con pagos de intereses y de amortiguamiento de la deuda pública. Nunca se pagó tanto en valores absolutos. Si bien la relación entre deuda pública y Producto Interno Bruto (PIB) cayó ligeramente de 75 por ciento a 64.4 por ciento del PIB entre el fin del gobierno de Cardoso y el fin del gobierno de Lula, se elevó una vez más a 67.4 por ciento en diciembre de 2012, durante el gobierno de Dilma. Las tasas de interés permanecieron por arriba del crecimiento del PIB, y el peso representado por los intereses se estabilizó entre cinco y seis por ciento del PIB desde 2008 después de acercarse a los dos dígitos en 2003 -, lo que volvió inútiles los esfuerzos de contención de gastos de personal para la obtención de superávit primario y la reducción significativa de la deuda pública. Los gastos del Estado en personal permanecieron en niveles extremadamente reducidos. Si el gobierno de Cardoso los redujo de 5.8 a 5.5 por ciento del PIB, los gobiernos de Lula y Dilma los mantuvieron debajo del cinco por ciento del PIB. El esfuerzo para limitar los gastos en la función pública y la previsión social llevó al gobierno a establecer una reforma que retiró derechos de los servidores públicos e impuso a los servidores inactivos una contribución a la seguridad social y límite de edad. El compromiso con el superávit primario hizo que el gobierno de Dilma enfrentara con extrema inflexibilidad una ola de huelgas de funcionarios públicos en 2012 recortó sueldos de los huelguistas y amenazó con proponer una nueva ley de huelgas para los servidores públicos.
En los gobiernos de Lula y Dilma se desarrolló la estructura jurídica para un amplio conjunto de licitaciones de servicios públicos (hidroeléctricas, ferrocarriles, carreteras, puertos, aeropuertos, estadios) que alienan el patrimonio público y violan la soberanía nacional. Si las regalías del petróleo llegan al 85 por ciento de la producción en Venezuela y al 50 por ciento en Bolivia Estados mucho más débiles en su capacidad de enfrentar las presiones del capital internacional , en Brasil llegan a tan sólo 15 por ciento. Se constituye un fondo social cuya principal finalidad es la estabilización financiera de la economía y no el gasto social.
El discurso oficial contrasta con la realidad mediocre en la cual se planea invertir en educación 28 millones de reales en 10 años, lo que representa 0.06 por ciento del PIB, sin conexión con la demanda establecida por los movimientos estudiantiles que es la inversión de 10 por ciento.
El límite a la inversión pública impide que el Estado brasileño cumpla plenamente su función establecida por la constitución de 1988: proveer derechos sociales, entre ellos la educación, salud y habitación. El 75 por ciento de los brasileños no tiene acceso a los seguros de salud privados y dependen de la salud pública; el 75 por ciento de las matrículas de la enseñanza superior están con las universidades privadas, de peor calidad y financiadas por el Estado a través de becas, en detrimento de la expansión de la universidad pública.
En el caso específico de los transportes motivación inicial de las protestas tres factores inciden negativamente sobre su uso por las familias de trabajadores: el precio, su pésima calidad y el elevado tiempo de traslado al trabajo, en función de la carencia de infraestructura urbana y del desalojo de miles de familias hacia las periferias de las ciudades, lo que refleja un proceso de elitización de las ciudades y de ofensiva inmobiliaria con el pretexto de los megaeventos deportivos (la Copa Confederaciones y el Mundial de Futbol). Tan sólo el 40 por ciento de la población económica activa y el 24 por ciento de la población en edad activa tienen el vale transporte que limita el precio pagado por el trabajador en transporte al seis por ciento de su salario. Los precios de los transportes públicos son elevados arriba de las tasas de inflación en las principales ciudades brasileñas, impulsados por la privatización de servicios públicos como el metro, trenes y barcas. En el caso específico de la ciudad de Sao Paulo, desde 1994 los precios del metro y autobús subieron en 430 por ciento y 540 por ciento, contra 332 por ciento de inflación.
Las políticas sociales se orientaron a la focalización y el combate a la extrema pobreza. Se basaron en la expansión de las políticas de ingresos mínimos en particular el programa bolsa-familia y en el aumento del salario mínimo. ¿Cuáles son sus resultados? Beneficiaron en especial al sector que recibe ingresos familiares de hasta un cuarto de salario mínimo per capita. Entre 1998 y 2008 se redujeron del 20 al 10 por ciento las familias que reciben hasta un cuarto de salario mínimo. Sin embargo, los sectores de hasta medio salario mínimo y hasta un salario mínimo se estabilizaron en 54.1 por ciento.
En resumen, las políticas de los gobiernos petistas no se dirigieron al combate a la pobreza en general, que afecta todavía a la mayoría de la población brasileña, en condiciones de superexplotación del trabajo. Esto se hace todavía más grave en función de las presiones sociales que se originaron por el aumento del valor de la fuerza de trabajo. Los niveles de escolaridad aumentaron significativamente en Brasil desde los años noventa[ii], llevando a nuevas exigencias de consumo, acceso a servicios y derechos sociales, en particular por parte de la juventud. Entre las demandas en proceso de afirmación está la de democratización y mayor participación en la vida social y política del país. Con la difusión de la revolución científica-técnica y de las tecnologías de comunicación surge una nueva generación y un nuevo perfil de fuerza de trabajo, que se articula a la socialización del conocimiento, de la información y al desarrollo de la subjetividad.
Las nuevas demandas, lejos de las viejas propuestas
El uso de las viejas formas parlamentarias liberales de hegemonía, el abandono de la reforma política y de un proyecto de democratización de los medios de comunicación, así como la aproximación de demandas culturales conservadoras no permitieron una renovación del ambiente institucional, lo conecta a las nuevas demandas y al imaginario social en formación.
El financiamiento privado de campañas se multiplicó en los últimos diez años, corrompió, aceleró la privatización de la vida pública y acentuó el vínculo de la representación parlamentaria con el poder económico y las oligarquías. La presencia creciente de los jóvenes en internet no encontró, por parte del gobierno, ninguna iniciativa para democratizar los medios de comunicación de masa e propulsar la creación de redes de televisión comunitarias o públicas no estatales. Las gigantescas marchas de homosexuales no encontraron ninguna iniciativa que les garantizara plena ciudadanía civil y tampoco los movimientos feministas conquistaron el derecho al aborto.
La alianza con el agronegocio, pilar de las balanzas comerciales y de una pauta exportadora de productos primarios cada vez más intensiva, elevó el crecimiento de conflictos sociales que involucran a los pueblos indígenas, particularmente relacionados con la lentitud en la demarcación de sus territorios. La revisión de la ley de amnistía fracasó por la decisión del gobierno de recorrer los caminos institucionales del liberalismo brasileño que la detuvo en el Supremo Tribunal Federal (STF) y de descartar la respuesta pública y las movilizaciones populares vía plebiscito.
Las políticas de ingreso mínimo no afectaron significativamente la concentración de ingresos en la sociedad brasileña: en 2002, los ricos (el 10 por ciento de la población) se apropiaron de 47 por ciento de los ingresos; en 2009, este número cayó a 41 por ciento. El 40 por ciento de la población (los más pobres) expandió tímidamente su porcentaje de ingresos, de 10.7 a 13.2[iii].
Hay varios indicios del aumento de la concentración de riqueza, entre ellos: las generosas concesiones al capital en las licitaciones públicas de ferrocarriles, carreteras, puertos, hidroeléctricas, aeropuertos y estadios; el boom inmobiliario en las grandes ciudades, que elevó drásticamente los precios habitacionales; y los desalojos de vivienda popular asociados a la elitización de las ciudades a partir de los megaeventos. Desde 2008, con una inflación de 34 por ciento, los precios de las rentas y del metro cuadrado residencial crecieron 130 por ciento y 212 por ciento en Río de Janeiro, y 87 por ciento y 171 por ciento en Sao Paulo. Se estima que tan sólo en Río de Janeiro, 70 mil personas fueron desalojadas desde 2008 en función de obras para megaeventos o alegando de que vivían en áreas de riesgo, usando el programa minha casa, minha vida como moneda de cambio del desalojo hacia la periferia urbana de la ciudad.
La política limitadamente distributiva se benefició de una coyuntura internacional favorable que contribuyó a reducir la pobreza en toda América Latina. Después de mantenerse desde los años ochenta en el mismo escalón, las tasas de pobreza bajaron en toda la región de 43.9 a 31 por ciento de la población, entre 2003 y 2010. Sin embargo, esta coyuntura fue marcada por factores instables; específicamente en el caso brasileño, por una avalancha de capitales extranjeros a partir de 2007.
La economía brasileña parece regresar a su vulnerabilidad externa. Basa el equilibrio de la balanza de pagos en un factor cíclico como los ingresos de capitales extranjeros, cuya estabilidad rara vez llega a más de ocho años y exponen a las economías a ataques especulativos, debilitan las reservas y provocan un ajuste recesivo.
Preservación de fundamentos para una política económica neoliberal, limitada distribución de riqueza, mantenimiento de niveles de pobreza, concentración de la propiedad, violación de la soberanía nacional, elitización y privatización de las ciudades en función de los megaeventos, desmovilización de los movimientos sociales, utilización de los viejos métodos parlamentarios, vacío ideológico en el sistema partidario, preservación de los monopolios de los medios de comunicación, mantenimiento de la legislación conservadora sobre unión civil y aborto, incapacidad de revocar la ley de amnistía, compromisos con el agronegocio y morosidad en la demarcación de tierras indígenas. Estos son los equívocos y omisiones que desconectaron al liderazgo político petista del sistema político que guía a las grandes mayorías representadas por la población brasileña y que constituyen el escenario de las explosiones populares.
Qué viene después
Las protestas enfrentaron al consenso político neoliberal en Brasil y la legitimidad de la democracia representativa, en su versión liberal y centrista, y que con su carácter oligárquico y desigual asume su incapacidad de proveer derechos sociales. Esta democracia entra en contradicción con las promesas de un Estado republicano, basado en el mandato popular y en el monopolio de la competencia técnica por el aparato técnico-burocrático y élites dirigentes de los tres poderes. Aunque hay un posible reflujo de las protestas, apuntan a vaciar progresivamente el centro político y pueden retomar cíclicamente su ofensiva en el contexto de los megaeventos -y en una posible crisis de la balanza de pagos brasileña en los próximos años.
Se abren ventanas de oportunidad para que los extremos – izquierda y derecha- se disputen el protagonismo. Una alternativa a la izquierda para la actual crisis política exigirá que tenga la capacidad de mezclar movilizaciones populares con respuestas institucionales que promuevan la democracia participativa y prioricen las políticas sociales. Sin embargo, se presentan importantes dificultades para esto.
Una posibilidad es la de un giro del PT a la izquierda, pero el compromiso del gobierno de Dilma con el capital financiero y las fracciones oligopólicas del capitalismo dependiente le impide apoyarse en las movilizaciones populares y orientarlas hacia grandes temas nacionales que permitan romper con estos vínculos. No es por otra razón que de los cinco pactos propuestos por el gobierno a los movimientos sociales, el primero fue sobre la estabilidad económica. Su intención es disciplinar y sujetar a la política económica a los movimientos sociales que están fuera del control gubernamental. El intento de renovar el sistema político incorporando la democracia participativa fue bloqueado cuando recorrió puramente caminos institucio0nales.
La propuesta de una asamblea constituyente exclusiva apuntó en la dirección correcta, especialmente por estar compuesta por representantes de la sociedad civil y de los movimientos sociales, y no por diputados y senadores. Pero cuando no fue articulada a la movilización popular, pereció en menos de 24 horas y sufrió la reacción negativa de la base aliada y de la oposición en el Congreso. La propuesta de plebiscito que la sustituye pasa también por un profundo desgaste en el Congreso y se arriesga a efectuarse solamente para las elecciones de 2018. Si tiene el mérito de poner el tema del financiamiento público de campaña, lo hace de forma aventurera porque no está maduro en la consciencia popular y el tiempo de debates será corto. Si es visto como trámite superior de la reforma política, el plebiscito la deja muy limitada y no permite el control popular sobre los mandatos en los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.
Por otra parte, los partidos a la izquierda del PT no parecen estar en condiciones de liderar los movimientos de masa y poseen bajísima expresión en los sistemas representativos estatales, municipales y el nacional. La posibilidad de una respuesta efectiva de la izquierda pasa por un cambio de orientación del PT en esta dirección o de una fractura en el interior del partido que permita la composición de una frente de izquierdas que establezca alianzas prioritarias con las clases trabajadores, movimientos sociales y las grandes mayorías.
Los caminos para tal cambio son difíciles y complejos, pero no son imposibles, aunque pueden suscitar regresiones importantes. Un caso similar es el del peronismo argentino, guardadas importantes diferencias[iv]. La adhesión del peronismo por medio del menemismo al orden neoliberal vació el escenario de alternativas políticas en Argentina y creó un ambiente de protestas y movimientos insurreccionales, cuya mayor expresión fue el ¡que se vayan todos!. Este escenario solamente fue superado con el resurgimiento de un peronismo popular a través del kirchnerismo. La cuestión es: ¿cómo hacer esta transición en el caso brasileño sin la mediación de una derrota política importante y de alto riesgo? ¿Será posible? Esto dependerá de la fuerza de los movimientos sociales y del grado de autonomía del partido ante el gobierno para presionarlo en la dirección de los movimientos de masas.
La derecha neoliberal parece contar con más recursos para aprovechar la coyuntura inmediata, pero sus cuadros políticos y sus partidos tradicionales están muy desmoralizados y la alternativa más factible es la de un candidato que venga de fuera de este circuito tradicional, apoyado por el sistema mediático. Entretanto, es dudoso que tenga fuerza suficiente para triunfar en 2014, porque el PT tiene en última instancia la posibilidad de usar una candidatura de Lula, relativamente alejado de la crisis institucional ya que no ocupa función política directa en la coyuntura actual.
Una victoria de la derecha en las elecciones de 2014 y el regreso a las formas más radicales de neoliberalismo agravarán la polarización y las tensiones sociopolíticas en la sociedad brasileña, reorganizarán el equilibrio de las fuerzas partidarias, y producirán impactos fuertemente regresivos en América del Sur, con lo que se contribuirá al aislamiento de los gobierno populares de la región.
La derecha fascista que salió a las calles no tiene mayores expectativas en el contexto brasileño inmediato. No hay ambiente institucional para un golpe de Estado, como en algún momento de las protestas se hizo creer. El gobierno petista tiene amplia presencia en el parlamento lo que se mantendrá en caso de reelección -, que está bajo ofensiva de las protestas sociales, lo que vuelve poco probable cualquier intento. Los militares tampoco tienen fuerza política para actuar de forma independiente. No lo hicieron en 1946[v] y las posibilidades de que lo hagan con éxito son mínimas por el desgaste histórico que acumularon y sin apoyo social más amplio. No hay razones para que las burguesías brasileñas, hasta aquí beneficiadas por los gobierno petistas, apoyen un movimiento de este tipo. Entretanto, si se sienten presionadas en un futuro cercano, pueden buscar reacercarse con los grupos fascistas. Es necesario estudiar estos movimientos y evidenciar su conexión con las milicias, el aparato policiaco militar, organizaciones partidarias y empresariales.
*Carlos Eduardo Martins es profesor ajunto y jefe del departamento de ciencia política de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ). Es coordinador del grupo de trabajo Integración y unidad latino-americana y caribeña (CLACSO) y autor del libro Globalização, dependência e neoliberalismo na América Latina, Editorial Boitempo (2011).