Zapatos punta de acero

José Luis Aliaga Pereira

Después del sepelio, doña Soraida, regresó más tranquila. Domitila, la empleada de casa, la miró de reojo. Soraida parecía más alegre que cuando su esposo estaba vivo. La miró de nuevo; pero, esta vez, aprovechó el gran espejo de la sala en el que el esposo solía arreglarse la corbata, hundir el estómago, apretarse el cinturón y contemplarse largo rato, antes de salir a trabajar. 

Soraida ingresó a la habitación que habia compartido, casi todas las noches, con su esposo; después, llamó a la empleada. 

Domitila, conocía ese tono de voz, era voz de contenta, de alegría; pero de una alegría que la sentía más intensa, más alegre, como si lo que había sucedido, el fallecimiento de su esposo, fuera, un premio, un hermoso regalo.

— Dígame, señora. 

— Recoge todas sus cosas y prendele fuego. Ningún recuerdo quiero de él. 

No habían podido tener bebés. Él la culpaba a ella y todas las peleas y discusiones giraban en torno a ese tema. Hasta había llegado a golpearla con puñetes y patadas. «¡Quiero un hijo, maldita úrua!

Primero, colocó, la docena de sacos de diferentes colores y calidades, en la base de la chimenea; luego las camisas, junto a los buzos que el patrón usaba en los días feriados. Después, la ropa interior y, al final, las sandalias, zapatos y zapatillas.

De los enseres separó un par de zapatos negros que la señora había regalado a su esposo. Eran zapatos punta de acero que el esposo se calzaba como acariciándolos, sonriente y canturreando. «De esos zapatos quiero para mi Antonio», pensaba Domitila, cada vez que los veía en los pies del ahora difunto.

Los zapatos, estaban casi nuevos. Terminada la tarea, la empleada, los guardó en su bolso. «Éstos serán ricos —pensó—, pero están locos, locos de remate». 

El trabajo la entretuvo casi toda la tarde. Felizmente se dio tiempo para preparar el almuerzo y los eventos como los entierros o sepelios no se realizaban en sus casas, como acostumbraban en su tierra. «Alquilan un local, acompañan unas horas, y a dormir a casa». «Estos ricos si que son fríos, no se quieren». 

Domitila se dirigió a su cuarto, se dio un ligero baño para después dirigirse al dormitorio en el que Soraida descansaba. Tocó la puerta. 

 — ¡Adelante! —dijo Soraida. 

— Señora, ya me estoy retirando.

— Gracias Domitila, mañana vienes más temprano.

— Bien, señora; pero, ¿podría hacerme un favor? 

 — Dime, Domitila.

 — De todo lo que estaba quemando, separé el par de zapatos punta de acero, ¿me los podría obsequiar?

De pronto, la señora, alzó cabeza y ojos, violentamente.

 — ¡Te ordené que quemaras todo, incluyendo los malditos zapatos! ¡No quiero que vivan! —su semblante y tono de voz habían cambiado. 

Domitila, dio media vuelta, encendió la chimenea que aún estaba caliente, y tiró el par de zapatos al fuego. 

Un raro sonido se escuchó entre las llamas de la chimenea. En esos momentos apareció Soraida. Se acercó a Domitila y pasó sus manos suavemente por sus hombros. 

Un escalofrío recorrió el cuerpo de la empleada. Se colocaron frente a frente.

— Quiero que me comprendas, Domitila —la señora bajó el tono de su voz, habló como avergonzada.

 — Tu no sabes —le dijo, moviendo la cabeza a los costados—. Esos zapatos tienen mucho que ver con mi desgracia. 

— No entiendo, señora. 

 — Yo misma fui la que le obsequié. Las pateaduras que él me daba hicieron que pierda mi bebé. 

— ¡Oh, señora!  —atinó a decir Domitila. 

— ¡Déjalos que ardan en el infierno!

Publicado originalmente en SERVINDI

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