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Viaje alucinante a la orilla del sueño: el consumo de drogas entre los camioneros mexicanos

Alexis Habouzit

En México, el ritmo impuesto a los camioneros es tan intenso que pocos tienen el privilegio de parar unas horas. Atraviesan el país por miles de kilómetros, sin dormir, durante días y días. Fármacos, metanfetaminas, mescalina. Para aguantar, la mayoría de ellos se drogan. Se encuentra de todo en los puestos de carretera y México está salpicado de laboratorios, figurando entre los principales productores de metanfetaminas del mundo. En las carreteras de Yucatán, conociendo a Miguel, Víctor y Guadalupe, esta es la crónica de una banalidad cotidiana, en inmersión entre los camioneros mexicanos.

Estamos en el sureste de México, en la frontera de los estados de Chiapas y Tabasco, donde el proyecto de construcción del “tren maya” promete la llegada de un turismo masivo y de un modelo de desarrollo que las comunidades locales rechazan firmemente. A casi mil kilómetros de la Ciudad de México, la capital federal, la carretera 186 es la entrada a la Península de Yucatán. Una inmensidad cubierta de bosques tropicales, atravesada por carreteras rectas a lo largo de cientos de kilómetros, que unen las ciudades costeras y turísticas de la famosa Riviera Maya.

Desde el puerto de Campeche, Alfredo suministra pescado fresco a varios pueblos del interior. Jovial, de unos cincuenta años, coge una lata de cerveza fría de la neverita que tiene a su lado. Se bebe tres o cuatro por hora, unos dos litros, que le quitan la sed y le hacen más soportable sus largos viajes diarios.

Bajo un sol de justicia y una humedad sofocante, un camión americano, de un rojo burdeos intenso, se detiene en el arcén de la carretera, a la salida de una gasolinera. Mientras el motor ronronea, arrullado por las vibraciones del gigante, Miguel, de 42 años, disfruta de un breve momento de respiro. Con una mano busca en el bolsillo de sus vaqueros una pipa de cristal, y con la otra saca una bolsa de polvo blanco de la radio del coche que acaba de desmontar. Crystal meth (metanfetamina). Sus gafas y su sonrisa desdentada le dan el aspecto de un intelectual de unos sesenta años, exaltado por las volutas de humo que escapan de su pipa, y le envuelven en un aura nebulosa que se extiende por toda la cabina.

“La primera vez que conduje un camión fue a los 14 años. Cuando era adolescente, vivía en una zona pobre de la Ciudad de México, había todo tipo de drogas por ahí, y he probado ya un poco de todo”. “Llevo un año y medio fumando metanfetamina, me mantiene despierto, atento. Los días son largos y monótonos, se duerme poco”, dice Miguel.

La carga es ligera, miles de rollos de papel higiénico, y el camión avanza a toda velocidad, sobrevolando los baches de la carretera. Cada hora, el ritual es el mismo, una breve parada en el arcén. Una mirada en el espejo, un manotazo detrás del autorradio, unos golpecitos en la llama para calentar la pipa, unas aspiraciones profundas y una sonrisa gozosa. Luego, se va de nuevo. La carretera no espera. El jefe tampoco.

“Hay limitaciones de tiempo, especialmente para los clientes. Y a veces, incluso a la vuelta, cuando vas vacío, la empresa te pide que vuelvas rápido, que estés allí a tal hora, porque te espera otra carga.”

Al anochecer, en Champotón, un pequeño pueblo costero, los pocos pescadores que se han ido a dormir dan paso a cientos de camioneros que disfrutan de un merecido descanso. Miguel retira las llaves del contacto, el tubo de escape vertical sobre la cabina deja de expulsar humo negro y el motor finalmente se apaga.

Doña Guadalupe y su hija, Irene, regentan uno de las decenas de puestos que se alinean al borde de la carretera. Las cachimbas. Unos cuantos productos básicos, una comida, un café, esta es la guarida de los camioneros, donde uno se pone al día de los últimos rumores. La parada es vital, un sándwich que se come sobre la marcha, pero sobre todo, aquí es donde se repone. Apenas Irene ha regresado del fondo de la tienda con una bolsa de cristal, Miguel ya ha sacado su pipa: ”El restaurante aquí es sólo una tapadera, de hecho vendemos un poco de todo“, explica doña Guadalupe. ”Metanfetaminas, cocaína, pero también un montón de drogas“. ”Se puede encontrar en todas partes, realmente en todo el país, en todas las cachimbas“, insiste Miguel. ”Pero si llego y no aparco mi camión allí, no me van a vender nada, corren un riesgo, en cualquier momento puede haber una redada, aunque normalmente se les avisa con antelación”.

La música resuena en los altavoces, reggaetón a todo volumen, junto a un altar en el que está entronizado Jesucristo, contemplando a los visitantes de su juicio

Una hora y tres pipas de metanfetaminas más tarde, entusiasmado y eufórico, Miguel sigue su camino hacia Mérida, donde tiene que llegar antes del amanecer, dejando atrás la cachimba de doña Guadalupe. La música resuena en los altavoces, reggaetón a todo volumen, junto a un altar en el que está entronizado Jesucristo, contemplando a los visitantes de su juicio. Irene hará guardia toda la noche. No ha dormido en casi 48 horas. Pero el servicio está asegurado las 24 horas, y tiene todo lo que necesita para no sentirse cansada.

Ha pasado la medianoche cuando las luces de una furgoneta se apagan delante de la cachimba. Un hombre se baja, pide un café y se sienta en la mesa. Un poco de azúcar, y luego abre dos cápsulas, que vierte en su café. El “perico”, la droga más común entre los camioneros mexicanos. Es un medicamento que se puede encontrar en las farmacias, con receta médica, normalmente utilizado para perder peso. Pero vendido masivamente en las cachimbas, y consumido en grandes cantidades, el perico también provoca insomnio.

Víctor tiene 35 años, aunque aparenta 50. Con los ojos oscuros y la mirada fatalista, se justifica. “No tuve una vida fácil, en mi infancia, en mi juventud, todo lo que hacía era trabajar, trabajar, trabajar, no comía lo suficiente. Hoy, soy diabético. Y luego están las pastillas, sé que me afectan, que dañan mi salud. Pero desgraciadamente las uso para el trabajo”.

Salió de Cancún a última hora de la mañana y regresa a su casa en Guadalajara. Más de 2.000 kilómetros, dos días y dos noches en la carretera, sin dormir. “Seis pastillas, cuestan 150 pesos, las tomo en un solo viaje, dos por la noche, dos por la mañana, luego dos de nuevo por la noche, a veces más…”.

“Es cierto que el cristal es más barato, pero es más adictivo, y una vez que empiezas, acabas tomándolo incluso cuando no estás trabajando, cuando estás en casa te apetece fumar, te enganchas”. Con 16 toneladas, la metanfetamina es la droga más incautada en México en lo que va del año 2022. “Es una droga muy común aquí, y muy adictiva, dos o tres veces más adictiva que la cocaína”.

Víctor lleva conduciendo camiones desde los 20 años. Era un sueño de infancia, recorrer el país. Antes era conductor de autobús. “En mis primeros viajes, me quedé despierto, sin tomar drogas. Miraba las señales, descubría lugares, paisajes. Incluso tuve la oportunidad de quedarme unos días en Cancún, para hacer turismo. Era nuevo para mí, toda esta carretera”.

“Pero tan pronto como haces la misma ruta una y otra vez, al cabo de un tiempo me estaba arriesgando de verdad. Me resistí, me resistí. Hasta que un día me dormí al volante. Afortunadamente, la mayoría de las autopistas están equipadas con bandas sonoras, y al desplazarme hacia el arcén me despertaron las vibraciones. Fue entonces cuando decidí tomar unas pastillas. Acababa de empezar, sólo llevaba tres o cuatro meses en la carretera”.

Como suele ocurrir en todo el mundo, son muy pocos los camioneros que tienen el privilegio de dormir lo suficiente. En México, echarse unas horas de siesta es todo un lujo. Así que la gran mayoría de la profesión se droga. Por supuesto, los jefes están al tanto, lo toleran. Saben perfectamente que para aguantar el ritmo que a menudo se impone, para recorrer miles de kilómetros sin pestañear, las drogas son imprescindibles. Su uso se ha normalizado y convertido en algo habitual.

“Hace un mes me registraron en el estado de Michoacán. Había tomado dos cápsulas y encontraron el frasco lleno. Pero no me arrestaron. Hablé con mi jefe y pagó un soborno de 8.000 pesos [350 euros], para que me dejaran ir”.

Y luego está el peyote, un cactus utilizado tradicionalmente por los pueblos indígenas en antiguos rituales espirituales. También se utiliza cada vez más en ceremonias holísticas con fines medicinales. Su principio activo es la mescalina. En Occidente, Aldous Huxley fue uno de los primeros en experimentar su uso. Y, si para los primeros misioneros cristianos en los Andes, la mescalina abría las puertas del paraíso —de ahí el nombre que dieron a otro cactus, el San Pedro— para Huxley, abría las puertas de la percepción, lo que inspiró el nombre de un conocido grupo de rock, The Doors.

Carreteras México - 3
ÁLVARO MINGUITO


Pero por las carreteras mexicanas, si se usa y se abusa del peyote, de la mescalina, es todavía y siempre en una infernal batalla contra el cansancio, alejando el sueño más allá de los sueños. En las cachimbas, el peyote se vende como caramelos cremosos, preparados con cacahuetes, miel y mazapán. Es dulce, es delicioso. No es muy adictivo. Pero si superas la microdosis, el viaje se vuelve alucinante.

Muchos mezclan el peyote y el perico. Las historias de camioneros alucinados son comunes. “Los conductores que se paran de golpe, empiezan a correr porque creen que el camión ya no se mueve. Otros que ven caer la luna, se detienen y se adentran en la selva para averiguar dónde ha podido caer. Otros cuentan que vieron un burro o una vaca corriendo a la velocidad del camión. Aceleran, pero el burro o la vaca también. Un cargador de teléfono que se convierte en serpiente, espíritus que danzan colgados de las ramas que dominan la carretera. He escuchado tantas historias… mis respetos al peyote. Pero francamente, prefiero mis pequeños pericos. Sé que con estas pastillas puedo trabajar bien, estar cómodo. Y sobre todo sé que no es adictivo”, concluye Víctor.

Este material se comparte con autorización de El Salto

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