Trujillo: Símbolo de barbarie y ausencia de justicia en Colombia

Colombia Informa

Jhon Leider Cano es activista social de derechos humanos del Valle de Cauca y víctima de la matanza de Trujillo. Habló de la represión, la lucha por la verdad y la reparación, los avances con el Gobierno de Gustavo Petro y las deudas pendientes de la justicia con las víctimas.

Jhon Leider Cano es activista social del Observatorio de Derechos Humanos del Centro y Norte del Valle de Cauca “Eliezer Valencia Oviedo” y víctima de las continuas masacres ocurridas en la región a manos del ejército y los paramilitares, quien narró lo que vivieron las comunidades en la masacre de Trujillo, cometida sistemáticamente entre los años 1986 y 1994.

Para el defensor de Derechos Humanos, realmente no era una sola masacre, sino una gran cantidad de hechos victimizantes sistemáticos, incluyendo varias masacres, la desaparición forzada, el desplazamiento forzado, las ejecuciones extrajudiciales, los asesinatos y la muerte por pena moral.

Cano explicó que, aunque legalmente la muerte por pena moral no es reconocida legalmente aquí en Colombia, las víctimas la incluyeron como un hecho victimizante, producto del fuerte fenómeno de la violencia. La Asociación de Familiares Víctimas de Trujillo – AFAVIT- tiene un registro de 342 víctimas, de las cuales 88 son desaparecidos.

“En el centro de la doctrina de Seguridad Nacional, diseñada e impulsada por los Estados Unidos y asumido por el Estado colombiano, la idea central es que con el enemigo interno no se dialoga, sino que se elimina. Bajo esta concepción, todas las personas que se declaran en oposición al sistema o a las políticas represivas o las que defienden los derechos humanos, son consideradas parte del enemigo interno. Convierte a sindicalistas y luchadores sociales en un objetivo militar y somos fuertemente perseguidos”, explicó Jhon Leider Cano.

Sacerdote Tiberio Fernández, asesinado por el ejército nacional en 1990.

¿Cómo se aplicó esto en Trujillo? El 29 de abril de 1989, con el acompañamiento del sacerdote Tiberio Fernández Mafla, la comunidad planteó hacer una marcha pacífica para exigir derechos para la población campesina que ya estaban organizadas gracias al liderazgo del sacerdote. El padre llegó al municipio en 1985 y al año siguiente comenzó a promover procesos productivos comunitarios, no individuales. Con su apoyo, se organizaron 24 empresas comunitarias en la zona rural y urbana del municipio.

Esta dinámica agarró mucha fuerza y llevó a los campesinos a identificar otras necesidades. Necesitaban tener en buen estado las vías terciarias para sacar su producción, puestos de salud en la zona rural y escuelas para los niños. La movilización del 29 de abril fue en torno a estos tres derechos. Y los militares aplicaron el Plan Pesca. Cuando los campesinos iban para la zona urbana en vehículos “willys” o “chivas”, el ejército los detenía, tomaba sus nombres y números de cédula. Con estas listas identificaban a las personas que sobresalían por su liderazgo, y posteriormente los buscaban y los desaparecían. Si llegaran a buscar a la persona y no le hallaban, mataban a otro. Se buscaba generar miedo y un desplazamiento de la gente campesina hacia las zonas urbanas.

El Plan Relámpago de los militares venía después. Llegaban a las fincas o las casas de los campesinos identificados y hacían un allanamiento, diciéndoles: “Ustedes son guerrilleros” y buscaban armas. Cuando no hallaban nada, se iban. Días después, regresaban a asesinar a todos los hombres de la familia porque consideraban que era el hombre quien se prestaba para la lucha armada. Para evitar futuras retaliaciones, los militares pensaban: “si yo mato al padre de este campesino, el día de mañana este campesino puede querer vengarse y ser un futuro enemigo”.

Cuando identificaban una estructura alzada en armas en la zona, el ejército decía: “Le vamos a quitar el agua al pez”. Esto significaba quitarles la comunicación con la comunidad para que la guerrilla no tuviera víveres y cosas así. Y como contaban con las listas de líderes sociales, los estigmatizaban y ellos eran las primeras víctimas. En medio de todo ese escenario, en el año 1990 hubo una confrontación entre la guerrilla del ELN y los militares cerca del municipio. Los militares se desquitaron con la población.

A partir de 1989, los militares agudizaron la violencia. El Padre Tiburcio Fernández era la cabeza principal del proceso organizativo y tenía una autoridad moral. Trujillo es un municipio altamente católico. Esto incluye a las autoridades civiles y militares y los actores del narcotráfico. Todo dicen ser católicos. Y estos eran oriundos del municipio, entonces él sentía que podía parar la violencia. Pero los narcotraficantes y paramilitares le asesinaron e intentaron desaparecer su cuerpo. Afortunadamente, unos campesinos hallaron el cuerpo del padre en las aguas del río Cauca. Lograron rescatar su cuerpo parcialmente, puesto que el sacerdote fue mutilado estando vivo.

En 1994 cesó la Masacre de Trujillo por el trabajo que realizó la Comisión de Investigación de Sucesos Violentos de Trujillo-CISVET, una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Además de encontrar los testimonios de algunos familiares, encontraron que aún estaban ocurriendo estos hechos. Esto permitió que la Comisión de Investigación llevara el caso a la Corte Interamericana y la Corte demandara al Estado colombiano en 1995. El presidente de ese entonces, Ernesto Samper, reconoció las responsabilidades del Estado en los hechos violentos de Trujillo por acción y omisión, y allí se cerró la llamada Masacre de Trujillo.

El defensor de derechos humanos, Jhon Leider Cano, recuerda que al principio, ningún familiar se atrevía a hablar porque quien lo hiciera tenía que hacerlo ante una inspección de policía. Por eso, las comunidades temían ser nuevamente revictimizadas, perseguidas o amenazadas. Entonces, los familiares no denunciaron.

En el año 1992, Daniel Arcila, un joven del municipio, siendo militar, se convirtió en testigo ocular. Dicen que decidió denunciar cuando se dio cuenta de que lo iban a matar a él porque “sabía mucho”. Él contó en su testimonio que el Mayor les mandaba a las veredas y su trabajo era decir “en aquella casa vive tal líder”. Ellos sacaban a la gente de su casa y la llevaban a una de las dos haciendas pertenecientes a dos grandes narcotraficantes: La Hacienda Villa Paola y la Hacienda Las Violetas.

Daniel Arcila denunció a todos los implicados en la fiscalía. Señaló a los narcotraficantes Henry Loaiza “El Alacrán” y “Don Diego” Montoya como autores intelectuales. También, señaló al mayor Alirio Antonio Ureña Jaramillo, del Batallón Palacé del Valle de Cauca, y al teniente de la policía, José Fernando Berrío. Estas cuatro personas fueron detenidas mientras que se realizaron las audiencias.

Aunque el testimonio de Daniel Arcila impresionó al juez y los demás asistentes por la brutalidad de los hechos, el juez dijo que estas cosas solo podían pasar en películas de ciencia ficción o en la imaginación de un loco y acusó al exsoldado Arcila de ser un enfermo mental. Los cuatro criminales quedaron en libertad y el caso fue cerrado.

Al municipio llegó el padre Javier Giraldo y recogió las declaraciones de familiares sobre 105 casos, y los llevó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Ellos delegaron a la CISVET para confirmar la información. La Corte Internacional de Derechos Humanos falló a favor de las víctimas, planteando doce conclusiones sobre la responsabilidad del Estado en los hechos, así como recomendaciones para el Estado colombiano.

Esto permitió que los familiares sintieran un aire de esperanza, ya que una de las primeras recomendaciones de la CIDH fue reabrir el caso judicial. La Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz, el Padre Javier Giraldo y distintas comunidades eclesiales de base iniciaron un acompañamiento y convocaron una Peregrinación Nacional en 1995 para conmemorar los hechos. A pesar de esto, aún quedaba temor por lo que pocos familiares participaron. Sin embargo, la gran participación nacional e internacional conmovió a los familiares y nació la Asociación de Familiares Víctimas de Trujillo.

Jhon Leider Cano cuenta: “Mi abuelo fue víctima. Él era un campesino de la vereda de la Sonadora del municipio de Río Frío, fronterizo con Trujillo. Se llamaba José Dorniel Cano Valencia y era padre de ocho hijos. Mi abuela, María de Jesús García de Cano, estaba en ese momento en cinta con la novena hija. Llegó el ejército en horas de la noche a la finca donde vivía mi abuelo con sus hermanos. Mi abuelo fue torturado y asesinado con dos de sus hermanos: José Abel Cano Valencia y Rubí Elier Cano Valencia. Fue el 23 de marzo del 1990”.

Tres días antes de asesinarlo, llegaron los militares a la finca y requisaron todo. Insistían en que la familia era guerrillera y repetían una y otra vez la pregunta, “¿Dónde tienen las armas?”. Les gritaron preguntando que quién era su jefe y de qué frente hacían parte. El abuelo de Cano les decía, “Nosotros no tenemos armas y no sabemos nada de esto porque somos simplemente campesinos”.

Jhon Leider Cano cuenta: “Los soldados se fueron, pero dejaron a mi abuela atemorizada”. Ella dijo, “Yo no aguanto esta situación. Pueden hacer algo a uno de mis muchachos”. Ella y mi abuelo tenían unos cerdos que habían criado juntos. Los vendieron y compraron una propiedad en Tuluá. Pero mi abuelo volvió a la finca. Mi bisabuela se llamaba Mira y él le decía, “No voy a dejar que se pierda el cafecito. El que nada debe, nada teme”.

Sacerdote Tiberio Fernández

“El día siguiente, llegaron de nuevo los militares. Mi bisabuela estaba allí con una hermana de mi abuelo y una niña de brazos. Escucharon todo. Decía que era horrible escuchar a mi abuelo quejándose desde el cuarto donde le metieron. En un mural del Museo de Memoria Histórica se representa los instrumentos de tortura que usaban para cometer estos crímenes de lesa humanidad: la motosierra, las agujas, los sopletes, las mangueras. Eso fue lo que le sucedió a mi abuelo”, recordó Jhon Leider Cano, quien continúa.

“Ella contaba que le decían y le decían que quién era su comandante y de qué frente era. Mi abuelo pensó que iban a tener piedad de él si les explicara que él era la principal cabeza de un hogar de nueve hijos con el bebé que venía en camino. Él repetía esto una y otra vez. “Cállese, hijo de puta”, gritaban, y le daban en la cara. Cuenta la bisabuela que cuando ya no respondía más, le pegaron un tiro. Pero ya estaba fallecido de la tortura”.

A la abuela de Jhon Leider le tocó una lucha compleja. Aun así, ella sola logró que el mayor del ejército, Alirio Antonio Ureña Jaramillo, del Batallón Palacé de Buga, fuera condenado a 44 años de cárcel. El militar aún anda prófugo de la justicia.

“Actualmente, soy muy activo en el movimiento social porque no quiero que el proyecto de vida de mi abuelo quede en el olvido. A través de la lucha y la defensa de los derechos humanos, quiero que se transforme la situación. Es una lucha constante. No es algo que se vivió en 1990 y se quedó allí. Es algo que históricamente se ha venido perpetrando y que el sistema ha normalizado a través de los medios de comunicación. Es lo más indignante. Normalizan la violencia a través del discurso «se asesinaron tantos guerrilleros». Crean la conciencia de que “la guerrilla es la mala” y hay que celebrar cuando los matan”, explica Jhon Leider.

Para el defensor de derechos humanos, Jhon Leider Cano, el nuevo gobierno es un logro del movimiento social, ya que este permitió que por primera vez en más de 200 años llegara un gobierno sin las mismas aspiraciones y directrices violentas. “Está dispuesto a escuchar a las estructuras subversivas que, dadas las condiciones de desigualdad, pobreza y desplazamiento de los territorios, se alzaron en armas para exigir los derechos. Casi nunca habían sido escuchados, y los pocos procesos de diálogo que se han dado en la historia de Colombia han terminado en su exterminación”, afirmó.

Jhon Leider cree que el actual Gobierno parece tener una disposición de mínimamente dialogar con estas estructuras. Sin embargo, piensa que eso no es suficiente para el movimiento popular porque no soluciona las grandes brechas de desigualdad, pobreza y marginación social que existen en el país.

“Cuando hablamos de las soluciones del conflicto armado, no es solo decir, “vamos a dialogar con este grupo alzado en armas y darles unos beneficios”. Esto no soluciona nada. Lo que sí soluciona es que cambie el sistema. Que se tratan de fondo los problemas que provocaron el conflicto por más de cincuenta años: Eliminar las brechas de desigualdad, terminar con la concentración de las tierras en pocas manos, desmantelar la doctrina militar que es deshumanizante para nosotros y para quienes la ejecutan, dejar de mercantilizar los recursos naturales y reconocer y reparar a todas las víctimas. Significa identificar a todos los actores, incluyendo los financiadores. Y que haya sanciones para los responsables. Y claro, que haya garantías de no repetición. Todo esto se logrará un día y será una justicia verdadera”, enfatizó el activista de derechos humanos Jhon Leider Cano.

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