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Sumar a contrapelo las cifras del terror: más allá de censos y registros oficiales de personas desaparecidas

May-ek Querales Mendoza/ GIASF

Foto: Gerardo Magallón

En junio de 2023 el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, anunció la puesta en marcha de un censo de personas desaparecidas; esta afirmación ha vuelto a colocar el reflector sobre la construcción de los datos que nos permiten dimensionar el fenómeno de la desaparición de personas en México.

De acuerdo con los Principios Rectores para la Búsqueda de Personas Desaparecidas, es obligación del Estado contar con cifras oficiales sobre la problemática para que la política pública en la materia se diseñe a partir de referentes reales, por ello, la información debe reflejar datos de todo el territorio nacional y debe permitir identificar “la autoridad que ingresa los datos; las fechas en que una persona fue dada por desaparecida, encontrada con vida, exhumado su cuerpo, sus restos mortales fueron identificados o entregados”. Además debería registrar si las investigaciones permiten establecer si se trató de una desaparición forzada así como el motivo de la desaparición. 

Desde 2011, cada vez que se han dado a conocer bases de datos para concentrar la información sobre las personas desaparecidas en México (fuera la Base Nacional de Personas No Localizadas, el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas o el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas), nos ha quedado claro que los datos se producen con de una metodología no clara para el público, que considera y descarta información para que el fenómeno sea cuantificable y medible. Así, la crítica central a las citadas bases se ha focalizado en esa metodología y la insistencia de las instituciones por no transparentarla.

Las cifras son más que simples registros de una realidad existente: son el resultado de procedimientos estandarizados de codificación que permiten traducir la información a números, y en ello radica la importancia de hacer pública la metodología que permitió la producción de los datos. 

Como nos han dicho miles de veces las familias buscadoras y quienes les acompañan, las personas desaparecidas no son un número: son un entramado de afectos y relaciones sociales que se vieron suspendidas de manera abrupta por la desaparición. 

Ningún número puede condensar el simbolismo que se sostiene alrededor de alguien, pero si es debidamente construido, puede captar al menos parcialmente la complejidad de las personas; sus características culturales y la red de relaciones en las que se encontraba inmersa. A través de una operación meticulosa, los datos pueden abrir la oportunidad al diseño de estrategias de búsqueda concretas que tengan en el centro las características de una sola persona o las características compartidas por varias personas desaparecidas. Un cúmulo de datos debidamente construidos, procesados y analizados puede indicar la existencia de patrones en las prácticas de desaparición y orientar una atención integral al fenómeno.

En esta comprensión, una base de datos sobre personas desaparecidas no tiene como finalidad un mero conteo para ampliar o reducir el prestigio de un gobernante y así parecen haberlo comprendido nuestros tres últimos presidentes (Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador). En el cierre de sus periodos gubernamentales han colocado en tela de juicio los datos existentes, y la producción de nuevo datos muestra más preocupación por el lugar que se asigne a su nombre en relación con el fenómeno que por la crisis en materia de derechos humanos que representan las personas desaparecidas.

Pareciera que olvidan que la estrategia de seguridad iniciada en 2006 activó en los territorios de nuestro país dinámicas de violencia extrema que han producido también miles de personas desplazadas, masacres, ejecuciones extrajudiciales, un incremento significativo de los feminicidios y otras graves violaciones a derechos humanos. Sin embargo, varias de estas violencias aún no han convocado la indignación pública suficiente como para exigir un banco de datos nacional.

Cuestionar los datos existentes sin ofrecer rutas para brindar atención integral a la crisis humanitaria, sus víctimas y sobrevivientes, es similar a negar los síntomas de un padecimiento médico sin haberlo diagnosticado siquiera.

Las familias de las personas desaparecidas y comunidades enteras han luchado por más de cincuenta años para que la sociedad reconozca la problemática, han ocupado las calles para que se nombre a sus seres queridos con respeto, para que no se criminalice a las víctimas y para que todas las personas sean buscadas; localizadas y restituidas de forma digna. Cada intento institucional por desacreditar las cifras del fenómeno atenta contra esas cinco décadas de búsqueda en campo, de exigencia de justicia ante servidores públicos no empáticos… cinco décadas que poco a poco han empezado a cobrar la vida de personas buscadoras, muchas de las cuales dejaron este plano sin haber localizado a sus seres queridos.

Si desde algún lugar se pueden poner en tela de juicio las cifras oficiales sobre la desaparición de personas en México, precisamente es desde la comunidad de búsqueda. Las personas que la integran (familias, amistades, personas solidarias y defensoras de derechos humanos) son quienes han recorrido los laberintos del ocultamiento de cuerpos, han rastrillado cientos de terrenos e ingresado sus manos a la tierra con la esperanza de encontrar tesoros, han confrontado a las autoridades para que nombren las ausencias y cumplan con su trabajo: cada persona desaparecida debe ser contada y nombrada en voz alta. 

La comunidad de búsqueda no sólo participa en la escritura de la contrahistoria reciente de nuestro país, sino que ha sumado a contrapelo las cifras del terror en cada búsqueda en vida, búsqueda en campo y en cada exhumación. A partir de su conocimiento de las entrañas del fenómeno pueden desdecir los intentos narrativos de nuestros gobernantes: las personas desaparecidas superan, con mucho, los 110 mil registros asentados en la base de datos oficial. El trabajo de las autoridades no debería concentrarse en reducir las cifras mediante operativos y operaciones improvisadas, sino en implementar políticas de prevención y garantizar el derecho de búsqueda para todas las personas desaparecidas.

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*May-ek Querales Mendoza  es antropóloga, profesora de asignatura en FCPyS-UNAM, integrante del GIASF.

El Grupo de Investigaciones en Antropología Social y Forense (GIASF) es un equipo interdisciplinario comprometido con la producción de conocimiento social y políticamente relevante en torno a la desaparición forzada de personas en México. En esta columna, Con-ciencia, participan miembros del Comité Investigador, personas estudiantes asociadas a los proyectos del Grupo y personas columnistas invitadas (Ver más: http://www.giasf.org)

La opinión vertida en esta columna es responsabilidad de quien la escribe. No necesariamente refleja la posición de adondevanlosdesaparecidos.org o de las personas que integran el GIASF.

Publicado originalmente en A dónde van los desaparecidos

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