Sudán persigue una paz esquiva entre la hambruna y la violencia continua contra la población

Sarah Babiker

Foto: Campamento de refugiados sudaneses en Adre, Chad. Foto: Amnistía Internacional

El pasado 31 de julio, el general de las Fuerzas Armadas Sudanesas (FAS) Abdel Fattah al-Burhan se encontraba en una ceremonia de graduación del ejército. En ese momento, un dron atacó el evento con el objetivo de acabar con la vida del todavía jefe de Estado de facto en el país africano. Cinco personas murieron en el ataque, pero entre ellas no estaba el dirigente, quien sobrevivió ileso. Nabil Abdallah, portavoz militar, denunció la ofensiva y señaló como culpables a las milicias contra las que el ejército lleva más de un año en guerra, las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), pero desde el grupo paramilitar liderado por Mohamed Hamdan Dagalo negaron toda responsabilidad, sugiriendo que el ataque provendría de las propias filas del ejército como respuesta a conflictos internos.

El intento de asesinato de Al-Burhan llega en un momento en el que estarían en marcha nuevas conversaciones de paz lideradas por Estados Unidos, que se hallaría en conversaciones con ambas partes con el fin de que se sienten a negociar en un encuentro el próximo 14 de agosto en la ciudad suiza de Ginebra. El enviado especial de Estados Unidos para Sudán, Tom Perriello, remarcaba el pasado 2 de agosto, en una conferencia de prensa en Addis Abeba, que esta iniciativa contaría con tres objetivos: cese de la violencia a nivel nacional, acceso de ayuda humanitaria a los 18 estados que componen el país, y herramientas de monitoreo para garantizar los dos primeros puntos.

Desde el medio sudanés Sudan War Monitor se apunta a que la posición ante las conversaciones de paz pueda estar acelerando un proceso de relevo al frente de la Junta Militar, donde desde hace meses se produce una tensión entre quienes son más favorables a las conversaciones, y quienes quieren seguir en guerra sobre la base de que creen poder vencer a sus contrincantes. La pieza, publicada ayer 5 de agosto, apunta al rumor de que Al-Burham querría echarse a un lado, y para ello apostaría por el relevo con un militar nubio, con experiencia en negociación: Shams Al-Din Kabbashi. 

El general Yasser Al-Atta, quien confirmó los rumores, está entre quienes quieren continuar con la guerra esperando una victoria para las Fuerzas Armadas Sudanesas. Llegó, de hecho, a afirmar que la guerra contra las FAR debería continuar hasta su derrota, aunque durara incluso cien años. Estas aseveraciones generaron rechazo entre las fuerzas civiles —articuladas en torno a la coalición contra la guerra Taqadum— que primero  vieron cómo se les arrebataba el proyecto de transición, para después tener que sufrir las consecuencias de una guerra.

Las de Ginebra no son las primeras conversaciones de paz que aspiran a lograr un alto el fuego que se presenta esquivo. Desde que estallara la guerra entre los antiguos aliados, el 15 de abril de 2023, han sido numerosos los intentos de poner fin al conflicto, con iniciativas en Jeddah, en Arabia Saudí, en las semanas siguientes al estallido de la guerra, en Addis Abeba, o en Bahrain. La falta de compromiso de unos y otros para cumplir unos mínimos ha hecho imposible hasta ahora cualquier acuerdo, en el marco de una guerra que ni el ejército regular ni las milicias de Dagalo (conocido como Hemedti) parecen estar en condiciones de ganar.

Las conversaciones de Ginebra se presentan complejas, no solo no es claro el compromiso de las FAS, que exigen se tenga en cuenta sus condiciones. Otros actores han manifestado su  desacuerdo al considerarse excluidos de las negociaciones de paz. Así lo expresaba Mini Arko Minnawi, el líder del otrora grupo rebelde Movimiento/Ejército para la Liberación de Sudán (SLM/A en sus siglas en inglés), contendiente histórico del régimen de Al Bashir —el dirigente militar defenestrado en abril de 2019—. Del mismo modo protestaba el grupo armado y político Justicia e Igualdad (JEM), con Jibril Ibrahim al frente. Ambos grupos se habían mantenido neutrales hasta el pasado noviembre, cuando entraron en la guerra del lado del ejército. Su postura refleja la demanda histórica de que sean tenidos en cuenta los otros territorios que componen Sudán, más allá de los centros de poder de la capital y el este del país. Desde hace meses, los antiguos grupos rebeldes combaten junto al ejército para defender Al Fasher, la capital del Darfur del Norte, del asedio de las fuerzas del general Dagalo.

Y es que el ataque del pasado miércoles 31 de julio se produjo en una base militar de Jebit, sita en el estado del Mar Rojo, al Este del país, área que se mantiene bajo el control del ejército. Mientras, las milicias se han hecho con Darfur —su lugar de origen— donde solo la ciudad de Al Fasher resiste. Las FAR han ido extendiendo su dominio también por los Estados de Kordofán y Sennar, dominando el Oeste y el Sur del país, mientras mantiene el control sobre el Estado de Al Jazirah, tras ocupar su capital el pasado diciembre, un territorio fundamental pues desde allí se organizaban una parte relevante de las operaciones humanitarias en el país. Además, esta región al sur de Jartum es la principal productora de cereales. Es en la capital y el Norte de Darfur donde el frente de la guerra es más activo, dándose el mayor número de combates y ataques. 

Una violencia que no se detiene

Y es que, mientras los diversos intentos para detener la guerra no parecen avanzar, la violencia no para. Ayer, 5 de agosto, se registraba la peor ofensiva terrestre de las FAR contra la ciudad de Al Fasher, que dejó 30 víctimas mortales en un solo ataque, después de que las milicias de Hemedti acabaran también con la vida de 23 personas en el estado de Al Jazirah el pasado jueves 1 de agosto. Dos días después los paramilitares invadían varios barrios del norte de Jartum. El estado Blue Nile también ha sido en estos días escenario de enfrentamientos entre las FAR y las FAS.

El régimen del terror que las milicias están imponiendo allá donde llegan no parece tener límites. Las fuerza dirigidas por Hemedti han sido denunciadas por incendiar decenas de pueblos, sobre todo en Darfur, cometer violencia sexual a gran escala —un informe de Human Right Watch publicado a finales de julio documenta la violencia sexual sistemática ejercida contra las mujeres en Jartum por parte de las FAR principalmente, aunque sin eximir a los soldados del ejército regular— y saquear todo lo que encuentran a su paso. Desde el principio de la guerra se apuntó a los Emiratos Árabes Unidos, o el grupo Wagner, como quienes mantenían el flujo de armas hacia los paramilitares.

 Las FAR cuentan así con armamento y capacidad de confrontar al ejército, pero no con el apoyo de la población, que los conoce como los Janjaweed, la milicia aliada con el ejército que tuvo un lugar central en los crímenes de guerra cometidos en Darfur a principios de siglo, pero también en la represión de las protestas que llevaron al fin del régimen de Al Bashir y el inicio de una transición democrática en 2019.

El ejército tampoco cuenta con la adhesión de una población que vio cómo sus sueños democráticos, agitados por la rebelión que comenzó en diciembre de 2018, se truncaban con el golpe de Estado del 25 de octubre de 2021, cuando Al-Burhan se negó a cumplir con el compromiso adquirido en la transición, que obligaba a los militares a entregar el poder al gobierno civil, en virtud del turnaje establecido en los acuerdos de julio de 2019. 

Ahora enfrentado a su antiguo aliado, después de que las FAR se negaran a integrarse en el ejército regular en el marco de un nuevo acuerdo de transición firmado en diciembre de 2022, el ejército intenta recuperar el terreno perdido desde abril del 2023. En los últimos días ha avanzado posiciones en Omdurman, ciudad que forma parte de la capital, en una lenta avanzada sobre la capital durante los últimos meses que, sin embargo, no acaba de afianzarse. Y si bien sobre el ejército no recaen las mismas acusaciones que apuntan a los de Hemedti, este tampoco se distingue por su respeto a los derechos humanos, como las FAR, ha torturado y ejecutado a combatientes enemigos, tiene como práctica bombardear a la población civil —el 4 de agosto bombardeaba el campo de refugiados de Zamzam, cercano a Al Fasher— y está acusado tanto de atacar la muy afectada infraestructura sanitaria, como de propiciar la  gran emergencia humanitaria que afecta al país.

Sin alimento ni cuidados médicos

Son 400.000 los refugiados que se encuentran en Zamzam, un campo al que las agencias de ayuda humanitaria apenas pueden acceder. El Comité de Examen de la Hambruna de Naciones Unidas ha certificado que las personas residentes en el campo están en situación de hambruna. Es la primera vez que el comité determina la existencia de hambruna en los últimos siete años, y solo la tercera ocasión en la que hace esta declaración en las últimas dos décadas, después de que se creara el sistema de monitoreo.  Los expertos advierten de que la hambruna va más allá de este campo y alcanzaría a otras regiones del país. Según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), cerca de la mitad de la población, 25,6 millones de personas, sufren hambre aguda.

En un comunicado conjunto de UNICEF y el Programa Mundial de Alimentos (PMA) apuntaban tanto a Darfur como a Jartum, Kordofán y Al Jazirah como territorios en riesgo de hambruna, y recordaban que  “730.000 niños y niñas sufrirán desnutrición aguda grave este año, la forma de desnutrición que más vidas pone en peligro”. Y es que la declaración de hambruna implica que ya hay personas, y especialmente niños y niñas, muriendo de desnutrición. Las entidades denuncian que la hambruna es consecuencia de la decisión humana y lamentan que los actores del conflicto imposibiliten con sus ataques continuos la llegada de ayuda humanitaria. Frente a la dificultad de acceso a las poblaciones, el PMA ha colaborado con los Comités de Resistencia locales que, surgidos durante la revolución, han conseguido ayudar a vecinas y vecinos a través del apoyo mutuo.

Por otro lado, los ataques continuos a hospitales dificultan hasta lo imposible la atención médica a la población. Así lo denuncia Médicos Sin Fronteras, que en un informe publicado el pasado mes de julio con el título La guerra en Sudán es una guerra contra las personas afirma que “las dos partes en conflicto muestran un total desprecio por la misión médica: los hospitales son saqueados y atacados sistemáticamente y la ayuda humanitaria, bloqueada deliberadamente”. Con presencia en ocho de los estados del país, la organización documenta “al menos 60 incidentes de violencia y ataques contra nuestro personal, bienes y centros”, y cita a la OMS para afirmar que solo entre el 20 y 30% de los centros sigue funcionando, aunque sea con servicios limitados en el país.

Más de 10 millones de sudaneses se han visto forzados a abandonar su hogar, siendo desplazados también de los primeros lugares donde habían buscado refugio. A la hambruna, los enfrentamientos y el colapso del sistema sanitario, en la última semana se han unido las fuertes lluvias e inundaciones, que han afectado principalmente al estado de Kessala, donde se refugian más de 250.000 personas.

Este material se comparte con autorización de El Salto

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