Refugios climáticos comunitarios: por una ciudad verde y en común

Miguel Díaz-Carro y Clara Vázquez

Es habitual empezar cualquier artículo relacionado con la crisis ecosocial hablando del mismo diagnóstico: emergencia ecológica, extinción masiva, antropoceno… Y es que el problema del ecologismo —como el de tantos otros movimientos— nunca ha sido la falta de razón, sino la falta de poder. Y hoy nos encontramos en un punto en el que ya no es posible hablar sólo de frenar el cambio climático, sino que es indispensable combinar los esfuerzos de mitigación con adaptarnos a los impactos del mismo. Ya los estamos viviendo y  sintiendo en nuestra propia piel estos días —y los que nos quedan—.

Hace menos de un mes, el Parlamento Europeo fijó el 15 de julio como el Día Europeo de la víctimas del cambio climático. A estas alturas del cuento, todas somos perfectamente conscientes del aumento de las olas de calor. Las olas de calor, en toda la complejidad del término, son sólo una de las consecuencias, y sólo el año pasado ocasionaron la muerte de 4.600 personas, según el Ministerio de Sanidad. Hace pocos días, conocimos la primera muerte por ola de calor de este año en nuestro país. Y seguimos sin hacer nada.

La adaptación al cambio climático es una cuestión prioritaria en un país que va camino de convertirse en un desierto a mitad de siglo, un 70% de nuestro territorio está en proceso de desertificación, y el cómo hacerlo determinará la vida de millones de personas. Siendo el cambio climático una cuestión con evidentes sesgos sociales, donde quienes menos han contribuido a este son quienes más sufren y sufrirán sus consecuencias, la adaptación debe servir también para cerrar esa brecha. La adaptación es un elemento primordial, especialmente en las ciudades, donde el aumento de temperaturas compromete seriamente las condiciones de habitabilidad, pues sumado a las olas de calor se encuentra el efecto “isla de calor”, que puede aumentar la temperatura 15ºC respecto a las zonas rurales del entorno.

Frente a las políticas individualistas, el mayor aliado para adaptarnos al cambio climático en las ciudades es la renaturalización de estas. Si bien la renaturalización es un conjunto de prácticas que debería incluir más criterios u objetivos que la adaptación (como la protección de la biodiversidad o la educación ambiental, pasando por modificaciones en materia de movilidad y otra forma de consumo), es evidente el potencial que tiene en ese aspecto, siendo objeto de conversación en los debates urbanos desde el siglo XIX hasta los actuales Objetivos de Desarrollo Sostenible (siendo el 11 “Ciudades y Comunidades Sostenibles”) o las Agendas Urbanas. La renaturalización permite reducir hasta 8ºC la temperatura media de las ciudades, favoreciendo otras cuestiones relacionadas con el bienestar, como la rebaja de partículas contaminantes o la reducción de casos de depresión o asma.

Frente a las políticas individualistas, el mayor aliado para adaptarnos al cambio climático en las ciudades es la renaturalización de estas

Debemos diseñar los procesos de renaturalización conjuntamente con las personas que habitan el territorio, al ser quienes conocen las necesidades de la comunidad,  se garantiza que respondan al interés común y no al meramente económico. En esta línea de participación comunitaria cada día se suman más voces a una demanda: la de crear refugios climáticos. Entendemos “refugio climático” como cualquier espacio que genere confort térmico ante las olas de calor o de frío, y aunque a la inmensa mayoría nos vienen las imágenes de niñas jugando en un parque o de abuelos tomando la fresca, la cooptación del término (unido a una probable implantación deficiente por cumplir con normativa europea) puede llevarnos a desvirtuar el término de tal forma que nuestro refugio climático más cercano sea un centro comercial o una estación de tren, espacios sin posibilidad de establecer vida en comunidad, y en general, espacios carentes de cualquier representación de interés colectivo.

Necesitamos disputar estos refugios para que no se basen en la mera resistencia ante la que se nos viene encima, sino que nos permita transitar la masiva implantación que se necesita desde una cuestión de deseo y construcción de vidas dignas.  Por ello, queremos reivindicar otra figura, la del “refugio climático comunitario”. Espacios con agua, sí, pero construidos por la comunidad para que nazcan y crezcan como algo propio del barrio y donde se puede intervenir. Abiertos en las horas centrales de los días de verano, sí, pero también para celebrar los cumpleaños, encontrarnos y bailar. Cubiertos de sombra, sí, pero no la del ladrillo y el plástico, sino la de cientos de árboles en los que críen los pájaros. Integrados en una red de refugios, sí, pero especialmente tupida y conectada en zonas vulnerables o densamente pobladas, para facilitar el acceso de la población a sus beneficios, que son los que menos zonas verdes tienen a día de hoy. Preparados para resistir los efectos del cambio climático, sí, pero también para crear los mimbres de la sociedad que pueda hacerle frente.

Queremos reivindicar los refugio climáticos comunitarios. Espacios con agua, sí, pero construidos por la comunidad para que nazcan y crezcan como algo propio del barrio y donde se pueda intervenir

A pesar de la enorme batería de ventajas que obtenemos al vivir en espacios más verdes, el acceso a la naturaleza no está garantizado como el Derecho Humano que es. El derecho a la naturaleza se vulnera constantemente, y la injusticia climática se hace patente de forma cuádruple, y es que existe una menor cantidad de zonas verdes en áreas con menor poder adquisitivo, cuando las personas que las habitan con quienes menos han contribuido a esa subida de las temperaturas, quienes menos capacidad económica tienen para adaptarse, quienes mayor exposición tienen actualmente, y quienes además serán desplazadas si la gentrificación sube los precios de alquiler.

Este fenómeno de gentrificación debido a los procesos de renaturalización de las ciudades, es lo que conocemos como “gentrificación verde”. Los proyectos de este tipo atraen a residentes de mayores ingresos a los barrios y expulsan a los habitantes más precarios, nuevamente, a lugares sin apenas naturaleza. Todo esto, mediado por los grandes tenedores inmobiliarios que vulneran sistemáticamente la justicia espacial para seguir mercadeando con la ciudad. La gentrificación verde es un fenómeno que tenemos que abordar de forma amplia si queremos generar una acción climática justa y eficaz, con la premisa básica de asegurar la permanencia de las vecinas actuales en las áreas donde se ejecutan proyectos de renaturalización.  La naturaleza en las ciudades no puede ser de uso exclusivo para quien pueda pagarla. Por ello, debe estar íntimamente relacionado con el derecho a la vivienda, siendo las demandas de políticas públicas que lo garanticen (como la regulación de precios del alquiler, la prohibición de los desahucios sin alternativa habitacional o la limitación a los alquileres turísticos) claves para asegurarlo.

No hay resiliencia sin resiliencia comunitaria. No hay adaptación sin encontrarnos con nuestras vecinas. 

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