La selva como madre y origen fundante

Silvina Melo

Hay un mundo donde el hombre sólo va a la naturaleza para explotarla. Y otro que es parte indivisible de esa naturaleza. A éste pertenecen los cuatro niños que sobrevivieron en la selva colombiana. Fue la selva la que los salvó. Los espíritus los que los protegieron durante 40 días.

La supervivencia de cuatro niños indígenas en la selva colombiana es parte de la vida en ese mundo ya desconocido por el otro mundo, el sojuzgado por la tecnología hegemónica y el capitalismo. Donde los seres humanos sólo se relacionan con la naturaleza para arrancarle los recursos, como una mujer a la que se usa y se descarta. Formas brutales del extractivismo. Pero el mundo de Lesly es el otro, el que sobrevive en los márgenes del planeta escurrido en sus entrañas, estragado por la orgía de la desesperada producción de riqueza.

El milagro que asombra al mundo blanco; el “rescate” de los niños por parte del ejército colombiano, ante una selva que los mira con desdén: ella los abrigó y cuando estaban a salvo, abrazados por la espiritualidad ancestral, los devolvió, sanos y protegidos.

Dice Alex Rufino, indígena ticuna que sabe de las caricias y de la furia de la selva, que los niños no estaban perdidos: “estaban en su entorno, bajo el cuidado de la selva y la sabiduría de años de poblaciones indígenas en contacto con la naturaleza”.

Los niños aprenden con sus padres cuando salen a cazar, a recolectar frutas. Aprenden en el corazón  de su selva qué se puede comer, qué no. De qué animales hay que cuidarse, lo que dice cada árbol, cada ser vivo, acerca de dónde están y qué alimentos hay disponibles. Los animales son guías: “con los micos, que se alimentan parecido a nosotros, con muchas frutas dulces, hay una convivencia; como están en los árboles, van escogiendo y tirando alimento al piso”.

Por esa relación indivisible con la naturaleza los pueblos indígenas son diversidad cultural. Y una biodiversidad en la que habitan, preservan y forma parte. Sus territorios y sus diversidades están sistemáticamente atacados para la producción extractiva, el monocultivo, la transgénesis, la agricultura y la ganadería industriales. La deforestación les destruye el ámbito, les quita los alimentos, les quema los medicamentos y les ahuyenta los espíritus. La aniquilación de los bosques y las selvas los deja desnudos y expuestos ante un mundo que desconocen. Que no comprenden. Que no habla sus lenguas. Que no es propio.

La biodiversidad es una biblioteca natural de información valiosa, generada a través de millones de años de evolución de las plantas y animales, hongos y bacterias, dice el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas de México. La convivencia de la naturaleza con los pueblos permitió “la domesticación de las plantas que en la actualidad se usan en comunidades campesinas y en el sistema alimentario mundial”. Ni los laboratorios farmacéuticos más grandes –uno de los concentradores de poder más impresionante del planeta- “pueden crear la información que han desarrollado los cientos de miles de especies de bacterias, plantas, insectos, animales” en convivencia con los pueblos indígenas.

El ojo occidental determina un milagro en la supervivencia de los cuatro niños. Alex Rufino desestima el concepto: “A los territorios indígenas siempre se los ha mirado con una narrativa heredada de la conquista, de la religión católica, pero nosotros no hablamos de milagros, sino de la conexión espiritual con la naturaleza”.

Es que milagro es “la palabra que vende, pero yo hablaría más del abrazo de la madre que es la selva, la madre que te cuida”. Milagro es la explicación occidental de aquello que no se comprende.

Lesly, de 13 años, Soleiny, de nueve, Tien Noriel, de cuatro; y Cristin, de once meses asomaron de la muerte cuando la avioneta se cayó en medio de los espíritus, el 1 de mayo. Nacieron en la etnia uitoto, que los prepara para el mundo que los rodea: encontrar plantas comestibles, construir refugios, reconocer los peligros y defenderse de ellos. En esos cuarenta días Tien cumplió cinco años y Cristin, uno. Lesly llevó a Cristin en brazos todo el tiempo. Ella les hacía a todos la “fariñita, el casabito, las fruticas del monte cuando la mamá trabajaba”, contó su abuela.

Lesly sabía que cada árbol puede contener medicina, comida y agua. Y que cada uno es el centinela que los protege mientras duermen. Habrán comido frutas, pepitas dulces, polvos que dan calorías, gusanos, hormigas, algún ave pequeña y aquello que van dejando atrás el mico y el jaguar.

La mamá, que duró viva cuatro días, les pidió que se fueran. Ella estaba convencida de que la selva los acogería. Después, se volvió espíritu. Y pudo protegerlos junto a los demás, que esconden sus voces milenarias entre los árboles. Los que llegaron a un rescate que ya había confeccionado la selva, encontraron un biberón, una manzana mordida, una colita del pelo y pañales. Estaban vivos.

No fueron ni el ejército ni las instituciones. No hay héroes blancos en esta historia, piensan ellos cuando los ven, desconcertados, en medio de la selva que los asfixia. Porque ellos hace siglos se separaron de la naturaleza. Y sólo fueron a ella para vaciarle el vientre. Para deshabitarla de sus recursos. Ahora debieron entrar con las comunidades que los guiaron. Los uitoto rezaron en las puertas de su mundo para pedirle permiso.

Para nosotros la selva no era la amenaza: fue la misma selva quien los salvó”. Ahora los árboles guardan también las imágenes, el aliento y la pasión de la subsistencia natural de cuatro niños en esa casa impenetrable. Que es el origen fundante de la vida misma.

Publicado originalmente en Pelota de Trapo

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