La identidad la llevo sobre la piel

Testimonio recogido por Jaime Quintana Guerrero en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Foto: Moises Quintana Guerrero

Me llamo Alfredo Martínez Quevedo, todos me dicen “Freddy”. Vengo del sur de la Ciudad de México, de un barrio que se llama Santo Domingo y está en la delegación de Coyoacán, a un lado del metro Universidad.

El barrio de donde vengo tiene muchos conflictos. Cuando éramos niños esos terrenos fueron invadidos por colonos sin vivienda, sin ningún servicio: agua, luz, drenaje ni pavimentación. Mi familia, como todas, vivió en casa de láminas de cartón. Por el agua íbamos calles abajo o poníamos tambos en las esquinas para que la pipa los llenara.

La gente del barrio siempre se organizó para presionar hasta que pusieron los servicios. Mi calle la pavimentaron cuando yo tenía como 18 años, antes era pura tierra y de niños jugábamos con ella, a los “hoyitos” (haces un hoyo  en el suelo y avientas una pelota) y al “changarito” (que se juega con tres palitos).

En los ochentas surgió un fenómeno en la ciudad de México: grupos de chavos que se juntaron en las esquinas, que en vez de “pandillas”, era la “banda”. Crecí observando a los chavos y me llamó la atención su forma de vestir, su rebeldía y el rock, con un sonido muy duro.

Mi padre era albañil y tenía otra familia. Mis medios hermanos, que son más grandes que nosotros, llegaban a la casa. Estaban en el rollo de las bandas, peleándose con otros chavos. Cuando tenían problemas en Toluca se escondían en mi casa.

Un día que los encontré tatuándose y me emocionó mucho, pero como soy el más chico me corrían. A mí siempre me llamaron la atención las técnicas de dibujo de los que hacen caricaturas en la calle. Me gustaba pararme y observar cómo dibujaban las caras de personas.

A mi hermano Polín, más grande que yo, lo aceptaron porque era muy rebelde. Ahí, entre los 10 años y los 13 ya andas con la banda.

En ese tiempo se drogaban con Resistol 5 mil, que es un pegamento para zapatos y con las famosas “monas”, que son trozos de tela con solventes. Eran raros los que fumaban mariguana, y la cocaína ni existía.

Un día no me corrieron y me dejaron ver cómo enredaban hilos en una aguja y se picaban con puros puntos. Eran dibujos muy feos, pero a mí me impresionó cómo se puede quedar grabada la tinta en la piel y cómo esto genera un aspecto muy rebelde.

Todo era una relación, el rock, lo marginado, los tatuajes y los símbolos tatuados: como lengua de los Rolling Stones o una suástica nazi –sin saber qué significa, pero que los chavos lo asocian con la rebeldía.

Un día intente empecé a hacer lo mismo. Yo era muy solitario, tenía amigos pero me encerraba en mi mundo, jugaba y dibujaba solo. Mi primer tatuaje me lo hice yo fueron unas letras que dicen Doors; cuando lo hice, ni siquiera se notaba, y como a la hora me ardía la piel y estaba inflamado. Cuando se bajó la inflamación, noté que se quedó, y hasta fecha lo tengo. Tenía 11 años.

En la secundaria conocí a otros chavos con tatuajes, en el rollo de las bandas, más grandes que nosotros, fumaban mariguana, tomaban y se juntaban por la secundaria. A uno de ellos le pregunte acerca de su  dibujo en la piel y dijo, es fácil, en un papel lo dibujas, le pones alcohol y te lo pones. Yo lo intenté pero no me quedó.

Un día mi medio hermano llegó con una maquinita que casera que hizo hecho él. Para mí fue lo máximo, era como de coser. Como yo copiaba todo, fui a las cosas usadas, de una casetera saqué el motor y me hice la mía.

No podía hacer un tatuaje bien, no sabía, en ese tiempo no existían revistas de ni mucho menos estudios, máquinas o tintas profesionales. Te tatuabas con tinta china de la papelería y agujas de chaquira con puntas chatas a las que les amarrabas un hilo.

Conocí después a un amigo con un dibujo en la uña, él andaba en la onda punk rock y hardcore. Le pregunté cómo se lo hicieron y él me respondió que con una máquina. Recordé la mía. Me enseñó, llegué a micasa y lo hice.

Los chavos del barrio empezaron a decirme, cómo lo haces, y empezaron a pedir, que hazme uno. Me buscó mucha gente que quería muñequitos en las uñas, hasta mi mamá.

Mi hermano el mediano me animó a hacer los tatuajes en la piel.  Un día vi un programa de cómo pintaron las iglesias de Italia. Mostraron que hacían papeles grandes y el contorno de la figura picada, después con una esponja sólo la pasaban y se quedaba marcado el dibujo. Así hice mi papel de calavera para mi hermano.

Fue el tatuaje más chido en ese tiempo y en ese lugar, y le preguntaron quién se lo hizo.  Así empezó todo.

Comencé a tatuar gente de más lejos. En el 1992, Tatumania fue el primer estudio que se abrió en la Ciudad de México, pero yo no sabía nada de eso. Nunca pensé ser tatuador, ni mucho menos que es un trabajo.

Con un chavo de Mixcoac vi mi primera revista de tatuajes, súper fea pero era la única. Me regaló una y empecé a reproducirlos, sobre todo los de Banda rockera.

Empecé haciendo calaveritas rockeras, y los chavos llevaban cristos y vírgenes que querían.

El Russo es de Santo Domingo también. Era de la banda punk, mayor que yo, nunca nos hablábamos y yo no sabía que hacía tatuajes. Ana Paula, su compañera, me dijo en una expo que él tenía varias máquinas y me podía vender una. Esa fue la primera profesional que tuve.

Me hice amigo de Russo, le gustaron mis dibujos y nos conectamos por la música. Él me invitó a trabajar pero yo no tenía la confianza. No era lo mismo tatuar en el barrio que en un estudio. En el barrio yo cobraba 50 pesos o 20 pesos por un Cristo, que me dieran lo que quisieran.

Dejé el trabajo, todo, y me metía a trabajar de tatuador.  Mi mamá no estaba muy convencida, cuando venían los chavos a la casa a tatuarse mi madre me decía, qué tanto haces. Yo lo mantuve en secreto porque existía un peso moral, social, de que estás haciendo algo que no es correcto.

Cuando tatué a Polín, mi hermano, mi madre me dijo, ve lo que hiciste a tu hermano, así no le van a dar trabajo. Pensé, chale, a poco tan dramático es. Yo no ganaba nada pero lo hacía, era una sensación de lo rebelde, la onda contracultural y sentirte identificado con algo.

Los tatuajes, la forma de vestirte, los aretes, el corte de cabello eran muy escandalosos y era la identidad. Me gustaba vivirla.

Al estudio iba otra tipo de gente, yo choqué con eso. Al Russo le debo muchas cosas, él me enseño la salida de Santo Domingo y entender que lo que hago es un trabajo.

Me siento orgulloso de mi trabajo. El tatuaje me dio muchas cosas, rompió una estructura de mi barrio – yo sé de dónde vengo, pero rompió esa timidez. Se rompieron mucho prejuicios y tabús.

El tatuaje me cambió y me formo mi carácter. Salí del estudio de mi amigo Russo, conocí a otras personas. Trabaje en Tatumania, y algunas veces en Iztacalco con Orión. Y así sin darme cuenta, me salí del la Ciudad de México. Estaba muy triste. Salí a pasear y en Palenque me encontré a Jaime, que me llevó a San Cristóbal de las Casas y me encontré con más gente con los mismos códigos. Ellos me dijeron sí te conocemos, por algunas revistas. Ahora trabajo en el estudio de la Rana Roja.

Publicado el 28 de octubre de 2013

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