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Cuerpos aparecidos: nosotras ponemos el cuerpo, problematizamos el cuerpo, nos hacemos de un cuerpo

Marta Dillon

Todas las historias contemporáneas llevan en su corazón la experiencia singular de quien las cuenta. Aun cuando en el relato no se diga ni una sola vez “yo”.

Puede tratarse de una obra de arte o una performance, un texto académico, de una entrevista, de una crónica, de el relevamiento formal de un cuerpo de leyes, la sistematización de ciertas tendencias, un descubrimiento cultural o la transformación de una geografía, puede ser que se trate del modo de comer o de gozar de una época; en la elección del objeto, en el recorte particular de un tiempo, en el ojo dispuesto enfocar una arista, un contraste: ahí en su centro late la experiencia de quien se anima a la tarea de narrar.

Giro autobiográfico o superpoblación de narraciones y de información, necesidad de fijar los contornos de una vida, con si una vida pudiera vivirse aislada de las otras; no lo sé. El yo aparece con más fuerza que la primera persona, que el registro de la experiencia que aparece más como acumulación de sucesos que como transformación de la subjetividad. Yo tomo mi propia fotografía, yo estuve aquí, yo leí, yo comí.

Pero quien acaso puede decir yo si no es con otro, sin la conciencia de que no hay existencia sin lazo y que ese lazo es tanto distancia como nudo con otros cuerpos.

En las historias feministas, en su narración, la experiencia está en el centro como búsqueda de un hilo narrativo ya no de la memoria del yo si no de la memoria y la construcción de un lazo que pone en evidencia el doble mecanismo de enlace y separación, de atadura y corte, de identidad y deferencia. Somos feministas porque no estamos solas, pero somos feministas también porque alguna vez estuvimos solas o creímos estarlo. La búsqueda es de un lazo que se teje entre cuerpos singulares, unidos y separados sobre los que se ejercer poder.

Pero la experiencia tampoco alcanza para fraguar una voz feminista. Se necesita también un cuerpo, uno hecho de sangre y de lágrimas, de heces y de babas, de músculos, de piel, de maquillaje. Cuerpos que conocen la deriva, los desplazamientos, las opresiones pero también la resistencia. Cuerpos vulnerables a la pasión y a la amistad política.

Un cuerpo como este que pongo aca, que habla, que vibra, que se expone a la mirada, que tiembla de miedo y de vergüenza pero también de amor y de deseo.

Así es como a diario ponemos el cuerpo. Lo sujetamos con palabras, lo erguimos, lo adornamos con hebillas y tatuajes; envuelto en cosas que elegimos con precisión lo sacamos a la calle. Nunca nos olvidamos de que ahí debajo está la sangre. No, si somos feministas. Nosotras ponemos el cuerpo. Lo ponemos para hacernos de uno que sea propio, que goce con sus propios goces, que inscriba el tiempo a su ritmo, que se expanda o se contraiga según su deseo. Porque nuestros cuerpos están escritos desde antes que podamos vivirlos. Es sobre esa superficie tangible que se acuñan las instrucciones escritas por otros para su correcto funcionamiento.

Nuestro cuerpo no debe tener olores inconvenientes: si menstruamos, que sea con perfume, aunque sangremos, que sea azul. Nuestros cuerpos tienen que encajar en medidas o someterse a todo tipo de tecnologías, a veces crueles, a veces inútiles, siempre implicando dinero. O encajan o son burlados. O se meten al gimnasio o son burlados, ocultan los signos del tiempo o quedarán fuera del mercado de deseo, inhabilitados para el placer -aunque nosotras lo tomemos y lo gocemos lo mismo.

Nuestros cuerpos están hechos para aguantar, albergar, limpiar, cuidar. Borrados detrás de los deseos y las necesidades de los otros, enajenado de las decisiones más íntimas como la de cuándo y cómo tener un hijo o una hija, como parir, como dar la teta y en dónde.

¿Y si no, qué?

Si no, la abyección: putas, lesbianas, feminazis, gordas, estériles, malas madres. Más abyectas aun si somos negras, si somos pobres, si somos indias. Los textos que se imprimen sobre nuestros cuerpos cambian, para todas hay un modo que es más o menos correcto para su época, que dialoga con la rebeliones que desde el feminismo se suceden en pliegues, que se apropian de las políticas del orgullo para declararse orgullosamente monstruosas, disidentes, negras, gordas o mestizas. El deber ser nunca nos abandona, tal vez como parpadeo, hasta que el mercado del deseo y el mercado a secas, hasta que el lenguaje del capitalismo neoliberal, el marketing, captura esa rebeldía y la traduce en producto con su nuevo manual de instrucciones para el correcto funcionamiento. Lo saben las indígenas en Bolivia que después de asistir a espectacularizacion de los ritos ancestrales de la Pachamama por parte de las autoridades de gobierno se ven expropiadas igual de sus territorios, asisten a la tala de bosques y son miradas con sospecha cuando la pañoleta de su traje de chola no está lo suficientemente bordada. Lo saben las negras que ahora deberían alegrarse porque el clásico calendario Pirelli, que desde los años 70 retrata súper modelos  según la lente de consagradisimos fotógrafos, esta vez solo retrata personas negras -y no sólo mujeres. Lo sabemos cada vez que nuestras consignas se transforman en remeras producidas en talleres donde la explotación humana contradice los gritos indignados que las acuñaron. La consigna Ni una menos, en Argentina, fue producida por una importante ropa de marca y no casualmente esa producción tiene un plus en el precio porque se supone que las ganancias extras irán a grupos de mujeres en situación de violencia. Pero antes pasan por la vidriera.

Paradoja: nosotras cargamos con la animalidad. Nos dicen vacas por gordas, zorras por putas, yeguas cuando nos rebelamos o ejercemos poder, gatas cuando nos objetivan como cuerpos sexuados, conejas cuando tenemos parimos; siempre aludiendo a nuestra sexualidad y a los excesos de nuestro cuerpo. Pero no podemos decidir sobre él.

Aún así, sabiendo de las apropiaciones posibles, nosotras ponemos el cuerpo, problematizamos el cuerpo, nos hacemos de un cuerpo.

Ya no para despreciar las funciones que nos harían débiles tal como Simone de Beauvoir describía a las niñas después de la menstruacion, con sus pechos delicados y el temor de ser atacadas, más bien para saber que podemos manipularlo, dejar de menstruar si queremos, hacerlo en una copa y volcar el sangrado de todo un día en una protesta, quitarnos las tetas cuando nos pesan, mostrarlas como reclamo de soberanía sobre su territorio, explorarlas para el placer, levantarlas con sostenes, agrandarlas, perforarlas y en algún caso, solo en algún caso, ignorarlas.

Ser feminista es un diálogo constante con el cuerpo. El propio y el de las otras, los otros, les otres.

El cuerpo, primer territorio para el reclamo de soberanía, primera superficie de exploración, con las fajas de clausura que impone la medicina, el discurso de las madres, el higiénico. Nos meten miedo a las cavidades donde no entra la luz; ahí no se mete la mano, te la pueden comer; lo que no se ve, por algo está oculto, no es de niñas andar metiendose donde no las llaman. El misterio femenino siempre es una postergación, una revelación que llegará después, de la mano de quien sea capaz de operar la llave correcta. No la nuestra.

Pero casi nunca obedecemos, metemos dedos, nos los llevamos a la boca, los chupamos, los volvemos a meter, imaginamos placeres antes de nombrarlos en cualquier orificio, nos pellizcamos fuerte para reconocer la sangre latiendo debajo de la piel, nos cortamos para no llorar, nos besamos con las amigas en los armarios, nos apretamos granos frente al espejo con asco y dolor pero deseosas de saber qué hay dentro, espiamos detrás de las puertas de los baños en busca de otros cuerpos, para saber, para saber.

Nuestras exploraciones no son distintas de las de los varones al principio salvo que nuestros cuerpos están hiperhablados, poblados de advertencias, de zonas sin retorno una vez que se las transita, las exploraciones nos pueden hacer perder -la virginidad, la belleza, la reputación- y si a ellos se los alienta a la aventura a nosotras se nos demanda la espera. No es nuevo, ni un poco.

Y sin embargo, acá seguimos sometiendonos a los caprichos del cepillo que intenta domeñar los rulos, bien tirantes para que no se note la mota, para que no asuste esa selva, recuperando después soberanía sobre la geografía de nuestros cuerpos no ya como conquistadoras, que ese es el lenguaje del tirano, si no como busconas del deseo de ser encarnadas, sin pedir perdón por la sangre, ni por las grasas, ni por su ausencia.

Mi cuerpo es mío solemos decir las feministas como grito de guerra frente a las decisiones conculcadas por las violencia machista, pero no alcanza declamar propiedad porque un cuerpo no es nada sin otro cuerpo; porque no se trata de cerrar fronteras y nombrar en singular los territorios si no de abrir espacios de habitabilidad y deseo para todos los cuerpos. Mi cuerpo es mío, decimos a sabiendas de todos los poderes que operan sobre él, a sabiendas de la ilusión que se ofrece a diario de entregarlo a una tecnología -la que fuera: el gimnasio, la cirugía, los tratamientos naturales, el yoga o las flores de bach- y que nos lo devuelva apto para la circulación, la reproducción, la idea de salud o de sexualidad. Mi cuerpo es mío pero si me embarazo no podré abortar en la mayor parte de América Latina, mi cuerpo es mío pero no me puedo entregar al goce del intercambio sexual si no hay quien lo reciba, por viejo, por fofo, por demasiado flaco, por pobre, por ininteligible. Mi cuerpo es mío y de sólo pronunciarlo debería acudir la sorpresa: si mi cuerpo es mío quién es que declama la propiedad? Como puedo decir yo sin decirlo también con el cuerpo? Quién es capaz entonces de decir yo y que tenga sentido?

La historia del cuerpo es la historia de los seres humanos, no hay práctica cultural que se haya aplicado primero al cuerpo. Aun si recortara esa historia en la del cuerpo feminista, aun cuando empecé esbozando la centralidad del cuerpo en los relatos feministas, no podría abarcarla. Puedo en cambio, ensayar una narrativa de mi propio cuerpo acá emplazado, de cómo este cuerpo que ahora me da la sorpresa de envejecer y transformarse, de quedarse otra vez al margen de la circulación del deseo sexual, de desear la cama más que la deriva -sólo algunas noches-, cómo este cuerpo devino cuerpo político que se hace en la calle con otras, cómo este cuerpo antes que su fragilidad descubrió su poder en ese mismo magma del cuerpo colectivo aunque ya lo tuviera desde antes, desde siempre.

“Hay algo que hemos perdido en nuestra insistencia en el cuerpo como algo socialmente construido y performativo. La visión del cuerpo como una producción social, discursiva, ha escondido el hecho que nuestro cuerpo es un receptáculo de poderes, capacidades y resistencias, que han sido desarrolladas en un largo proceso de co evolucion con nuestro ambiente natural, así como también las prácticas intergeneracionales que lo han convertido en un límite natural a la explotación”, dice Silvia Federicci en su texto Alabanza al cuerpo danzante. Límite natural, dice ella y se refiere no solo a las practicas colectivas si no a la necesidad del sol, del cielo azul, de sumergirse en el mar o advertir la fase de la luna, de tocar, oler, dormir, coger. Toda esa estructura de deseos que permanece indestructible en algún núcleo aun en medio de la guerra aun cuando lo que asola es el hambre.

Ese saber y esa relevancia de las necesidades que opuestas al capitalismo son poder, creo yo, lo aprendí de mi madre. Mi madre fue una militante política en los años 70 en Argentina, fue secuestrada y desaparecida por la dictadura militar en 1976. Sus restos fueron hallados en 2010 y por la aparición de esos pocos huesos que quedaban, descarnados y maltrechos por la intemperie del anonimato, supimos que había sido asesinada en febrero de 1977, después de meses de cautiverio. Pero yo supe algo más, supe del efecto reparador de volver a encontrarme con la materialidad de su vida, con ese resto de su existencia, el poder de la superficie donde se inscribe el amor, el consuelo y también las luchas y las restricciones, emergió como una constatación tangible. Volvió a traerme preguntas olvidadas, me quitó de encima el peso de cargar su ausencia sobre mi propio cuerpo para darle alguno a ella. Mientras sus restos estuvieron desaparecidos, yo ponía el cuerpo también por ella, para la transmisión de la memoria, para cierto anclaje al dolor que no me permitía del todo reconocer mi propia resistencia. Entre esas preguntas que afloraron estaban aquellas básicas: por qué sosteníamos el rito de ir al cine en medio de la clandestinidad y la persecución? Por qué seguíamos armando la canasta para ir a comer al aire libre cuando la muerte le pisaba los talones?

El cuerpo desaparecido tiene una gravitación especial en nuestro país, Argentina. Tenemos muchos, no se terminaron con la dictadura, todos los días buscamos a alguna joven desparecida, se supone secuestrada por victimarios privados, sus propias parejas o ex parejas, también por las redes de trata con fines de explotación sexual. El año pasado reclamamos por un joven de 28 años, esta vez directamente desaparecido después de una represión perpetrada por las fuerzas armadas en connivencia con el gobierno nacional, que acompañaba la lucha del pueblo mapuche, esos cuerpos inconvenientes que declaman ser en unión con la tierra y que por eso mismo son objeto de persecución permanente, de despojo, de violencia. Su relación con la tierra no puede ser reducida a las leyes capitalistas neoliberales, para qué la quieren? Claman desde el poder. Porque es vital, porque no hay limites entre ser y estar en la tierra, dice el pueblo mapuche que resiste.

El cuerpo desaparecido, los cuerpos desaparecidos, 30 mil según cuentan los organismos de derechos humanos como numero y acuerdo político de las dimensiones de la represion en Argentina, se representaron al principio de la vuelta democrática, a mitad de los 80, con siluetas vacías: se denotaba más la ausencia que la actividad de esos cuerpos. Fue una estrategia visual que abrió espacio para la representación de los cuerpos que faltaban, los que todavía nos faltan. Con el correr de las décadas, las silueta empezaron a ser insuficientes, se necesitaron también los relatos íntimos, las trayectorias militantes y también las profesionales, vitales. Esas siluetas eran agujeros en la trama social que lentamente fueron reconstruyéndose con múltiples narrativas.

En lo personal, la aparición del cuerpo de mi madre, multiplicó los relatos, escribí un libro para ella que creo que fue como recuperar los músculos, la piel, los nervios, las caricias, hacer para ella un cuerpo de palabras para hacerla aparecer entre nosotros, quienes la habíamos amado y también para otros hijos e hijas de desaparecidos que no tuvieron la misma suerte que yo. Cada cuerpo de un desaparecido o desaparecida que emerge del anonimato es un entierro para todos y todas las que nos faltan. Porque si esos cuerpos, su ausencia y su recuperación, son políticos, también lo son nuestros vínculos que se forjaron buscándolos. Políticos y colectivos.

La aparición de mi madre en tanto resto material entre nosotros y nosotras, vivos, desarmó la temporalidad, puso en cuestión el tiempo y la idea de lazo entre los cuerpos, la idea misma de comunidad. Esa madre aparecida, no mía, madre que había sido en vida para otros y otras también y que ahora convertida en hueso volvía a reunirnos traía una memoria material del amor. Una poesía material de lo aprendido no de ella si no en contacto con ella. La memoria material quizá tenga que ver –en parte- con aquel momento anterior al lenguaje y al individuo en el que madre e hijo coexisten bajo una misma ensoñación, en una mater – ialidad desde la cual se accede al mundo, como señala Alejandro Rozitchner (2011) en su libro, Materialismo ensoñado.

Una madre originaria y ensoñada, que abre el mundo por primera vez y que se mantiene en una memoria sensible y sensorial, en un éter donde se mezcla lo imaginario y lo afectivo, lleno de “mater -ialidad” y de corporalidad sentida (lo que se siente en el fondo de sentirse vivo) pero anterior a los significados establecidos

¿Es casual que sólo después de ese encuentro amoroso con unos huesos que desarticulaban el tiempo la lucha feminista, que llevaba desde el papel, me haya pedido un cuerpo a cuerpo con otras?

No fue si no después de haber recuperado los restos del cuerpo de mi madre, de haber hecho para ella un cuerpo con la memoria coral de quienes la amamos, de haberla despedido, es que pude volver al activismo. O mejor, a la actividad militante. Venía de casi diez años de letargo en esa tarea que ahora me toma casi por completo.  Había atravesado la experiencia de la agrupación HIJOS -hijos e hijas por la identidad y la justicia contra el olvido y el silencio- con quienes construimos juntos y juntas una idea de justicia alternativa pero sobre todo, donde cubrimos la ausencia de los cuerpos que nos faltaban en un cuerpo colectivo que impulsó devolver el nombre a cada una de esas ausencias, contar sus historias, reivindicar sus luchas. Pero la madurez me empujó fuera de esa organización, cómo permanecer en ella cuando el tiempo pasa y la edad nos aleja de la identidad filiatoria aun cuando ese sea un vinculo político.

Pero el poder de esos huesos me sacó a la calle otra vez, en complicidad con muchas otras, casualidad o sinergia, signo de los tiempos o del poder de un cuerpo en singular que aparece después de décadas de anonimato porque hay, había , una sociedad entera que persistió en la búsqueda, lo cierto es que al mismo tiempo en que el libro que tejí con palabras para mi madre estuvo en la calle al mismo tiempo que la primera manifestación Ni Una Menos.

Esa primera manifestación que opuso a la performance femicida que dice que nuestros cuerpos no cuentan, son descartables, se pueden tirar en basurales, envolver en bolsas negras, desaparecer en fosas comunes un enorme cuerpo colectivo, masivo, vibrante, cargado de rabia pero también de amor por las otras; esa manifestación dijo que nuestros cuerpos sí cuentan, que su voz se amplifica colectivamente y que podemos modificar la historia.

Esa irrupción modificó las vidas de todas, los cuerpos de todas. Ya no toleramos la violencia machista de la misma manera que antes, está expuesta, desnaturalizada. Las transformaciones operan jugando sobre una línea de tiempo rígida, iluminan hacia atrás las vidas de todas; hicieron que muchas madres de plaza de mayo que nunca lo habían hecho antes se reconocieran a sí mismas feministas porque entendían el feminismo como la rebelión y la resistencia a las opresiones con las armas de las que se supone débiles. Esos pañuelos blancos que conoce el mundo entero son, ni más ni menos, que pañales, telas donde cagaban sus hijos y que ellas lavaban obedientes antes de que el dolor las empujara a la calle.

Después de esas manifestaciones masivas y hospitalarias para todas las voces y las experiencias femeninas, también las sobrevivientes de los campos de concentración pudieron denunciar, no de manera aislada si no colectivamente, los delitos sexuales que sufrieron como una forma particular y ensañada de la tortura que tenía un doble mensaje, hacía ellas, por guerrilleras o militantes y por tanto traidoras del mandato de género de la sumisión y la ropa limpia para el resto, y para sus compañeros que se sentían expropiados de lo que ellos también, lamentablemente porque implica mirar hacia dentro de las izquierdas y los movimientos sociales, consideraban propio: sus mujeres.

El 8 de febrero pasado, cuando declaré en un juicio 40 años postergado, por el secuestro y desaparición de mi madre, mis compañeras de Ni Una Menos llevaron unos carteles con la imagen de mi mamá a la sala del tribunal, estaba impresa la siguiente frase: hijas de tu desobediencia. Ningún abrazo puede ser más poderoso que ese entendimiento entre nosotras, ninguna casa puede ser más fuerte que esa que construimos juntas, poniendo el cuerpo, recuperando nuestra historia. Una idea de comunidad no definida de antemano, que se pregunta por los sentidos en disputa sobre lo común, por aquello que nos une más allá y a pesar de todo, aquello que nos potencia y nos sostiene.

Esta, la que cuento, es una historia feminista, y por eso me atrevo al singular aunque ninguna biografía se escribe de esa manera, siempre convive con otras, igual que los cuerpos no son unos sin los otros, menos en tiempos de extrema precariedad como estos, en los que parece que no tenemos nada, que las instituciones se modelan a gusto del consumidor, que los discursos mediáticos parecen tapar el cielo con un sólo canal de televisión.

Mi trabajo y también mi activismo son recorridos distintos pero inseparables, persiguen (persigo) una modulación, una fuerza, capaz de abrir cuñas en los muros de lo decible y de sostener ese espacio abierto, no como tutor si no como fuga, para que aparezca lo no dicho, lo silenciando.

Ahí es donde aparecen los cuerpos y las narraciones sobre ellos, sobre nosotras, narramos y nos narramos. Nos hacemos de un cuerpo y a la vez de una comunidad.

Hablo en primera persona y pero también en plural,  para reconocer que más que víctimas somos sobrevivientes. Y como tales reconocemos la fragilidad y también la capacidad de resistencia, la pulsión vital, el deseo. Y que es ese doble saber que las mujeres acumulamos, que lo acumulamos por mujeres pero también por migrantes, por negras, por pobres, por gordas, por lesbianas, por trans o por viejas, lo que se transforma en potencia. Lo que construye el cobijo colectivo. Lo que hace de la movilización feminista un enorme cuerpo colectivo con voluntad para imprimir su propia huella.

Sobre el duelo por las muertas y por las propias marcas de la violencia machista, entonces, la fiesta de estar juntas. Ahí donde nuestros cuerpos cuentan.

Todas las historias contemporáneas llevan en su núcleo la voz de quien las cuenta, esta historia que conté exhibe esa voz porque exhibe también un cuerpo, un cuerpo resistente, deseante, capaz de dolerse y abrirse a la pasión y la amistad. Un cuerpo que no es nada sin otro cuerpo, y otro, y otro más. Pero que sabe de la potencia de esa suma, aun en la precariedad que nos toca en este tiempo, aun cuando parezca que no tenemos nada, nos tenemos. Y todavía podemos producir revoluciones.

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