Cartas de Rosa Luxemburgo a sus amigas y compañeras

Laura Fernández Cordero

El texto que sigue es una reseña de Vivo más feliz en la tormenta. Cartas a amigas y compañeras (Rara Avis y Fundación Rosa Luxemburgo, 2021), una selección y traducción de cartas de Rosa Luxemburgo a cargo de Lisa Buhl y Sofía Ruiz.


La mano de la revolución es menuda. Dicen que con ella Rosa Luxemburgo escribió como tres mil cartas. Y por esas misivas sabemos cuánto apretó el puño de la rabia y cómo acarició el bálsamo de la amistad. La editorial Rara Avis, junto a la Fundación Rosa Luxemburgo, acaban de reunir en un tomo las doscientas cartas que la revolucionaria, política, polaca, políglota le dedicó a sus amigas y compañeras. Por cada vez que se afirmó que las mujeres son las peores enemigas de otras mujeres, hay una carta de Rosa Luxemburgo destilando amor, sostén, aliento y disputas vitales. Por cada elogio a las grandes acciones de las gestas revolucionarias, hay un párrafo del pulso diario que rehace la vida, una muestra del pequeño gesto que lo cambia todo.


Y cómpreme enseguida uno de esos saquitos color lila por 2,45, ya que es la prenda más imprescindible que una persona puede poseer, y decido por ese motivo usar un saquito lila (por 2,45) de por vida.


El libro, de contorno naranja y título precioso (Vivo más feliz en la tormenta. Cartas a amigas y compañeras) se suma a una serie de compilaciones epistolares con la que ya contamos. Tenemos traducidas y publicadas sus cartas de la prisión (Akal), muchas de amor (FRL y Banda Propia) y otras que proclaman revolución (El Viejo Topo). Esta nueva colección confirma lo que se intuía: la densa red de amistad y camaradería que atravesaba su vida política y personal, y que ese tejido incluía una multitud de seres vivientes con el trono seguro de Mimi, su gata adorada.


La idea acerca de Mimi me muestra que también los buenos espíritus, es decir, estos, no son capaces de captar la debilidad y vulnerabilidad de las cosas mundanas. ¡Cargar a Mimi en el canasto, traerla por un día y luego retornarla! ¿Como si se tratara de una criatura común de la especie felis doméstica! Ahora, ¿sabe usted, buen espíritu, que Mimi es una pequeña mimosa susceptible, una princesita hipernerviosa en piel de gato, a la que una vez, cuando yo, su propia madre, la quise sacar de la casa a la fuerza, le dieron convulsiones por los nervios que le provocó la situación y se endureció en mis brazos, con la mirada quebrada, tuve que llevarla de vuelta a casa y recién después de horas volvió en sí?


Con la potencia de la tragedia histórica a favor y esa pluma atrapante sería muy sencillo juntar un par de centenas de cartas y editarlas sin más. Pero no es el caso; la selección, traducción y presentación de Lisa Buhl y Sofía Ruiz comparten la rigurosidad intelectual y el destello amoroso de la remitente de este ramo de cartas y flores. No en vano comienzan con un poema, uno que dice que las cartas crecen en macetas. Y que merecen riego. Todo ese cuidado se expresa en el entramado de notas aclaratorias, que señalan identidades y situaciones singulares, y en las minuciosas introducciones de cada capítulo donde se sintetizan los acontecimientos históricos y las vicisitudes personales de la autora. Les debemos, además, una decisión que no explicitan y que, en el entusiasmo por entrar al epistolario, retrasa su impacto, pero que se revela apenas la confianza aparece tras el tratamiento más respetuoso de las primeras misivas. De repente, leemos un voseo hacia Luise Kaustky, un «mandale saludos» a tal o un «ponete bien» que le demanda a Clara Zetkin…  y entonces la traducción, que hasta ahora nos había sostenido como si no existiera, se muestra cercana, familiar, rioplatense.


Si los tipos no arrugan como en Breslavia, en este momento no se le puede brindar mayor servicio al movimiento sufragista y al partido que mandarte al calabozo por dos o tres meses después de un lindo juicio.

Pero estoy tan agotada que seguro voy a escribir una bosta.


Este conjunto delicado se acompaña de un prólogo donde Esther Díaz recoge e hila las piedras más preciosas y señala lo que brilla en la escritura: la sensibilidad. Ese rasgo es el que desarma toda pretensión de separar la autora de la teoría marxista, la economía y la política, de la jardinera, la señora de los gatos, la amante apasionada. Con la misma mirada sagaz que describe una hoja de su herbario, Luxemburgo detecta el flujo de las intrigas bélicas; con el oído fino para la música que la transporta, escucha el tronar de su tiempo y actúa. ¿Es la vista el sentido de la sensibilidad? ¿Es la escucha atentísima? ¿O es el cuerpo todo, vibrante, agobiado, tenaz?
 


Estas pequeñas estampillas de la vida las guardo con color, olor y sonido de por vida en la memoria y me siguen alegrando.


Lo comprobamos cuando la encierran, cuando la cárcel suprime otros estímulos y reduce los objetos que la rodean, una situación que por momentos agradece porque puede leer, estudiar y escribir. Prácticas que tienen sobre ella un efecto de «zurcido» interior porque las fibras que la componen se aquietan y afinan, y porque enlazan con otras prácticas del disfrute como botanizar, recordar poemas de memoria, enamorarse de una música, acompañar un poroto hasta su devenir flor, perderse en una acuarela de Turner.


No sé si ya le mostré mis herbarios, los cuadernos en los que registré desde mayo de 1913 aproximadamente 250 plantas; todas en perfecto estado. (…) me alegran en particular la gagea pratensis (la florcita amarilla en la primera carta) y la pulsatila, ya que no se encuentran flores semejantes acá en Berlín.


En uno de los textos introductorios se desliza, sin decir más, que esos pasajes en los que describe flores, plantas y pájaros podrían ser, en realidad, mensajes en código cifrado para esquivar ojos vigilantes y lograr enviar sus instrucciones, opiniones o análisis de coyuntura.
 


El jardín también está prosperando muy bien, los cerezos están en plena flor, ídem la forsitia; luego, los dos peculiares ciruelos a la entrada del amplio camino del jardín están floreciendo en un rojo azulado muy pálido, también el almendrito está abriéndose, los acebos tienen florecitas amarillas perfumadas, el duraznero está a medio abrir, pero los grandes perales y serios manzanos no son tan atrevidos y están esperando tu llegada con una miríada de capullos.


Aun si esa hipótesis tan encantadora fuera demasiado arriesgada, es seguro que las cartas no se agotan en la pretendida literalidad del mensaje escrito. Significan mucho sus inclusiones de hojas, pétalos y plumitas, plasmadas en ilustraciones que son otro regalo de este tomo. También el trazo de su caligrafía es un decir en sí mismo, así como el refuerzo del subrayado (¡Brrr! Pulgas de mar) y hasta el material que da soporte tienen su sentido: disculpa el papel, ruega. 

Estas marcas de sutil ternura destacan al recordar que, en esos mismos años, ella está forjando las tesis sobre el imperialismo, la acumulación del capital y la crisis del socialismo que resultan todavía potentes o, mejor, que relucen ante los desafíos contemporáneos. A la vista de esta Luxemburgo doméstica, de esta Rosa indómita, ¿quién puede decidir si su oposición a la guerra era dictada por una lectura de clase o por esa veneración por la vida en todas sus expresiones? ¿Quién puede asegurar que el vaivén complejo entre la reforma y la revolución, tan propio de su aguda lectura, provino de una razón teórica o de su finísima conciencia del dinamismo de todo ciclo viviente? Entonces no solo «lo personal es político», como nos gusta leer en ella, sino que es político lo sensible, que hay un mirar sensible de las fuerzas productivas y las relaciones de producción de la vida, que hay una politicidad en los vínculos amorosos, todos ellos.


¿Oh, Matilde, cuándo volveré a estar con usted y con Mimi en Südende y a leerles a Goethe en voz alta? (…) Ahora siéntese, tome a Mimi en su regazo y ponga la carita de oveja absorta que suele poner cuando le leo algo. Así que silentium.


Este diálogo, que se da en las dos décadas más agitadas de su breve vida, responde a su manera al enigma por su intervención en la «cuestión de la mujer» y el feminismo. No habría modo de que se autodenominara feminista cuando, en ese momento, el término caracterizaba a mujeres burguesas y sufragistas que no buscaban necesariamente una transformación radical del capitalismo. Sin embargo, tampoco es posible afirmar que Luxemburgo combatiera esa expresión política, y sí observar cómo la comprendió desde una lúcida perspectiva de clases con la que, al mismo tiempo, respetó y azuzó la pluma de Clara Zetkin, embarcada en la agitación del movimiento socialista de las mujeres. Leída a la distancia, su acción más feminista fue su propia vida, y la pose irreverente.
 


Yo estaba sentada en la mesa de la comisión directiva, tomando el trago de agua «introductorio», y escucho, de pronto, al presidente anunciar: «Y ahora le doy la palabra a la expositora para hablar sobre el tema: la mujer en el pasado el presente y el futuro». ¿Podés imaginarte mi susto? Quién sabe cómo habrán inventado ese tema. Introduje una frase con «la mujer» y salté luego audazmente a la Cámara de los Señores de Prusia.


Estratega, cuela su verdad en la expectativa prejuiciosa de quienes la convocan. De lengua veloz, les da un bocado y se hace de la palabra pública antes vedada. Para eso despunta su inteligencia, pero también un humor que usa para insultar, para despotricar, para darse tregua, para reírse de sí misma y de su muerte. Quienes leemos sabemos que está a unas pocas páginas, y que será violenta:
 


Ay, ríase de esto. En mi tumba, como en mi vida, no habrá grandes frases. En mi lápida solo deberá decir dos sílabas «zwi-zwi», porque es el llamado del pájaro carbonero, que imito tan bien que vienen hacia mí sin titubear.


¿Escuchan? Atrás biografistas de lo definitivo. Adiós diseñantes de ídolas. Un poco de silencio para releerla toda, desde la dulce onomatopeya a la más férrea ley de las revoluciones. Desde el cultivo del amor epistolar a la prosa de la dialéctica y el motor de la historia. Y eso sí:


No se crea nada, no me crea nada de nada, a cada instante soy distinta, y la vida consta solo de instantes.


Publicado originalmente en Jacobin

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