Me llamo Silvia, tengo 30 años y aunque vivo aquí desde hace un tiempo, soy originaria de Verona, en el norte de Italia, alguna vez conocida como la ciudad de Romeo y Julieta y hoy, desafortunadamente, como una ciudad racista y conservadora. Aquí, en Florencia, trabajo como colaboradora precaria desde hace dos años en la redacción local de un periódico nacional fundado por el famoso Antonio Gramsci en 1924, en plena avanzada del fascismo. Soy también maestra de lengua italiana en la escuela autogestionada de la ocupación llamada Kulanka, donde viven refugiados y exiliados de la Somalia, y soy también integrante de un colectivo autónomo de la ciudad.

A 18 años dejé mi ciudad y mi familia para ir a estudiar afuera. En mi familia nadie había entrado a la Universidad. Sus orígenes son campesinas pero mis abuelos y mis padres ganaron dinero y entraron en la mentalidad y en las formas de consumo de la clase rica. Entonces no tenía muy claro el por qué, pero sentía un peso, la opresión de aquel ambiente y sólo ahora entiendo lo que había intuido de manera confusa. Mi ciudad estaba cambiando, volviéndose más y más conservadora hasta una forma de vivir y de pensar que en el presente alberga discursos y grupos declaradamente fascistas y racistas.

Además no me gustaba mi región, el Veneto, porque sentía que ahí la cultura dominante era aquella de la eficiencia para ganar más dinero y de una escasa consideración por la cultura. Ahora el éxito económico de esa región sufre el empate de la crisis mundial, y entonces la respuesta es una explosión de suicidios, de malestar, de desesperación. Mi ciudad, Verona, ha empeorado mucho desde entonces y he visto poco a poco la destrucción, física también, de lugares alternativos donde me gustaba ir, como en el caso del Centro Social La Chimica, desalojado y destruido en septiembre de 2007 por el alcalde fascista de la Lega Nord, Flavio Tosi.