Racismo neoindigenista de nueva transformación

Mauricio González González

El siglo XVI en las colonias españolas de América vio florecer una forma de dominación que eficientó la imposición de la doctrina y la recaudación de recursos: los pueblos de indios o cabeceras de doctrina que, a partir de la Real Cédula de 1545, promovió la constitución de un cabildo indígena independiente y electivo. Estos se caracterizaban por un consejo que representaba a la colectividad ante las autoridades coloniales, mediante una jerarquía encabezada por un gobernador, alcaldes, regidores y un escribano, integrando a su vez cargos menores que contribuyeron a la innovación novohispana, incluyendo topiles, al tekitlato, kalpixke y chinampixque, formando incluso híbridos con cargos religiosos como las mayordomías y los fiscales de iglesia. El reconocimiento de estos cabildos se ejercía a través de la administración colonial, valiéndose de emblemas como los bastones de mando que, como suele pasar aún hoy día entre pueblos indígenas, difícilmente se reducían a mero símbolo de autoridad.

En rituales vernáculos de diferentes pueblos del país es común la presencia de bastones en altares, a los cuales se viste, ofrenda y en no pocas ocasiones baila. En la Huasteca maseual, por ejemplo, estos bastones tienen una función específica, son los “secretarios” de entes de alta jerarquía de la sociabilidad regional, como el Maíz, el Fuego, la Tierra, el Cerro, la Dueña del Agua, el Santo Patrón. Es indispensable que tomen nota de las peticiones que se realizan, pues fungen como voceros no humanos de requerimientos humanos, por lo que incluso es común verles portar pequeños cuadernos de notas. En este sentido, y a pesar de que entre ellos existan las distinciones de Bastón Presidente, Bastón Secretario y Bastón Tesorero, no son bastones de mando o, si lo son, única y exclusivamente bajo la forma en que ello opera en la política indígena, es decir, bajo mando obediencia, donde la autoridad es en la medida en que obedece a la voz de los suyos, ejerciéndose más a manera de vocería que de dirigencia. Esa es la función que a la fecha caracteriza a autoridades indígenas y varias campesinas, incluyendo aquellas que, a pesar de ser investidas por gobiernos municipales, como pasa con agentes y delegados locales, y que incluso pueden incluir el cambio de “varas” o bastones en las ceremonias donde se reconoce su cargo, sólo fungen como vasos comunicantes entre las Asambleas a las que pertenecen y las autoridades no indígenas. No están facultados a tomar decisiones bajo representación de nadie, a menos que la Asamblea lo faculte, es decir, obedeciendo el mandato de Asamblea. Esta fue la forma en que el Congreso Nacional Indígena, a través del Concejo Indígena de Gobierno, propuso la candidatura de María de Jesús Patricio Martínez, resaltando su carácter de vocera.

La toma de protesta del presidente Andrés Manuel López Obrador incluyó una ceremonia neoindígena ampliamente criticada por diferentes medios, destacando aquellas que subrayan la correlación de fuerzas de algunos sectores indígenas por hacerse de cargos gubernamentales importantes, como los hoy ambicionados puestos directivos del recién creado Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI, que no hay que confundir con el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial, IMPI), así como la cancelación de facto de una posible interlocución con actores indígenas amplios que históricamente no convergen con los intereses paragubernamentales de, por ejemplo, la Gubernatura Nacional Indígena (GNI), distanciándose francamente de organizaciones indígenas fundamentales, como son el CNI y diversas redes de defensa territorial. Más aún, esas críticas se han revirado denunciando una especie de “racismo inverso” a la manera en que la derecha denosta toda participación indígena en la política nacional, lo cual nos parece por lo menos injusto. El nodo de las críticas al neoindigenismo de la llamada cuarta transformación no es hacia si son o no legitimas las innovaciones folclóricas de la toma de posesión presidencial, o si tienen o no derecho los participantes de la misma a realizar tal escenificación, sino a las implicaciones que lleva de sí el reducir la entrega de un bastón de mando con nubes de copal a un acto de investidura de autoridad, desconociendo que si fuera tal, esa ceremonia lo que estaría imponiendo es una obediencia de la función presidencial hacia los máximos órganos de gobierno de los pueblos, que ordinariamente son colectivos. Se hace de un acto de asunción de un servicio uno de representacion jerárquica. Sin el carácter del mandato por obediencia esa ceremonia es en el mejor de los casos una simulación de un realizado por “indígenas profesionales”, algunos de ellos de respeto sin duda, pero jugados en ello; en el peor, es una negación más de las formas indígenas que se suma a la interminable serie de actos racistas que hoy, incluso, pueden tomar rostro indígena.

Este neoindigenismo tiene correlatos cuyas implicaciones pueden alcanzar tonos francamente etnocidas, puesto que la ley con la que se instituye el INPI, puesta a consulta entre afines princupalmente, omitió incluir en su redacción final el papel del instituto para garantizar las consultas a las que se les exige, por acuerdos internacionales, un consentimiento previo, libre e informado, lo que las vuelve vinculantes, ciñiendo al organismo sólo, como señaló recién Margarita Warnholtz Loch (la tlacuila), al ámbito de leyes federales y cuestiones administrativas, dejando fuera de sus acciones de consulta los programas y proyectos susceptibles de afectar a comunidadades y pueblos enteros. Todo indica que si omitimos las enseñanzas de las formas de gobierno indígena, la cuarta transformación corre el riesgo de no ser más que una variante de la estructura de negación de la vida de los pueblos que ha caracterizado a la historia de este país.

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