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Las “violencias menores” y la reproducción de la ambigüedad en el debate sobre el #METOO

El Salto

Foto: Pancarta en la manifestación del Día contra la violencia machista, Madrid DANI GAGO

Por: Cristina Vega Solís

Hay cuatro argumentos que me gustaría hacer tras leer el manifiesto de las intelectuales francesas contra la campaña #MeToo y escuchar algunas de las reflexiones que se están dando estos días. En realidad, más que el bendito manifiesto lo que me importa es cómo algunas de sus ideas conectan y dan alas a cierto sentido común machista que esta campaña y otros movimientos e iniciativas contra la violencia ponen en cuestión en el actual de ciclo de luchas. Este ciclo, como señalan varias compañeras, es muy diverso, no centralizado y suscita identificaciones múltiples desde abajo, es decir, desde mujeres que no están organizadas, que quizás ni se identifiquen como feministas, pero se han puesto a hablar en voz alta de sus distintas experiencias de abuso utilizando estos lemas, que más que discursos ya armados son invitaciones a romper el silencio y la complicidad. Son, como si dijéramos, lo que en otro tiempo se llamó grupos de autoconciencia, hoy atravesados por nuestra relación con las redes.

Aquí las ideas que creo podemos seguir discutiendo.

La primera es que a pesar de que se ha extendido el consenso al momento de rechazar la violencia sexual machista en sus formas más virulentas, se suscitan dudas sobre sus expresiones “menores” al sugerir que estamos estableciendo fronteras erradas entre seducción y abuso sexual, que no debemos establecer continuidades fáciles y que algunas, deliberadamente, hacemos pasar el galanteo (torpe) por acoso.

Este último, es bueno recordarlo, no es deseado, produce malestar, no es el resultado de asentimiento. Es el producto de un cerco progresivo que se va cerrando en torno a quien lo sufre. Muchas veces porque necesita algo, dinero por ejemplo, y no puede decir que no (entre el acoso sexual y el laboral hay bastantes continuidades). Otras porque no alcanza a poner nombre a algo que no se desea, que produce incomodidad y rechazo, pero que se viene encima a través de una historia de propuestas y mensajes extraños que acaban en una situación sexual de la que una no se puede zafar. Y al fin otras porque a pesar de rechazarlo bien clarito lo deja ahí, en stand by, en lo privado, como algo que no importó tanto en su día pero cuyo efecto acumulativo y de legitimización se entiende acaba repercutiendo en otras que acaso no puedan dar ese mismo manotazo que una dio o medio dio.

Esto es lo que narramos y nos han narrado a posteriori, algunas profesoras y estudiantes en la universidad, en mi caso en Quito (Ecuador). Mayormente lo cuentan aquellas que habían llegado de provincias y carecían de apoyos en la universidad cuando han podido poner nombre a su malestar y han denunciado públicamente a profesores con un abultado, disimulado y normalizado historial en las universidades públicas. A veces una es acosada, ve cómo vienen las cosas y se protege con un buen contragolpe físico o verbal, ¡y qué bueno que podamos! Pero esto no siempre es fácil, ya sea por la propia situación de vulnerabilidad, dependencia o por la ambigüedad, habilidad y persistencia en la que se gesta el acoso. Algunas han dicho no y han acabado violentadas tras una historia de mini noes en solitario. Y es que el acoso cobra fuerza en un entorno que hemos llamado cultura de la violación.
Ciertamente no es lo mismo una agresión sexual, por ejemplo una violación, que el asedio sufrido con el fin de echarse encima nuestro a su debido tiempo. Para quien abusa, el primer caso es más riesgoso y acaso no esté en su modus operandis sexual, más inclinado hacia la ficción persistente y dosificada de quien se narra a sí mismo como alguien que por encima de las dificultades acaba consiguiendo, en el sexo y en la vida, lo que desea. Los acosadores han disfrutado de su impune ambigüedad, que ha sido más bien contemplada en nuestras culturas nacionales universitarias y laborales como eso, reputación de seductor, de madurito al que le gustan las lolitas, en ocasiones de mujeriego o, como mucho, de alguien que “se aprovecha” y cuya fama, en el mejor de las casos, debería poner en alerta a las inexpertas gracias al boca a boca.

Quizás haya que aclararlo una vez más. Cuando hablamos de acoso no hablamos de seducción, donde dos personas medio que se gustan o no están seguras y se lanzan señales mutuas, muchas veces inciertas, que se van acompasando y se interpretan según vaya desencadenándose la situación. No hablamos de pedir permisos escritos ante notario, no nos vayan a ridiculizar el argumento. Esto, amigos, nada tiene que ver con asediar a alguien para conseguir lo que se quiere (y no se logra haciendo ojitos), sino con buscar, sugerir, dejarse ver y suscitar… (Lo de la “galantería” ya daría para otro comentario). Puede que la seducción esté entretejida con una asimetría entre quienes se seducen o entre quien seduce y es seducido (parece difícil sustraerse al poder y a veces el mismo poder es sexualizado en la relación y eso nos puede resultar muy excitante), pero lo que es evidente es que se van produciendo gestos de asentimiento, de acuerdo y sintonía, y no estamos ante una relación de asedio y derribo, de ejercicio del poder y aislamiento de la víctima.

Si no somos capaces de distinguir esto, por mucho poder reticular que exista en el mundo postestructuralista que habiten algunos, entonces estamos en la nube del relativismo, la corrosión intersubjetiva, la evanescencia del poder y la falta de ética. Ya bastante costó poner nombre a la violencia machista en la familia, que nada tenía que ver con el honor, ni con la costumbre, ni con lo personal, ni con cosas de cada cual en casa, y no pensamos volver a ese universo donde arrojamos una cortina de humo entre lo que alguien desea y lo que se le impone con nombres bonitos.

¿Desde cuándo nuestra dignidad está por encima de nuestro cuerpo, en el insondable mundo del espíritu?

Podemos establecer diferencias entre el acoso como historia más o menos continua y el abuso sexual puntual, pero si este último es abuso (y no un tanteo torpe) es porque se nos viene encima bajo la premisa de que nuestro cuerpo y nuestro espacio personal puede ser legítimamente invadido sin el menor gesto previo de complicidad. Como dice el manifiesto, que te manoseen en el metro y te traten como objeto sexual sin apellidos puede que no te traume de por vida, pero… ¿a nombre de qué debemos pasar por alto nuestro rechazo a que esto ocurra?, ¿por qué habría nadie de aguantarlo y heredarlo?, ¿desde cuándo nuestra dignidad está por encima de nuestro cuerpo, en el insondable mundo del espíritu?

La segunda idea maliciosa, conectada con lo anterior, es que quienes denunciamos acoso, lo que buscamos es un mundo más estrecho con mil y una normas, sanciones, persecuciones y ensañamiento contra varones, como decíamos, torpes seductores. Esta idea del feminismo como totalitarismo revanchista desestima no sólo la impunidad en la que se dirime la existencia de muchas mujeres, sino el contexto en el que nos encontramos a nivel global, en el que neoconservadores y neoliberales se aferran al tópico y juegan distintas manos con la misma baraja.

Después de una ardua práctica política con muchos frentes, los feminismos y en particular el actual ciclo en su versión latinoamericana, Vivas Nos Queremos, o su versión estadounidense con repercusiones globales, #MeToo (seguro existen otras mil expresiones por otras tierras), más que instituir fuertes versiones del derecho contra la impunidad, ha logrado más bien avances culturales: desnaturalizar la violencia y hacer que muchas mujeres puedan decir su cotidiano y, como digo, poner nombre a lo que no quieren para sí y para otras. Sin duda se trata de un punto de ataque progresivo pero contundente, producto del hartazgo y el anhelo de justicia cotidiana.

La justicia que anhelamos, al menos la que anhelamos algunas, no es la punitiva (aunque estemos contra la impunidad), es por encima de todo la que anula y deslegitima el ejercicio de las violencias y el modo en que se ancla con la desprotección económica, racial, sexual

Pues bien, todo ello ya ha encontrado una palanca contraofesiva (o varias), siendo la retórica “ideología de género” (de la que ya he hablado en otro lugar) uno de sus emblemas predilectos. Aquí encontramos a católicos guiados por sus respectivas conferencias episcopales, evangélicos corporativos que crean sus propias cercas de autoprotección, liberales y constitucionalistas que no están por la acción afirmativa y quieren un derecho donde la igualdad se ejerza con precisión quirúrgica aunque la orografía sea profundamente desigual y libertarios y reaccionarios de pura cepa que no les gusta que les sacudan el derecho de piso del que han disfrutado de largo. En este escenario, el neoliberalismo, como bien explican algunas autoras, encuentra en el “género” y el “feminismo” un nuevo lenguaje con el que renovar el proyecto: arranchar con las cortapisas, protecciones, barreras y frágiles arreglos institucionales (legales y políticos) que arman los grupos desfavorecidos contra la lógica liberada de la mercancía. Exigir protección, en este orden de cosas, no es mostrarse como desvalidas perpetuas, pobrecitas mujeres sin agencia, es reclamar el derecho, los derechos, que hacen que la vida de mujeres, al igual que la de trabajadores, niñas y niños, vecinos, desplazados y refugiados, etc. se abra camino con dignidad. Reinterpretar la demanda de protección normativa como una cosilla menor, personal y no política nos conduce a estas paradojas y extrañas complicidades. Por eso, quienes vuelven al argumento de que lo nuestro nubla lo importante desatienden una vez más las implicaciones de la tendencia contra-institucional dominante.

La justicia que anhelamos, al menos la que anhelamos algunas, no es la punitiva (aunque estemos contra la impunidad), es por encima de todo la que anula y deslegitima el ejercicio de las violencias y el modo en que se ancla con la desprotección económica, racial, sexual. Reconocer la existencia de víctimas no es lo mismo que alentar el victimismo. Demandar igualdad, porque la desigualdad es el caldo en el que se cuecen distintas formas de abuso y violencia, no es perseguir a cuatro galanes malinterpretados. Es aspirar a que la vida humana, también la de las mujeres, no sea carne de deshecho en medio del campo de batalla y deba ser protegida, amparada y cuidada… por ejemplo, con un sistema adecuado de atención y salud, con recursos que permitan la autonomía o con políticas que no denigren nuestra existencia, algo que el neoliberalismo nos recuerda insistentemente no procede en estos tiempos que corren. Como dijo la canción, “la vida no vale nada…” y la de algunas, menos que nada.

La tercera idea que me sugiere el debate es que hay que tener mala baba para establecer una conexión entre la lucha contra la violencia, y su supuesto espíritu ultra, y el dogmatismo y el puritanismo. Ahora resulta que todo es dominación, todo es violencia, todos los hombres son malos y todas las mujeres buenas. No sé qué movimientos, marchas, iniciativas, discursos o manifiestos consideran quienes sostienen y replican este tipo de cosas, pero como una imagen vale más que mil palabras, ahí está la de esta mujer que salió en nombre propio a la marcha del pasado 25 de noviembre por las calles de Quito para plantar en un océano de voces plurales encarnadas por mujeres y hombres de distintas edades y condiciones sus preguntas, sus impresiones, su historia y sus anhelos para ella y para las demás.

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Marcha contra la violencia machista, Quito, 25 de noviembre 2017. Foto de Julio César Guanche

Más que dogmatismos lo que yo veo son las inquietudes que están saliendo a la luz, plagadas de interrogantes y diálogos cruzados. Seamos justas y justos, tomemos estos movimientos y estos lemas en serio, tomémoslos por lo que valen, anuncian y suscitan.

La acusación de dogmatismo se refiere a que el feminismo planta un marco de dominación bipolar –varones dominantes y mujeres víctimas- y sí, claro, todo es más complejo y justamente por eso creo que este ciclo de luchas pone de relieve esas complejidades y las intersecciones y localizaciones donde la guerra contra las mujeres y las niñas y niños se hace más cruenta, donde los hombres ganan perdiendo, donde el despojo de cuerpos se ancla con despojo de territorios, donde se cobran más vidas, de formas particularmente virulenta y donde se instalan lógicas de guerra e impunidad cotidiana. El anclaje de la lucha contra la violencia y las luchas de la reproducción me parece revela no pocas complejidades, al menos por estas tierras.

No sé tanto de cómo va la cosa en Estados Unidos; si quienes se han sumado al #MeToo tienen un mapa muy simple de lo que está pasado, pero de lo poco que he escuchado tampoco me parece que digan que el mundo se divide en buenos y malos. Y… ¿de verdad se está destituyendo a tantos varones de sus privilegios?, ¿están perdiendo su puesto de trabajo tantos inocentes?, ¿están las mujeres cargadas de odio atacando a sus congéneres y ofreciendo visiones maniqueas? Y, por cierto, ¿qué estará ocurriendo en Francia, autoproclamado imperio de la sexualidad libre y autodeterminada? ¿De verás que se van a bajar las pelis de Roman Polansky de la filmoteca?, ¿Se está dinamitando a golpe de persecución la cultura masculina machista? No sé si viviré lo suficiente como para ver algo así: una auténtica “caza de brujas” en la que las brujas son esos artistas desafiantes e incorregibles que en realidad reproducen el machismo sesentayochesco.

Sí advertí hace años, cuando vivía en Estados Unidos, que existían posiciones que naturalizaban la violencia en los varones, como si por instinto tuvieran que ser contenidos con un bozal por las buenas mujeres y esto pudiera hacerse normando milimétricamente su comportamiento. Quizás eso, que no era mayoritario en el feminismo siga vigente o quizás se ha hecho muy fuerte. Quizás las date rape que se producían en los campus universitarios y la violencia autosuicida en las barriadas empobrecidas de muchas ciudades sean cosas del pasado y ahora estamos ante una batalla de privilegiadas versus privilegiados. Sinceramente desconozco (y no me parecen verosímiles) estas realidades de revanchismo normativista. Desde donde yo estoy, que es Ecuador, lo que se ve es normalización del machismo e impunidad de parte de las instituciones del Estado, de las universidades y de distintas instancias de la vida pública y privada ante las distintas formas de violencia. Se ve también que muchas mujeres y cada vez más hombres estamos contra esta situación y denunciamos la desigualdad, que es de género y también de clase, étnica y de edad. Yo sé que a mucha gente no le gusta el término patriarcado porque simplifica nuestra visión sobre las relaciones de poder. Podemos discutir sobre términos y análisis, pero me parece una simpleza deslegitimar rechazo a la violencia “menor” deslizando la sospecha de dogmatismo y rechazo a los hombres. Lo que rechazamos es la desigualdad entre mujeres y hombres (¿o ésta tampoco está clara?), entre distintas mujeres y distintos hombres en relación a estructuras sociales que más bien se inclinan a apuntalarla por distintos medios. Como digo, decir que hay perdedoras en este mundo cruel y acompañar esto con un movimiento poderoso no es hacer victimismo.

Con respecto al puritanismo, lo que me viene a la mente es una poderosa imagen que vi hace poco en Montevideo y es a un gran grupo de mujeres jovencísimas en una alerta a causa de un asesinato, la violación de unas niñas y otras tantas pérdidas. Se toman la calle en 48 horas cada vez que esto ocurre y son muchas, y muchas tienen entre 14 y 20 años. Me cuesta pensar en el puritanismo cuando veo estas escenas. Que pensáramos en las feministas victorianas de la primera ola como puritanas se comprende. Buenas hijas de su tiempo, pensaron que las mujeres, particularmente las de clase alta y las del imperio, prometían una restauración moral contra la degradación de una sociedad también muy desigual. Esto no sólo las dignificaba (a ellas frente a ellos y otras ellas), sino que les permitía legitimar su presencia en la vida pública. Casi al mismo tiempo otras muchas, socialistas y anarquistas de corazón, clamaron por una sexualidad libre y por una vida heterosexual y lésbica entre compañeros y compañeras, repleta seguro de seducciones. Tampoco entonces era puritanismo todo lo que relucía. Ahora, como digo, me cuesta ver a estas y otras jóvenes uruguayas como puritanas. Claramente quieren salir a la calle, disfrutar, follar y divertirse con quien les plazca y lo quieren hacer tranquilas y sin amenazas. ¿Será el feminismo puritano algo más bien de Hollywood?, ¿un fantasma de los relatos intelectuales franceses?

Cuando pienso en acabar con la cultura de la violación o la violación como cultura, la verdad, no estoy pensando en censurar El último tango en París, sino en la proliferación de relatos que desde múltiples lugares, también desde la cultura de masas, cortocircuiten la cultura del abuso y el acoso sexual

Finalmente, la cuarta idea tiene que ver con esto de la libertad y la Cultura (patriarcal europea y en mayúsculas). A mí, sinceramente, sí me gustaría que la cultura cambiara de verdad y eso no pasa por no hablar de la violencia, del acoso o de lo que sea en poemas, películas y obras teatrales. No seré yo la que lance un ataque feroz contra Antonioni u otros genios insignes mencionados en el manifiesto de las intelectuales francesas, pero tampoco seré yo la que los venere o los coloque en la vanguardia del libre pensamiento, retador, provocador, crítico incluso, generador de aperturas y reflexiones inusitadas en lo que a la emancipación sexual se refiere. Si como dicen las firmantes se está solicitando que se filmen escenas que subrayen el trauma de las mujeres y lo mucho que sufren, creo que eso tiene más que ver con el morbo y la carnaza que atrae la violencia sexual que con la influencia de este movimiento y sus lemas y su increíble poder para distorsionar el arte. Ojala los insignes maestros de la Cultura en Francia y en todo lado nos ayudaran a reflexionar en este sentido filmando y narrando críticamente la violencia para abrir tremendas discusiones sobre nuestra sexualidad, sobre el poder o sobre nuestras complicidades. Cuando esto ocurre algunas nos ponemos verdaderamente contentas. Si ha nacido una nueva sensibilidad antimachista que emanará desde Hollywood desplazando ya definitivamente a la cultura de la liberación sexual (¿a la francesa?) eso está por verse, pero efectivamente, y ahí coincido con algunas lecturas, lo que triunfa habitualmente no es la crítica de la violencia, sino una espectacularización de la misma en sus distintas versiones.

Cuando pienso, pensamos, en acabar con la cultura de la violación o la violación como cultura, la verdad, no estoy pensando en censurar El último tango en París, sino en la proliferación de relatos que desde múltiples lugares, también desde la cultura de masas, cortocircuiten la cultura del abuso y el acoso sexual proponiendo nuevas imágenes e imaginarios con lo que identificarnos, proyectarnos. Pienso en enunciados de combate que ayuden a las más jóvenes y a quienes no acuden a los templos del arte a responder, a pronunciar y a soñar con juegos de seducción en los que ser objeto y ser sujeto no estén asociados al género, a la heterosexualidad obligatoria y a la satisfacción autoreferencial de una de las partes. Esta otra cultura, que ya existe, y que convive con la crítica a la fetichización de la violencia y el porno feminista no me parece tenga mucho que ver con lo que dicen las del manifiesto.

Este material fue compartido con autorización de El Salto

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