28 de agosto de 2022
Es la persona más rica del planeta con 233.000 millones de euros, según Forbes, un tesoro equivalente al PIB de los 75 países más pobres del mundo. Hizo su fortuna cobrando fortunas a otros millonarios y no tan millonarios por joyas de Tiffanys, bolsos de diseño de Louis Vuitton o botellas de Dom Pérignon. Su nombre es Bernard Arnault y uno de sus viñedos en la Provenza recibió ese día de agosto una visita inesperada.
—¡Oh, Bernard Arnault, especie de tejón, venimos a vendimiar a tu mansión! —, cantaba una multitud de 300 personas que irrumpió en su finca sin invitación previa.
En aquellos terrenos, el gigante del lujo produce uno de los rosados más caros y exclusivos del mundo, el Chateau d’Esclans Garrus, con botellas que pueden costar hasta 600 euros.
Los visitantes repartieron 200 tijeras de podar ante la mirada atónita de los gendarmes, y cosecharon una tonelada y media de uva. Desplegaron en la carretera prensas artesanales y, con los pies descalzos, sacaron mil litros de zumo. Como si hubieran acabado con los privilegios y la tierra hubiera recuperado lo que le pertenece, al menos durante unas horas.
—Bernard, si supieras lo que hacemos. ¡Mosto! ¡Mosto! ¡Sin dudarlo! ¡Bebemos, bebemos por la revolución! —, cantaba la multitud.
Las cientos de botellas producidas por aquellos activistas de Les Soulèvements de la Terre (las sublevaciones de la tierra) no terminaron en restaurantes de lujo ni en tiendas de degustación: fueron repartidas entre decenas de colectivos de base. Esta y tantas otras acciones de desobediencia impulsadas por esta plataforma de colectivos campesinos, ecologistas y locales comenzaron a preocupar a la clase política francesa. Pero no podían calcular hasta dónde llegarían estos levantamientos de la tierra. El clímax llegó el 25 de marzo de 2023.
El 25 de marzo de 2023
La ocupación de los viñedos de Arnault fue una entre las cientos de acciones que impulsó Les Soulèvements de la Terre desde su nacimiento en enero de 2021. En casi todas ellas, consiguieron desbordar a las autoridades con nuevas estrategias y sorprendentes alianzas. Así lo hicieron en junio de 2021, cuando 400 personas “desarmaron” la principal plataforma de producción de hormigón del Gran París. Y también en diciembre de 2022, cuando más de 200 personas vestidas con monos blancos desarmaron una fábrica del gigante del hormigón Lafarge-Holcim en Marsella. Un año después, en diciembre de 2023, en solo cuatro días, decenas de colectivos descentralizados en todo el territorio francés llevaron a cabo más de 40 acciones contra esta empresa a la que acusan de atentar contra la tierra, el medioambiente y el clima.
Además del hormigón, otro de los grandes enemigos de Soulèvements de la Terre son las megabalsas, gigantescos cráteres donde se almacenan millones de litros de agua extraída de las capas freáticas para regar proyectos agroindustriales. El 25 de marzo de 2023, 30.000 personas y 50 tractores de la Confederación Campesina, el segundo sindicato agrícola de Francia, se reunían en Sainte-Soline, en el oeste del país. “Por cada balsa construida tres serán destruidas”, era la idea.
En una hora y media de carga policial, 5.000 proyectiles y granadas de gas lacrimógeno y fuego real cayeron sobre los manifestantes, pero Macron no alcanzó ninguno de sus objetivos
El Gobierno de Emmanuel Macron no lo iba a permitir. Había decidido acabar por todos los medios con los movimientos que “se apartan de las reglas de la República”. Esa decisión no rechazaba la violencia: ese día, en una hora y media de carga policial, 5.000 proyectiles y granadas de gas lacrimógeno y fuego real cayeron sobre los manifestantes, uno por segundo. Más de 200 manifestantes resultaron heridos, 40 gravemente mutilados y tres estuvieron a punto de morir. También intentaron acabar con ellos a través del aparato judicial: unos días después el Gobierno ilegalizó Les Soulèvements.
Pero Macron no alcanzó ninguno de sus objetivos. Ese 25 de marzo de 2023, los manifestantes consiguieron burlar a los gendarmes y desarmaron las instalaciones. Más de 3.000 personas rasgaron con cientos de cúteres los depósitos de agua, devolviéndola a la tierra, mientras integrantes de la Confederación Campesina desarmaban la bomba de extracción de la megabalsa.
Las movilizaciones de Les Soulèvements de la Terre, donde se coordinan colectivos campesinos, ecologistas, vecinales, autónomos y luchas locales, ya se han convertido en un ejemplo de organización
El Gobierno perdió también la batalla judicial: algunos meses después, el Consejo de Estado invalidó la disolución de la plataforma y Les Soulèvements volvieron a ser legales. Y también perdió la batalla de la opinión pública. Cuando poco después la plataforma se volcó a apoyar la lucha campesina, vecinal y ecologista contra la autopista A69 entre Toulouse y Castres, un proyecto que pretende destruir tierra cultivable, bosques y humedales “a cambio de nada”, decenas de miles de personas marcharon desde todos los rincones de Francia hacia esta región, montaron un gigantesco campamento, se encararon en los árboles que pretendían cortar y pusieron el cuerpo frente a las cargas de la policía, tal como se refleja en el documental de El Salto Les Soulèvements de la Terre contra el avance del asfalto, realizado por Mar Sala y Alex Méaude.
16 de octubre de 2012
Más allá del resultado de esta confrontación, que está todavía abierta, las movilizaciones de Les Soulèvements de la Terre, donde se coordinan colectivos campesinos, ecologistas, vecinales, autónomos y luchas locales, ya se han convertido en un ejemplo de organización, “de solidaridad en la diversidad más extrema”, tal como escribía Kristin Ross, una de sus integrantes, en el libro 40 voces por las sublevaciones de la Tierra (Virus, 2024).
Esta “solidaridad en la diversidad” era precisamente, continúa esta activista, una de las señas de identidad del movimiento que precedió e inspiró Les Soulèvements de la Terre: las luchas campesinas y ecologistas que consiguieron torcerle el brazo al Gobierno y detener la construcción del aeropuerto de Nantes. Operación César se llamó el intento del Gobierno francés de acabar con la resistencia de la Zona a Defender (ZAD) de Notre-Dame-des-Landes desplegando 1.600 gendarmes el 16 de octubre de 2012. Eligieron mal el nombre, porque 40.000 jóvenes con capuchas, campesinos, jubilados, albañiles, ecologistas y “frikis de todo tipo” como recoge este libro, consiguieron recuperar el espacio y construir un pueblo sobre el barro, que aún hoy permanece como ejemplo de resistencia y desobediencia. En la ZAD de Nantes, en vez de un aeropuerto más, sigue resistiendo una aldea ocupada.
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