La ruptura del contrato social en España

Nacho Mato

España. Una de las imágenes más difundidas durante este agosto en España es, sin duda, la de un grupo de sindicalistas del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT)1 saliendo por la puerta de un supermercado con varios carritos cargados de alimentos básicos, de primera necesidad, sin haberlos pagado y con la intención de donarlos a algunas de las numerosas familias que viven actualmente en España sin poder garantizar su mínimo vital de subsistencia.

El objetivo último de esta acción que tanto ha trascendido, incluso internacionalmente (cosa que molesta muchísimo al establishment español, tan celoso siempre de la imagen exterior de la -por ellos- cacareada «marca España«), no era otro que llamar la atención pública sobre la trágica situación de miles de familias de este país, ninguneadas sistemáticamente por unos telediarios y medios empeñados, día sí y día también, en hablar hasta el hartazgo y la vomitona de la volátil «prima de riesgo», de los plomizos indicadores bursátiles y de la inhumana agenda del Banco Central Europeo (BCE). El objetivo era, según los promotores de la acción, esencialmente simbólico: romper la invisibilización de la miseria y el sufrimiento, y poner rostro humano a la «crisis»2. Si tenemos en cuenta esta intención, y al margen y a la espera de las -sin duda- «ejemplarizantes» condenas por llegar, la acción debe ser calificada como un rotundo éxito.

El revuelo que la iniciativa ha suscitado en los medios de formación de masas españoles es enorme. Este fin de semana, programas de televisión de máxima audiencia han invitado a algunos de los autores y han debatido profusamente sobre el particular. Incluso ha llamado la atención ver a alguno de los dirigentes del SAT sentado a la mesa de uno de los programas más señeros de la ultraderechista cadena Intereconomía.

Pero el tema ha estado también en la calle y en las redes sociales. Mucha gente se ha sentido llamada a analizar el caso, y, al margen de la polémica sobre la política empresarial de la cadena de supermercados (denunciada por acoso laboral sistemático) y de su propietario (que acusa a los trabajadores españoles de poco productivos), los términos del debate se sitúan, básicamente, entre los que han aprobado la acción por considerarla la última de las opciones a la que mucha gente desahuciada y en paro se puede ver abocada, y los defensores de la propiedad y las leyes, que la han condenado.

Todos hemos hablado sobre el asunto, en uno u otro foro, pero lo realmente llamativo ha sido la violencia con la que numerosos periodistas y tertulianos de la industria del espectáculo han emprendido un intento de linchamiento mediático de los activistas sindicales. El intento -y digo intento porque, de momento, éstos han sabido dar la cara y salir airosos- resulta cuando menos significativo del conservadurismo y el miedo en el que vive buena parte de la sociedad española a la que, cabe imaginar, apelaban los «argumentos condenatorios» inoculados por los creadores de opinión del régimen.

En el curso de este demagógico linchamiento se han escuchado algunas de las perlas más brillantes de los fondos abisales de la miseria moral española de los últimos años, como por ejemplo los ataques y preguntas dirigidas a conocer el patrimonio y los sueldos de estos muy humildes sindicalistas, que son también alcaldes (por cierto, muy modestos, pues son de los pocos que renuncian a sus sueldos políticos y que equiparan sus ingresos con los sueldos medios). En suma, este debate ha contribuido significativamente a poner de manifiesto dos cosas: la crisis moral y de conciencia que sin duda vive este país (y, quizá con más o menos profundidad y apremio, el mundo entero), y la lucha de clases que la «gestión de la crisis-estafa» ha agudizado.

Podríamos detenernos en muchas de las ponzoñosas críticas vertidas, pero centrémonos en dos, a saber: de una parte, la presunta violencia que durante el «asalto» fue ejercida contra una «abnegada y desvalida cajera», cuyo comportamiento fue ejemplar. Y de otra, el debido respeto a la legalidad, a las «reglas del juego democrático», argumento éste con mucha solera ya en el imaginario mediático español de la «transición».

Está claro que siempre que el censor intenta condenar plebeyos, conviene también que proponga explícitamente héroes al populacho, para que éste, en su “cortedad”, sepa bien cuál es el comportamiento socialmente correcto al que debe atenerse. Y esto, ni más ni menos, es lo que se ha hecho con la cajera. Se ha propuesto una heroica víctima para que la opinión pública, inconscientemente, se identifique con ella y, consecuentemente, condene la infame violencia del «salvaje asalto» de esos «bárbaros incivilizados». De unos crueles obreros cuya violencia contrasta notablemente con la delicadeza con la que en los últimos años se viene empleando el Estado por medio de sus fuerzas y cuerpos de seguridad contra todo el que sangre al ser acuchillado: Plaza de Catalunya, Sol, Valencia, Ciñera, Gijón, Bilbao. Todos ellos son hitos de la democracia española actual, templos del diálogo y la amabilidad de unos «funcionarios» muy profesionales y moderados en el uso de la fuerza.

Por hablar claro, resulta infame que todos esos que han callado como momias cuando la policía española apaleaba impune y salvajemente a ciudadanos indefensos y pacíficos, cuando se abrían cabezas y se reventaban ojos con todo el amparo moral de la ley, vengan ahora a rasgarse las vestiduras porque un altruista sindicalista desplazó levemente con su brazo a una cajera fuera de sí y que quizá no supo qué hacer; por no hablar de la imponderable violencia sistemática e institucional que día a día se ejerce contra un pueblo esclavo de la banca y sus burócratas, de sus ejecutores y ejecutantes ejecutivos.

Pero el otro asunto destacado es sin duda de mucho mayor calado político que esta hipócrita y sensiblera patraña. Lo ilustraba bien uno de los envenenados tertulianos de Intereconomía cuando, en el frustrado «programa emboscada» que le habían tendido a Diego Cañamero (portavoz del SAT y participante en la acción), y al tiempo que le reclamaba respeto por la legalidad vigente, afirmaba que: “Hay que luchar, hay que cambiar ciertas cosas. Se está rompiendo todo el sistema. El contrato social está roto«.3

Más allá de la incoherencia del periodista, que es capaz a un tiempo de afirmar que el contrato social está roto y que hay que respetar las leyes, la cuestión nos remite a un tema básico en la España de hoy, y quizá en todo Estado que sea gobernado más en favor de los mercados especulativos que de la gente: ¿Debe el pueblo explotado y oprimido respetar las leyes que los agentes de la explotación no sólo disponen, sino también incumplen? ¿O por el contrario, la desobediencia de esas leyes deviene no sólo obligación moral, sino es la única opción de subsistencia al fin?

No resulta menos bochornosa e insultante la apelación al cumplimiento de la ley que la descalificación antedicha sobre el asunto de la cajera. En un Estado donde no se garantizan los derechos humanos ni constitucionales más elementales: el derecho a un trabajo y una vivienda dignos, la atención sanitaria de calidad, una educación básica gratuita, etcétera; en un Estado donde la sacrosanta Constitución, la ley suprema, intocable para todos hasta hace nada, fue modificada con nocturnidad y alevosía hace un año con el objetivo de establecer el cumplimiento de los acuerdos de déficit como una prioridad, o lo que es lo mismo, fue modificada para introducir una enmienda dictada por los especuladores; en un Estado donde los políticos corruptos y los banqueros que falsean sus cuentas y estafan a los ciudadanos campan a sus anchas por sus campos de golf con indemnizaciones multimillonarias (el listado sería extenso); en un Estado donde te pueden sancionar con 500 euros de multa por buscar alimentos en la basura, o donde los contenedores de ésta son cerrados con candado; en un Estado así, apelar al cumplimiento de las leyes es poco menos que pedir decencia católica y abstinencia sexual en un prostíbulo.

Las contradicciones del capitalismo se agudizan y la lucha de clases se escenifica cada vez con mayor nitidez en España y en el mundo. Ayer, en una gasolinera, el empleado me advertía sobre lo que se nos venía encima a partir del 1 de septiembre, cuando el IVA (impuesto general sobre el consumo) subirá tres puntos, hasta llegar al 21 por ciento, encareciendo aún más todos los productos, también los más básicos. Ello hará que, de cada cinco euros que aquí se gaste alguien, uno irá directamente al Estado, esto es, a la burocracia al servicio del BCE, o sea, a un agente de la banca franco-alemana.

Mientras eso me recordaba el currante, yo pensaba para mis adentros en el muy caliente septiembre que se avecina, con el punto de mira señalando especialmente al día 25, cuando una convocatoria histórica de multitud de organizaciones sociales y políticas intentará bloquear el Congreso de los Diputados para forzar la apertura de un proceso constituyente. Y es que los tiempos están cambiando, como decía el mítico Dylan.

1  Sindicato Andaluz de Trabajadores es en la actualidad el sindicato más perseguido de Europa, o sea, el más combativo. Son ya 350 las personas procesadas en estos últimos años, condenadas a penas de más de 60 años de cárcel en su conjunto y a 400 mil euros de multas. Todo ello practicando siempre una activa desobediencia civil y sin haber incurrido nunca en alguna acción violenta. http://www.andaluciacomunista.org/comunicados/13-general-comunicados/54-solidaridad

2  Los datos aportados por estos sindicalistas sobre Andalucía resultan espeluznantes: un 2 por ciento de los propietarios posee el 50 por ciento de la tierra cultivable (y percibe en subvenciones más de mil millones de euros), 500 mil jornaleros en paro, 34 por ciento de paro y 55 por ciento de paro juvenil, 300 mil inmigrantes sin papeles ni asistencia sanitaria, 40 por ciento de las familias en las ciudades bajo el umbral de la pobreza, etcétera.
Publicado el 20 de agosto 2012
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