La Escuelita Zapatista y algunos espejos

Diana Itzu Gutiérrez Luna Foto: Santiago Navarro F.

El humanismo revolucionario del Zapatismo

Acompañaron el rumbo hacia la zona selva fronteriza sensaciones profundas al mirar la tremenda organización por parte de las bases de apoyo zapatistas. Como diría John Berger, el estremecimiento de sentir “esperanza entre los dientes” no se pudo contener. Bastó sentirse afortunado por la experiencia, pero fue indudablemente más que eso: estaba por constatar el tan nombrado mundo donde quepan muchos mundos, desde un acontecimiento trascendental.

Entrada la media noche, nos recibieron cientos de bases de apoyo y representantes de la Junta de Buen Gobierno del Caracol I, La Realidad. Seis horas después conocimos a nuestra “Guardián/Votán” para conjuntamente adentrarnos al municipio autónomo designado y de ahí, cada uno penetrar al terruño familiar.

No fue la primera vez que llegué a zona “liberada del mal gobierno”, pero sí la primera vez que constaté tal conmoción. Fue como si acabase de ocurrir una revolución y vinieran las miradas cómplices, los cuerpos descansados y la posición firme, cual si ahora se tratase de caminar conjuntamente para cumplir un designio infinitamente importante. Así lo fue.

Todo se resumió en miles de miradas alegres, advirtiendo que la primera, la segunda y la tercera generación zapatistas estaban presentes, en cuerpos firmes e íntegros, y tonalidades lingüísticas jubilosas acompañadas por ritmos y sinfonías de algarabía. Conmovió hasta las entrañas confirmar que estos últimos son los hijos de los hijos de quienes se levantaron en armas en 1994, o de quienes decidieron sumarse al proceso después de la insurrección.

Dicho momento dio cuenta de una realidad social distinta. Mientras en la mayoría de los pueblos indígenas del país se incrementó (sobre todo en los últimos 20 años) la alta emigración de jóvenes y los índices de mortalidad infantil permanecieron altos, en poblados zapatistas es distinto. Ya Pablo González Casanova compartió, producto de una investigación realizada en 1984 en algunas regiones de Chiapas, que el 80 por ciento de los niños sufría desnutrición y el 60 por ciento padecía diarrea, neumonía, deshidratación y parásitos, siendo muy bajas las probabilidades de vida. Diez años después, él mismo creyó que se encontraría con una hambruna descomunal, o un índice de natalidad bajo, pero no fue así, se encontró con humildes clínicas de salud, escuelas, promotores zapatistas y organización social de base. Esta vez, las alumnas de la Escuelita constatamos esa realidad inédita, pero sobre todo se dio la oportunidad histórica de compartir directamente con los protagonistas de tal acontecimiento: ellos y ellas, los maestros artesanos de esa sociedad naciente.

Le he llamado Espejos a la percepción que hoy sigue cosida al pecho, a la cual me resisto a llamar “experiencia”. Tomo sólo tres de ellos para compartir lo que puede ser un testimonial sobre el aprender y desaprender. Decidí políticamente designar éstos, para que esas sensaciones de posibilidad, dignidad y fuerza sean presente, y no un recuerdo nostálgico expresado en terruño, fogón, colectivo, tiempo, río, cosecha, vida, alimento sano, respeto.

Espejo 1.

Un hombre me recibió sentado y, mirando sostenidamente mis movimientos, acercó su mano y una sonrisa, regresó las manos sobre las rodillas mientras delicadamente se postró sobre un banquillo de madera. Las copiosas arrugas, su rostro y mirada tranquila se dejaron asomar entre la poca luminosidad del fogón encendido que sostenía el comal y las tortillas infladas. Pero su mirad era una mezcla rara, entre desconfianza y curiosidad.  No habló esa noche, y pensé en lo difícil que sería poder comunicarme con él, con ellos; la situación advirtió que ninguno habla castellano.

Al día siguiente, no fue el canto del gallo quien me anunció el amanecer, sino la voz de ese hombre en lengua maya tojolabal, mientras despertaba al muchacho de 16 años.

Fue hasta regresar de la milpa -antes del medio día- que junto con Ella, mi Votán y la niña me soltó cuatro preguntas, mientras se mecía en la hamaca; las dos primeras apresuradas, las siguientes pausadamente: ¿Qué sabe compañera de lo que pasa en Palestina? ¿Sabe algo de Grecia? ¿Sabe del presidente que murió? (evidentemente se refería al fallecimiento del presidente Hugo Chávez) ¿Y ése que es indígena, cómo va con el pueblo? (ni más ni menos que pensé en Evo, y que quizás ya había escuchado algo del conflicto con el TIPNIS). Quedé pasmada y tragué saliva mientras intentaba imaginar el proceso de conocimiento sobre la situación planetaria.

Espejo 2.

Una pequeña me recibió aquella noche con ojos de asombro detrás de su hermanita de nueve años; parecía asustada. A la mañana siguiente cuando me desperté me estaba mirando, y le pregunté ¿cómo te llamas? Respondió apresuradamente: “Micaela”. Cuando le pregunte ¿cuántos años tienes?, con sus manos me dijo “diez”, y sus tres hermanitos que advertían más edad echaron una carcajada. Ella, la madre, tímidamente me dijo, “tres o cinco”;  era sólo un cálculo.

Micaela fue nuestra traductora (tojolabal/castellano). Y pacientemente me hizo repetir una y otra vez las palabras, hasta que soltaba una carcajada tremenda por mi torpe pronunciación. El primer día nos acompañó a la milpa; decidió no ir a la escuela para caminar las cuatro horas, dos de ida y dos de vuelta.

Al día siguiente, mientras desayunaba un plato de frijoles y tortillas, arrancó una tremenda flor y me la entregó, se sentó y me pidió que le cantara una canción. Tontamente y según para impresionarla le cante una “para niños”. Cuando terminé ella me miró sin decir nada, a los pocos segundos miró a su padre y éste le sonrió con un movimiento de cabeza. Ella tomó aire y se soltó a cantar una ranchera, mientras los diez integrantes de la familia reían y reían. Ella concluyó sacudiéndose de la risa mientras abrazaba su cintura con ambas manos. Quedé sorprendida por la seguridad y soltura con la que compartía.

Espejo 3.

Ella tiene más o menos mi edad. Me llamaba tiernamente “compañera”, y sonreía cada vez que le decía “qué rica comida”. Mientras me sumaba al trabajo de moler el maíz me preguntaba ¿Dónde vives? ¿Cómo es vivir en la ciudad? ¿Qué comen? Ahí fue mi tercer shock, cuando le dije que la tortilla ya no es de maíz, ni mucho menos se hace a mano, que muchas veces nos da miedo hasta lo que comemos. Ambas nos dimos cuenta de que lo que comíamos ahí era “alimento sano” y lo que venía comiendo (al menos en los últimos 15 años después de que dejé el pueblo de Zacatlán) eran “producto procesado”.

Después me preguntó que si tengo hijos. ¿Era una pregunta existencial? Le dije que estaba “re cabrón”, que la ciudad no es un ambiente digno, que es violenta y todo se hace difícil sin casa, mucho menos sin tierra. Sentí que ella sintió un poco de pena, reservada y lentamente dijo: “aquí no necesitamos dinero para vivir, tenemos tierra y trabajo, y poco a poco con  organización tenemos ganado y una tienda cooperativa de mujeres”. El silencio vino y con él la sensación del Espejo irrumpió. Ella no se reflejaba en la vida de ciudad, y yo alcancé a ver la vida digna zapatista, anhelo de muchos de quienes vivimos en el molino satánico del capitalismo.

Fue así que decidí traer esos y más Espejos, porque son esclarecedores cada que los tomo y camino en mis geografías. No recuerdo en que escrito, pero el Sub Marcos en algún momento describió qué es un espejo, y eso sentí. Un Espejo puede ser para mirar lo que queremos y soñamos, o para ver nuestros errores, es decir, lo que no queremos y podemos corregir. Advirtiendo que también lo que una mira puede ser cotidiano o frustrante si una no cambia nada, pueden ser farsa o comedia si el material de que esté hecho olvida la dignidad, la justicia y sobre todo la libertad. Los  espejos de los que hablo son esos de riachuelo, de tierra mojada, de viento que sacude, de tiempo cristalizado, es decir, espejos de la dignidad humana.

También fueron aleccionadores otros Espejos, como generadores de transformación socio-territorial.

Espejos y Territorio.

El territorio zapatista es Espejo de lucha por la memoria, de posibilidad de transformación social aleccionador. Es un territorio libre, en el sentido de convivencia con el entorno, no sólo con el hombre como ente social, sino con la madre tierra. En ningún momento sentí violencia, coerción o sumisión en dicha relación hombre-mujer/entorno, lo que reflejaba una transformación profunda desde las estructuras mentales, los imaginarios y la acción concreta.

Espejos y Trabajo.

No percibí que el trabajo familiar sea una pesadez u obligación. Tampoco percibí que el trabajo colectivo sea forzado, sino más bien una responsabilidad voluntaria; o que las funciones designadas en la organización comunitaria sean un factor que reprime el tiempo del día de la compañera -sumado a que no hay valorización económica de dicho trabajo. Es el entramado comunitario el que da sustento, es decir, no hay racionalización económica. Por primera vez entendí y constaté un fundamento del marxismo/guevarismo: El hombre será socialmente libre cuando trabaje por libertad y no por necesidad o simple obediencia a la condición social.

Espejos y Tiempo.

Sabemos bien que la temporalidad de la territorialidad rural es muy otra, pero más aún la zapatista. Percibí que el ritmo del aprendizaje es cotidiano y colectivo. Basta una mirada o una palabra para acordar la responsabilidad y el paso junto con el otro, no en imponerlo para el otro.

Aprendí que crecer como un nosotros es estar al tanto de mirar y escuchar el dolor ajeno, para mirarse el corazón en colectivo y encontrarse en él. Ser familia, comunidad, organización, cooperativa, es contenerse y caminar, pero también sentirse libre mientras transforman la condición social de desprecio en una condición de dignidad.

Espejos y memoria.

Éstos los fabrican los maestros artesanos: los pueblos indígenas. Qué más que aquel posicionamiento compartido en el pronunciamiento de clausura de la Cátedra Tata Juan Chávez, que cerró dicha etapa de la “Escuelita”.

Nos reconocemos en el camino de nuestra historia y nuestros antepasados que son presente, futuro y espejo de la autonomía ejercida en los hechos, como única vía del porvenir de nuestra existencia y que se vuelve nuestra vida comunitaria, asambleas, prácticas espirituales, culturales, autodefensa y seguridad, proyectos educativos y de comunicación propias, reivindicaciones culturales y territoriales en las ciudades por los pueblos desplazados o invadidos con una memoria histórica viva.

Somos los indios que somos, decididos a reconstituirnos en otro mundo posible. Ese espejo profundo, antiguo y nuevo son las luchas que somos y por las que nos pronunciamos con un solo corazón y una sola palabra.

¿Que si hay esperanza para todos? Claro que la hay, pero se encuentra frágil para las mayorías, de ahí que hay que recuperar la memoria, la resistencia y persistencia de quienes de manera recurrente irrumpen en el sentido del Viejo Topo.

Con la Escuelita fue convincente darnos cuenta del proceso de deshumanización de la sociedad capitalista, su aparato ideológico en la educación desde arriba y todos aquellos procesos de destrucción del conocimiento que descalifican la abundante experiencia histórica de los pueblos. En comunidades con familias zapatistas, los hombres y mujeres comunes son quienes construyen comunalismo para  liberarse a sí mismos como pueblos, construyen saberes y prácticas sociales que pueden ser aleccionadoras para ver la posibilidad de una sociedad justa, libre, democrática y digna en cualquier rincón del mundo.

Aprendimos que la única forma de liberarse no sólo de aquella educación de arriba, sino del sistema mundo capitalista, sólo será posible si nos permitimos compartir saberes, vivencias, experiencias, miedos, anhelos y utopías, para organizarnos como grupo, comuna, red, clase oprimida, dentro de un mismo proyecto político que de potencia al entorno humano, al hombre y la mujer como creadores de modos de vida dignos: anticapitalista, antipatriarcal y anticolonial.

 Publicado el 4 de noviembre de 2013

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