Imagen: Renato Costa
El desamparo subjetivo se verifica en las clases más humildes, donde los empobrecidos de la tierra no tienen dónde caerse muertos, pero tampoco dónde caerse vivos. La cultura represora lo sabe. Por eso empieza desde lo más temprano posible.
Hace unos días vi un video de una conferencia de Enrique Dusel y Ramón Grosfoguel. En especial este último hizo mucho hincapié en la importancia de la subjetividad y en que consideraba que el tema no había sido desarrollado suficientemente por la izquierda. Crítica que comparto, pero en la cual no me siento totalmente incluido.
En mis libros editados por la Agencia de Noticias Pelota de Trapo y en otros espacios, he tratado de señalar reiteradamente que la dimensión “macro” no tiene correspondencia directa con la dimensión “micro”. Freud en uno de sus textos escribió que “Cayo es un mísero plebeyo romano, agobiado por los impuestos, pero que se siente partícipe de la gloria de Roma”.
En otras palabras: Cayo es un mísero, pero es romano. Siente la gloria de ser la cola del león, aunque en realidad apenas es la cabeza del ratón. Lenin, del cual no leí toda su obra, pero algo transité, advertía sobre el retraso del factor subjetivo. Me permito advertir sobre el adelanto del factor subjetivo. La comadreja de los llanos, como en lejanos tiempos Pino Solanas bautizó a Menem, formateó la subjetividad con el delirio denominado “convertibilidad”, que nos permitió, al igual que Cayo, sentirnos partícipes de las glorias del Primer Mundo.
Las infancias son los territorios en los cuales se cultiva y se cosecha la subjetividad. Es la modelación del ser que deviene en diferentes formas de existencia. De la familia patriarcal, la escolaridad primaria, las catequesis religiosas y laicas, en su momento el servicio militar obligatorio, los rituales de iniciación, incluso sexuales, saturados de sadismo, la letra empieza a entrar con sangre. No es una transfusión, es una crucifixión.
Los castigos físicos que ahora han sido nuevamente permitidos, los castigos psíquicos que nunca fueron suprimidos, hacen de muchas infancias, demasiadas, el anticipo del infierno en la tierra. La versión corregida y aumentada de este desamparo subjetivo se verifica en las clases mas humildes, donde los empobrecidos de la tierra no tienen donde caerse muertos, pero tampoco donde caerse vivos. La cultura represora lo sabe. Por eso empieza desde lo más temprano posible.
En épocas recientes, y en muchos lugares donde dios nunca atiende, pero tiene delegados que abren transitorias oficinas, desde el parto comienza la estrategia de la mortificación.
Un psicoanalista al que siempre respeté, al cual muchos alababan, pero pocos seguían en sus ideas, Arnaldo Rascovsky, acuñó el concepto de filicidio. La matanza sistemática de niños y niñas. La cultura represora como un Cronos permanente que se come a sus hijos.
En el ejército, la infantería eran niños que cumplían la misión de ser “carne de cañón”. O esa infantería, muchas veces en la calle, o durmiendo en el recoveco de algún edificio, o limosneando en el subte, son la carne de los cañones de un capitalismo con rostro humano, aunque el rostro sea monstruoso.
Hay tres pilares en los cuales la construcción de la subjetividad se organiza: la necesidad, el deseo y el derecho. Necesidad que es la expresión de nuestra herencia filogenética. La necesidad se satisface en una matriz vincular. A esa matriz vincular el psicoanálisis la denomina “pecho”, tempranísima relación entre el bebé y la función materna.
Esta función de amparo la puede ejercer una mujer, un hombre, y no admite distinción de género. La necesidad de alimento, de afecto, de temperatura adecuada, de amparo debe ser satisfecha a plenitud. Es el o la bebé la que marca los tiempos de satisfacción y reposo. Las necesidades básicas insatisfechas son la primera marca del hierro candente de la cultura de la carencia. Cuando las necesidades básicas no se satisfacen la dimensión del deseo estará ausente. Porque el deseo en sus inicios es la cualidad placentera que germina cuando las necesidades son satisfechas. Segunda marca de la cultura represora, heraldo siniestro de la carencia programada. Niñas y niños sin deseo. Futuros autómatas que solo seguirán los mandatos que vienen de afuera porque carecen de los deseos que vienen de adentro.
Es esta matriz de necesidades básicas nunca satisfechas, de deseos nunca construidos, la que habilita a reclutar a los soldaditos del narco. Y de los sicarios. Y de los muertos vivos que matan porque no tienen marca de vida. Sin necesidades satisfechas, sin deseos construidos, los derechos de niñas y niños son apenas una declaración abstracta. Hipócrita. Redactada por los “Cayos” de la actualidad.
Pero las infancias pueden tener destinos diferentes en la construcción de las subjetividades. Y para ese desafío, estamos convocados y convocadas. Intentaré desarrollarlo en la segunda parte de este texto.
Publicado originalmente en Pelota de Trapo