Erick Rojas: nawan, tejedor y curandero

Anabella Antonelli y Juan Pablo Pantano

En el noroeste cordobés, tierra azotada por incendios, falta de agua y avance inmobiliario, existen abundantes formas de vida tejidas con la fuerza y el espíritu de los pueblos indígenas. La comunidad hén La Unión comparte su cosmovivencia en la sierra de Pocho, hogar de tejenderos, curanderos y comuneras.

Cruzamos Cura Brochero con dirección al norte. Sobre la ruta 15, un cartel apunta al poniente indicando “Villa de Pocho”, sus volcanes y el cordón montañoso del oeste provincial. Andando algunos kilómetros por camino de tierra, después de una curva y cerca de la escuela, entramos a la casa de Erick. Un poco más allá, se ven algunas de las viviendas de las 50 familias de la comunidad, formada por tres grandes linajes: los Rojas, los Oviedo y los Gauna, y otros seis apellidos de familias indígenas que llegaron de distintos lados.

Erick nos recibe y nos invita a pasar. El mate está preparado sobre la mesa. “Mi nombre es muy largo, Erick Rojas nomás digamos y, acá, se llama Pachango, también se le dice Santa Teresita. Yo soy el nawan de la comunidad y para afuera ocupo dos roles, porque soy tejedor e hilandero, y también soy curandero. Vengo de los chelcos y de los sapos”.

El nawan representa a la comunidad, su pensamiento, su hacer y su consenso, y a las personas más pequeñas les enseña las costumbres y las creencias de su pueblo. “Es de mucha responsabilidad, porque, para adentro, hay ciertas cosas que están bien y, para afuera, no, o al revés -reflexiona-. Cuando empezó a llegar mucha gente acá, al valle, nosotros entramos en conflicto en nuestra cabeza sobre si nuestra tradición está bien o no, por lo que nos dicen los de afuera”.

Ser nawan, nos explica, es como nacer con un don, “los demás te van viendo; si uno tiene ese don, llega ahí, si no, no. También es muy probable que uno sea si viene de una familia en donde ha habido un nawan y si la gente te eligió. A mí me eligieron, si hubiera sido por mí, yo no hubiera sido nawan, yo hubiera preferido que sea otro”.

En su rol, Erick es responsable del contacto con el afuera, de gestionar lo que se necesita en el territorio, de hacer proyectos para fortalecer la comunidad, de visitar a los comuneros y comuneras para saber cómo están, de soportar aprietes de políticos que entienden el peso de su palabra en su pueblo. “El problema es que yo también tengo animales y tengo que cuidarlos, pero así es mi vida”, dice sin quejarse.

La relación con el Estado es tensa. Además de cercar su territorio y controlar el uso del agua, afectando la cría de animales y sus cultivos, intervienen fuertemente en la salud, en la educación y en las costumbres de la comunidad. El avance sobre su pueblo se profundiza cada vez más y, para defenderlo, impulsan proyectos que reconecten, una y otra vez, a las personas con la tierra, “porque si nosotros no fortalecemos esa conexión con la tierra y las costumbres, es como tener piel sin tener corazón y, entonces, lo otro que se puede hacer no sirve de nada”, explica.

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“La leyenda dice que, hace mucho tiempo, hubo una inundación, que subió mucho el agua y que se llenó toda la pampa, y que el último pedazo que quedó así es la laguna de Pocho, donde vive una Madre del Agua. Entonces, en tiempo de seca, le iban a pedir ahí, en la Laguna de Pocho, que ahora no se puede entrar más porque es privada”, nos cuenta. En ese momento, los “Hombres Hormiga” se apiadaron de la humanidad y la llevaron bajo tierra hasta que el agua bajó. “Nosotros lo teníamos como un cuento de la gente de antes, pero parece que es verdad. Esos árboles que están allá, después de los incendios, no estaban quemados, estaban como muertos por el agua, porque decían que los había tapado el agua en esa inundación y los había matado. Entonces, nosotros no creíamos y el tiempo les va dando la razón a la gente más grande”.

Caminamos por el territorio y nos muestra la plantación de maíz, zapallo y girasol. Desde ahí, sobre un terreno de cuarzo que antes explotó una cantera, se ven todas las sierras que rodean a la comunidad. Erick señala límites y vecindades: “Todo lo que se ve monte es territorio de la comunidad. Ese es el Cerro Blanco, cerro sagrado”. Agarra una ramita y dibuja en la tierra un mapa: “Nuestra tierra comunal es así, acá está la sierra. La familias hemos ido tomando pedacitos acá para que los gringos no nos alambraran, entonces todos estamos ubicados haciendo una línea. Para adentro echamos a los animales y ya no hay casi nadie de la comunidad, es territorio nuestro y está abierto, cada familia tiene algo, pero lo que tenemos abierto es un montón. Nosotros no queremos que el Estado nos saque, es territorio sagrado y hay agua”.

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El territorio no se agota en el plano material. Erick traza una continuidad con el mundo del espíritu. Nos cuenta que, aunque el Estado quiera invisibilizar sus formas de vida, los municipios los convocan los primero de agosto, “cuando necesitan de los indios”, dice. Pero la comunidad no cree en la pachamama ni en la pacha como espíritu ni hacen la corpachada. “Nosotros creemos en una madre que está ahí fuera. Sí hacemos una celebración para esa mamá, pero en marzo y abril, porque creemos que ahí empieza el tiempo en que esa madre te puede llevar, entonces es ahí cuando le damos de comer, antes que ella nos trague”.

La Madre del Agua y la Virgen del Carmen, que es la Madre del Maíz, son dos seres importantes para su pueblo. “Cuando se termina una cosecha y justo coincide con las patronales de la Virgen del Carmen, le agradecemos como la Madre del Maíz. La Madre del Agua es para cuando está Santa Rosa, pero son diferentes. También creemos que está el dueño de los animales, el padre y la madre, porque no es ni macho ni hembra, depende cómo aparece. Si aparece la madre, sabe ser bueno, en cambio, si aparece el padre, no, no es muy bueno, y hay veces que es al revés (…) Lo mismo que en los árboles, que son importantes para nosotros, casi siempre es la madre. Parece que, antes, la Madre del Algarrobo era una mujer y nos salvó como humanidad una vuelta, por eso nosotros creemos mucho en el algarrobo, porque como que tiene la leche de esa madre que nos salvó”.

La Unión es una comunidad con parte comechingona y parte de los diaguitas. “Hay una palabra, que es ‘hén’, que para nosotros quiere decir ‘gente’ y nosotros somos ‘héniá’: ‘La gente que va y viene entre los valles’. Pero, en este tiempo, somos kamiare: ‘Gente que vive en las sierras’, porque, en estos últimos 100 años, vivimos acá, pero, si no, tenemos que ir y venir. Pero kamiare, bien kamiare, son la gente de la sierra que están del otro lado, en la Pampa de Achala o ahí en las sierras. En cambio, nosotros somos héniá o hén nomás. También nos emparentamos mucho con la gente del bajo, que son diaguitas, entonces, como comunidad, tenemos palabras del pueblo bien comechingonas y también del pueblo diaguita. Siempre ha sido así nuestra historia, entre ir y venir”.

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Erick teje en un enorme telar, al reparo de la casa de su madre, en frente de la suya. En el artefacto de madera, reposa un poncho sin terminar. Mientras hablamos, se entrega al tejido. Todo su cuerpo se dispone con fuerza y destreza para seguir con esa pieza que tiene una franja color sandía, resultado de la alquimia entre yuyos y secretos. Al telar lo construyó con su mamá, pero ella no lo usa, es una de las pocas que sigue tejiendo a siete agujas.

“El tejido ha sido siempre parte de la comunidad, mucho más que otras cosas, siempre ha habido mucha gente acá hilandera y tejendera. Mi bisabuela, que se llamaba Magdalena Rojas, hacía tejido y casi todas hilaban, pero solamente las mejores tejían. Había bastantes hombres también que tejían y eran mucho más queridos los tejidos de los hombres que de las mujeres, porque el telar es sumamente pesado y termina haciendo mal a la espalda, la rodilla y a los hombros, entonces las mujeres hacían mucho más colchas y los hombres hacían el poncho, que es más duro. Tranquilamente lo puede hacer una mujer, pero es más pesado y más cuando uno lo está haciendo todos los días”.


Aprendió a hilar siendo muy pequeño y, ya de grande, cuando tenía que decidir de qué iba a trabajar, eligió el tejido. “La opción de acá es ir y hacerse albañil en el pueblo, pero yo veía el ejemplo de mis tíos a la par de mi papá. Mi papá tiene 50 años y no tiene ni una sola cana, en cambio, mis tíos están destruidos porque se fueron al pueblo. Entonces, dije: ‘Voy a ser tejedor y voy a luchar desde el tejido porque es algo que me han heredado mis antepasados, entonces yo voy a seguir hilando y tejiendo, para demostrarme a mí también y a mis hermanos de la comunidad que se puede vivir de lo que uno produce, porque, si no, vamos camino de que cada vez perdamos todo’”.


Erick tenía una herida muy grande y un enojo: “Mi papá me pasó ese orgullo, que es bueno sentir por uno, de no poder entender cómo es que uno tiene que deslomarse para el bolsillo de los otros, porque acá es muy fácil: o vas a llenarte de bosta de vaca y andar fumigado entero con los gringos, o te vas a trabajar con uno que ha venido de Córdoba, Buenos Aires o Santa Fe en las cabañas, de albañil. Esas son las dos formas”.

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El hilo va y viene. Erick lo tensa y mueve los lizos del telar con los pies. “En el invierno, se pone frío para tejer, acá baja 20 grados, no puede estar al exterior en el invierno porque la humedad lo hiela al hilo y se quema. Y, en el verano, porque lo reseca el sol, hace mucho calor”, explica.

Tejer es uno de los últimos pasos. Antes, se lavan las lanas, se hilan, se tiñen y se arma la urdimbre. Pero, mucho antes, hay que criar a los animales que darán la lana que se tejerá. De septiembre a diciembre, se esquilan las ovejas y empieza el proceso. “Lo que se va a hacer lo dicta la lana. Si el hilo es de oveja joven, si es muy criolla, no corre tanto, se pegan los hilos y se necesita más fuerza; si la oveja pasó sed y hambre, se pega mucho más. Tienen que estar bien los animales para que la lana sea buena. El que sabe hilar bien, sabe cómo es la condición de los animales, sabe por dónde ha andado, de todo sabe por la lana nomás”. Como ayuda, desde el Estado, le ofrecieron traer lana que desechaban otros productores, pero él se negó: “Nosotros queremos seguir produciendo nuestra oveja, porque vienen de cinco generaciones de hilanderas y la gente de antes se encargó de mejorar la genética. A la lana de mis ovejas yo la conozco, la sé hilar, no sé hilar la lana de otros, entonces lo que yo necesito es que me ayuden a mantener las pocas ovejas que tengo, porque, sin ovejas, no tengo tejidos”.

Para algunos hombres, nos cuenta, es vergonzoso que los vean tejer: “Antes, se consideraba una tarea sumamente mugrienta, de pobres y de indios. En el valle, no, se apreciaba, pero era una tarea que lo hacían solamente los más pobres, entonces los jóvenes no quieren”. Hoy, Erick enseña la técnica de hilado porque cree que, si más gente sabe, más se respeta el tejido, a los productores y a los animales.

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“Con los otros tejedores, conversamos sobre cómo viene la tela y esas son preguntas en cuanto al espíritu del tejido. Si tejí con una lana linda, el tejido se hace bueno también, pero hay que ver para quién uno lo teje, porque no es largase a tejer nomás, lleva un espíritu el tejido. Cuando voy tejiendo con la intención para alguien, va saliendo ese espíritu que es muy parecido a la persona. Si la persona es medio complicada, el tejido también es complicado (…) Después, está lo que le pongo yo a esa tela, mis deseos para esa persona. Si es complicada, yo le tengo que poner deseos buenos o, si veo que la persona va a estar en un lugar medio jodido, yo le puedo poner un hilo que es una protección”.


Las telas de su comunidad son un mapa que Erick puede leer: tinturas de colores que solo saca una familia, cantidad de nudos y amarres que hacen ciertos tejedores, colores que se usan sólo en algunos momentos. El motivo del tejido se elige especialmente para la persona a quien va dirigido, “como tejedor, uno tiene que hacer andar la cabeza”, afirma. A veces, tiene una visión y espera hasta encontrar cómo y dónde plasmarla, confiando en que, aunque todavía no lo sabe, por algo lo vio y para alguien será.

Cuando tiene un encargo, la inicial de la persona se ubica en un punto del tejido. Una enredadera ata al mundo de arriba y al de abajo, y “hay una parte que es invisible y una que es visible, pero es pasado, y una que es ahora y representa este mundo, el de ahora y también el tiempo de hoy, y hay otra parte que es ayer, el mundo por el que pasamos como alma, y otro, el que no sabemos, que es mañana y que viene después”. Ahí se enmarca a la persona, en su yo de ahora, que sabe del presente y el pasado, pero no de lo que va a venir ni a dónde va, pero que se marca un camino, “que tiene que ser bueno -agrega Erick-, pero va a tener un buen porvenir dependiendo lo que haga hoy, hay que ser consciente de eso”.

En el tejido, se plasman también las partes que pueden no ser buenas de esa persona. “Si uno avanza en esa parte, sale a otra parte que es mejor. Y no existe el tejido perfecto. Si tiene una falla es porque algo hay en cuanto a la persona, aparecen nudos y hay que ver si se desanuda rápido”. Hay diseños que simbolizan la fertilidad, hilos que sirven para curar, algunos que se usan en ceremonias y hay puntos que funcionan como amarres de amores.

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No es exagerado decir que la expropiación de las formas de sanarnos ha sido (y es) una de las herramientas de dominación más importantes del patriarcado capitalista y colonial. “Yo sé curar y muchos de mis parientes curan, acá debe ser el último lugar donde hay más gente que sepa curar y sepa las oraciones -dice mientras le da de comer a los pavos, las gallinas y los pollitos-. El problema es que no queda gente porque también hay que tener espíritu, tiene que nacer con ese don”.

Las enfermedades, explica, son problemas que se reflejan en el cuerpo, “porque uno está conectado a todo”. Algunas personas van para que le cure el campo, la peste en las plantas o en los animales, pero no todas entienden de reciprocidad: “La curación radica también en cómo yo la pago. La gente de antes venía porque realmente lo necesitaba y, entonces, después te pagaban, no con plata, siempre te daban otra cosa, porque tampoco es gratis la curación; yo, cuando curo a alguien, algo de mi espíritu se lleva, por eso es que soy de espíritu fuerte, entonces tengo que cuidarme bien de no enfermarme. Por ahí me puedo quedar con algo, con una enfermedad que no es mía”.

Las personas de la comunidad van poco al médico, “cuando están embarazadas, tampoco van y, cuando van, las retan de arriba abajo”. Hasta hace unos diez años, ellos y ellas atendían sus partos. “Al que le tocaba y le correspondía eso era al padre, él tenía que atender a la mujer, él tenía que saber el yuyo correcto por si le pasaba algo, para que lo pudiera tener o para evitar que se desangre. También tenía que saber lavar a la criatura o qué yuyo es para evitar el embarazo. Un tío abuelo mío ha traído al mundo a 17 chicos, algunos eran suyos y otro no, pero fue a ayudarla porque el parto se había complicado, porque antes esa era también la costumbre (…) Para nosotros, no es un momento requete especial que naciera una criatura, no; en nuestra vida comunitaria, es más importante la muerte que el nacimiento, el nacimiento es algo más, en cambio, morirse, para nosotros, es requete importante y es más lindo, no celebramos tanto la vida como por ahí la muerte”.

El avance de las formas de salud occidentales generaron un sentimiento de vergüenza en los varones y la salud sexual y no reproductiva se transformó en tabú y sólo para el ámbito privado. El médico es quien atiende a las mujeres y les enseña cómo prevenir embarazos y cuidarse, limitando la responsabilidad de los hombres y la comunidad. Hoy, luchan por el reconocimiento del agente sanitario indígena, que contemple “la cuestión con la ancestralidad y el territorio, lo mismo que la educación intercultural porque, para mi comunidad, que vive en la ruralidad, es requete importante porque nos hace conocer nuestro derecho, leer las leyes, saber qué es lo que tenemos como herramientas y poder reclamar”, explica Erick.

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El sol ya atravesó el poniente. Antes de apagar el grabador, le preguntamos si quiere agregar algo. “Creo que es importante el reconocimiento a las comunidades porque, si bien se reconoce para algunas cosas, para la mayoría, no. Si el Estado hiciera la tarea como debe hacer, habría muchas más comunidades todavía a las que no les habrían pasado por encima, porque, en la zona de Traslasierra, debería haber muchas más”, concluye.

Publicado originalmente en La Tinta

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