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El quebranto de una madre y sus anhelos de esperanza

Tlachinollan

Suena de fondo una canción que, aunque bien es música, para ella no es más que dolor. Un doble dolor que desde hace seis años viene padeciendo su cuerpo y alma. Una tristeza profunda que, tan solo mirándola fijamente, cuesta sostener sin romper en llanto; no obstante, atisba en su rostro un pensamiento de resistencia, fe y esperanza.

Cuán complejo es narrar sentimientos en medio de heridas difíciles de cerrar y sanar. En todo caso, pudiendo cicatrizar, -el día que se dé con el paradero de los anhelos arrebatados, será una huella que ni el tiempo podrá borrar.

Oliveria Parral Rosas es madre de dos “niños”, como amorosamente los llama: Dorian González (24 años de edad) y Jorge Luis González (26 años de edad). Ambos cursaban primer año de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, quienes junto a sus compañeros (+43) cumplieron este 26 de septiembre seis años de haber sido desaparecidos. En hechos que a la fecha no han sido esclarecidos, máxime cuando se vislumbra “poca fe entre gobierno y gobierno”.

Luego del infame 26 de septiembre de 2014, su unidad familiar se fracturó por completo. Antes, su vida trascurría de manera común y feliz, un hogar integrado por su esposo y cuatros hijos. El más chico de los dos, Dorian, fue siempre muy casero, cuando no estaba con su mamá era porque estaba en casa de su abuela. Llegaba de la escuela directo a hacer sus quehaceres y, poco o nada, salía al campo. Tampoco era que su padre, don Aristeo, le exigiera tanto; quizá porque era alérgico al polvo y andaba siempre “engripado”; o tal vez porque su madre lo “consentía de más”. Lo cierto es que sus pasos poco anduvieron por parajes en donde a costa de todo, sigue brotando la milpa.

Una vez terminados sus estudios se ponía a ver la televisión. Salía sólo cuando su madre lo mandaba al mercado. Y así estuviese grande, jugaba a la pelota con su hermano menor en el patio de su casa.

En cambio, Jorge Luis es más extrovertido. Primero, se iba para la casa y luego corría a dónde alguna abuela y a su regreso ayudaba a su padre en las arduas labores de campo. Después llegaba, cenaba y se iba para la calle; seguramente a visitar a su novia. Aunque nunca la presentó, se rumoraba que tenía algún amorío. Le gustaba mucho jugar al futbol con sus amigos.

Con algunas dificultades económicas, sobrevivían de las bondades de la tierra, aun cuando fuera tortilla con huevo y chile, siempre había un plato de comida en su mesa. Las festividades son un grato recuerdo. Los “chamacos” se divertían y eran tan alegres, que ella gozaba viéndolos bailar y disfrutar. Eso sí, con todo y necesidades, siempre se les veía felices.

Doña Oliveria, sintió mucha preocupación cuando sus hijos se fueron a estudiar a Tixtla, porque estaban lejos de ella. Pero con su apoyo incondicional, les reconocía que sólo preparándose profesionalmente tendrían más oportunidades de ser alguien en la vida. “Intuía buen augurio y un mejor devenir”.

La última vez que compartieron personalmente, fue en el mismo mes de septiembre. Los chicos estuvieron casi tres días en casa, tiempo en el cual esa consentidora madre: cocino, lavo y preparo todas sus cosas. Posteriormente, sólo se comunicaron telefónicamente con Jorge, ya que desde la Escuela habían programado una reunión para madres y padres, pero como económicamente no llegaban con todo el dinero, prefirieron no viajar y más bien mandar una pequeña suma con el padre de algún compañero. Después de esto, su entorno familiar y su vida se transformó intempestivamente.

A partir de ese día, esa madre sin consuelo, no cesa de recordar y esperar a sus hijos. Durante estos largos años su salud física, mental y emocional se ha visto deteriorada. Aún hoy teme por esa enfermedad que luego de la desaparición de sus hijos le agarro y a la vez desgarro por dentro.  Esa afectación la ha llevado por momentos a pensar que no quiere vivir más esta vida, “porque es un sufrimiento no saber de tus hijos. Ellos se fueron con unas ganas de salir adelante y mire lo que les paso… Recién todo, ni ganas tenían de sembrar, había reproches y mucha especulación absurda de la gente”, pero en el fondo nadie mejor que las propias madres y padres para saber quiénes eran realmente sus hijos.

Pasan los días, los años, desde que todo eso ocurrió y ella no ha tenido paz un solo día. «Aunque estoy enferma no sé de donde llegan mis fuerzas en este sendero de dolor y angustia, para disimular prefiero nadar en el mar de los quehaceres cotidianos. Así pasan los días, las noches y sigo sin saber nada de mis hijos».En el fondo sabe y su propia madre se lo dice, que tiene que echarle ganas, por ella y por sus otros hijos, tiene que seguir luchando. Además, porque cuando sus hijos regresen, “de seguro no les gustará verla triste”.

Por cuestiones de salud y falta de recursos, casi no participa de las manifestaciones que mes a mes reclaman justicia, verdad y la aparición con vida de todos los jóvenes. A ella juntarse con otros familiares la hace sentirse más triste, “eso de andar ahí buscando a nuestros hijos, exigiendo justicia, es muy feo”, afirma cuando se ve reflejada en el dolor de las otras madres.

Sus días trascurren entre el hogar de la suegra y su madre. Después de no tener noticias de sus hijos, ningún miembro de la familia se atrevió a dormir en casa, dejaron cada objeto y espacio, como queriendo no perder detalle alguno de aquellos tiempos felices. Momentos que ahora tratan de recordar y es inevitable que no afecten.

Aún yace la guitarra intacta que Jorgito, como cariñosamente le dice su padre, le había obsequiado a don Aristeo, quién entre tantos otros deseos, intentaba grabar un disco – anhelo también congelado en el tiempo.

En las noches doña Oliveria cuida de su madre. Y en el día desde muy temprano en casa de su suegra, enciende la leña para cocinar. Mientras, barre cada espacio y levanta algún desorden de su nieto. Un «pequeñín travieso» que la saca de los pensamientos rutinarios, punzantes, grises y que cuando afloran sentimientos inevitables, la llena de consuelo y aliento. Ya con el fuego a punto, pone el comal para las tortillas y la olla para el chocolate.

Ahora que la pandemia le permite estar más tiempo con su hijo en casa, quien estudia en la ciudad de Chilpancingo, se siente más tranquila de tenerlo cerca. Para él y su hermana tampoco es fácil vivir la ausencia y recuerdo constante de Dorian y Jorge, pero cuando eso pasa, doña Oliveria se llena de fortaleza e intenta animarlos en medio de esa soledad. Es entonces cuando su hijo no vacila en responderle: “no mamá, mis hermanos van a llegar, yo no presiento que estén muertos; yo presiento que están vivos”. -Quién sabe si lo dirá para que no me sienta mal, pero yo también lo presiento.

Publicado originalmente en Tlachinollan

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