El fin de la inocencia

Foto: Una manifestante propalestina hace el símbolo de la victoria en Berlín. (Montecruz Foto)

Aveces somos bendecidos por inesperados momentos de verdad. «El pescado se pudre por la cabeza», declaró el primer ministro francés Gabriel Attal, cuando se precipitó sobre la última impostura del campo del apoyo incondicional a Israel: arremetía contra la supuesta corrupción moral del activismo estudiantil contra la guerra de Gaza en la «elitista» institución de Sciences-Po de París. Una declaración milagrosamente acertada de una boca típicamente llena de supercherías cuando no de francas mentiras. Que el pescado se pudre por la cabeza es incluso doblemente cierto, porque la cabeza puede entenderse en un sentido metafórico como representación de los gobernantes y, más en general, de los dominantes, y en este sentido, sí, la podredumbre está ahora en todas partes. Y la cabeza también puede entenderse en un sentido metonímico, aduciendo a cómo esta piensa en el acontecimiento o cuáles son las operaciones del pensamiento efectuadas por la misma y, en el caso que nos ocupa, la corrupción de estas. En realidad, se trata del colapso de las normas que supuestamente las rigen.

En este caso, esta corrupción, este colapso, no son atribuibles a la mera estupidez (que rara vez constituye una buena hipótesis), sino en realidad a la estupidez interesada, porque, aunque sea a través de una dilatada mediación, los intereses materiales son en última instancia determinantes de la inclinación a pensar de una manera y de la prohibición de pensar de otra. Aquí es donde la cabeza podrida del pez articula su doble significado: la violencia del frente burgués (metáfora) desatada en la imposición de sus formas de pensamiento (metonimia).

Terrorismo es una categoría diseñada para impedir el pensamiento, en particular el pensamiento de que ‘ex nihilo nihil’: que nada viene de la nada

¿Por qué la burguesía que detenta realmente el poder se ha desatado desquiciada con una ferocidad que no mostraría, por ejemplo, en cuestiones de fiscalidad o de jornada laboral? ¿Por qué este acontecimiento internacional tiene una resonancia tan poderosa en las coyunturas nacionales de clase? ¿Por qué las burguesías blancas están visceralmente del lado de Israel? Una respuesta sería que las burguesías occidentales consideran que la situación de Israel está íntimamente ligada a la suya. Se trata de una conexión imaginaria y semiconsciente, que, mucho más que las simples afinidades sociológicas, está impulsada por una afinidad subterránea, que obedece a una doble simpatía, ella misma inconfesable. Simpatía por la dominación, simpatía por el racismo, que es quizá la forma más pura de dominación, y, por lo tanto, la más excitante para los dominadores. Dos simpatías que conocen la exasperación, cuando la dominación entra en crisis: crisis orgánica del capitalismo, crisis colonial en Palestina, es decir, situación en la que los dominados se rebelan porque carecen de todo poder y los dominantes están dispuestos a aplastarlos para reafirmar su poder.

Pero también existe una fascinación más profunda para la burguesía occidental. Fue Sandra Lucbert quien vio esto con una intuición penetrante, planteando una palabra que creo decisiva: inocencia. La fascinación de la burguesía occidental gira en torno a la imagen de Israel como figura de dominación en la inocencia. Dominar sin llevar la mancha del Mal: ésta es quizá el fantasma último del dominante. Durante su juicio, el militante de izquierda Pierre Goldman grita al juez: «Soy inocente, soy ontológicamente inocente y usted no puede hacer nada al respecto» (Pierre Goldman, Souvenirs obscurs d’un juif polonais né en France, París, 1975. E igualmente la película de Cédric Kahn, Le procès Goldman, 2023). A pesar de las enormes diferencias constatables entre ambas circunstancias, sus palabras resuenan poderosas: después de la Shoah, Israel se estableció en la inocencia ontológica. Y, en efecto, los judíos fueron primero víctimas, víctimas en la cumbre de la historia de la violencia humana. Pero víctima, incluso a esta escala, no significa «inocente para siempre». La única manera de pasar de una a otra es mediante una deducción fraudulenta, que se puede en último término comprender pero no ciertamente ratificar.

La burguesía occidental retiene de todo esto sólo lo que le conviene y querría tanto como Israel entregarse a la dominación pero con toda inocencia. Evidentemente, ello es más difícil, pero el ejemplo lo tiene delante de los ojos y la burguesía occidental queda hipnotizada por él e inmediatamente atrapada en una solidaridad reflexiva.

Los seres humanos tienen varias maneras para no enfrentarse a la violencia que ejercen y para establecerse en la inocencia, aunque se entreguen a todas las demás pasiones, fundamentalmente a sus pasiones violentas, a sus pasiones de dominación. La primera consiste en degradar a los otros seres humanos sobre los que se ejercen estas pasiones: no son verdaderamente humanos. En consecuencia, el daño que se les hace no es realmente malo, sino en todo caso un mal menor, y desde luego no contiene el Mal, negación mediante la cual se preserva la inocencia. La segunda, sin duda, la más poderosa y común, es la negación. Para ello sirve de modo recurrente el término «terrorismo». Es una categoría diseñada para impedir el pensamiento, en particular el pensamiento de que ex nihilo nihil: que nada viene de la nada. Que los acontecimientos no caen del cielo. Que existe una economía general de la violencia, que funciona sobre el zócalo de una reciprocidad negativa, esto es, la reciprocidad de lo peor, lo cual podría parafrasearse recurriendo al principio de Lavoisier: nada se pierde, nada se crea, todo retorna. Los innumerables actos de violencia infligidos al pueblo palestino durante casi ochenta años tenían que volver. Sólo aquellos cuya única operación intelectual es la condena tenían garantizado no ver venir nada de antemano ni entender nada después. Ahora bien, en determinadas ocasiones la incomprensión no es una debilidad del intelecto, sino un truco de la psique: su imperativo categórico. Es preciso no entender para poder no ver: para no ver una causalidad de la que uno forma parte y que, por lo tanto, hace peligrar la supuesta propia inocencia.

Ni todas las negaciones e imposturas simbólicas del mundo, ni todas las intimidaciones y censuras, serán capaces de detener la enorme oleada de realidad que viene de Gaza

Haber afirmado pretendidamente que todo empezó el 7 de octubre es la corrupción intelectual más viciosa y más característica de este tipo general de situación, corrupción a la que únicamente podían adherirse los inocentes ontológicos o una nación ontológicamente inocente, además de todos aquellos que envidiándoles adoran creer en efectos sin causa. Ni siquiera debería sorprendernos que después de lo sucedido haya quien, como sucede en Francia pero no solo, siga utilizando sin pestañear la palabra «terrorismo» para hablar de ecoterroristas o de terrorismo intelectual, cuando deberían estar escondidos en el lugar más recóndito, consumidos por una vergüenza sacrílega. Ni siquiera respetan a los muertos, cuya memoria pretenden honrar y cuya causa sostener. Pero ello no es de extrañar, porque el «terrorismo» es el escudo de la inocencia burguesa y de la inocencia occidental.

La situación de la palabra «antisemitismo» debe analizarse en virtud de coordenadas muy similares. En sus usos actuales, aunque debería decir desviaciones actuales (que obviamente no agotan todos los casos, ya que existe un antisemitismo genuino), la acusación de antisemitismo se hace para deslegitimar a todos aquellos que desean reconocer la causalidad y, por consiguiente, poner en tela de juicio la inocencia.

En cualquier caso, la podredumbre que comienza por la cabeza es ante todo esto: la corrupción interesada de las categorías y de las operaciones del pensamiento, porque lo que hay que proteger es demasiado precioso. Es la corrupción de las categorías y, en consecuencia, la degradación —en muchos casos podría decirse incluso el envilecimiento— del debate público. No es casualidad que el pez podrido hablara por boca de Attal, ya que este envilecimiento es uno de los productos más típicos del proceso de fascistización en el que el macronismo, apoyado por la burguesía radicalizada, ha envuelto al país. Un proceso que podemos reconocer por el imperio en auge de la mentira, de la tergiversación sistemática, de la desinformación abierta e incluso de la invención pura y simple. Con la colaboración, como no podía ser de otra manera, de todos los medios de comunicación burgueses. Un proceso que también puede reconocerse por la forma en que se apodera del control del debate público, imponiendo sobre este sus pasajes obligatorios y sus sentidos prohibidos.

En cualquier caso, ni todas las negaciones e imposturas simbólicas del mundo, ni todas las intimidaciones y censuras, serán capaces de detener la enorme oleada de realidad que viene de Gaza. Con qué se está solidarizando el campo del apoyo incondicional a Israel y a qué precio lo está haciendo es algo que este campo, obsesionado con sus puntos de reafirmación, claramente ya no es capaz de ver. Para todos los demás que no han perdido completamente la razón y observan los hechos horrorizados, la perdición ideológica en la que se hunde el gobierno israelí no tiene fondo, entre el racismo biológico y la escatología mesiánica. Lo que sabíamos antes del 7 de octubre, y con toda exactitud, es que los proyectos políticos escatológicos son necesariamente proyectos asesinos de masas, lo cual ha quedado debidamente constatado.

El mundo entero está viendo morir a Gaza y el mundo entero está viendo a Occidente mirando a Gaza. Y nada se le escapa

Como ha demostrado Ilan Pappé, el rasgo específico de la colonización, cuando esta es de asentamiento, es la eliminación de toda presencia del pueblo ocupado: en el caso del pueblo palestino bien por expulsión-deportación o, como ahora sabemos, por genocidio. Aquí, como en otras ocasiones debidamente registradas por la historia, la deshumanización habrá sido una vez más el tropo por excelencia para justificar y permitir la gran eliminación y ahora disponemos de innumerables ejemplos de ello, tanto salidos de las bocas de los portavoces oficiales israelíes, como procedentes del fangoso torrente de testimonios lanzado a través de las redes sociales, alucinantes en su feliz monstruosidad y en su exultación sádica. Esto es lo que ocurre, cuando se levanta el velo de la inocencia y, como siempre sucede, no es un espectáculo agradable de contemplar.

Un punto de este paisaje de aniquilación que llama la atención es la destrucción de los cementerios. Así reconocemos los proyectos de erradicación total: su goce llevado hasta la aniquilación simbólica que, aunque es una paradoja, no puede dejar de recodarnos los términos del herem lanzado contra Spinoza por la sinagoga de Ámsterdam: «Que su nombre sea borrado de este mundo para siempre». En este caso, no tuvo éxito. Tampoco lo tendrá aquí.

Ya podemos resumir todos estos elementos mostrando la imagen que emerge. Es un cuadro de suicidio moral. Nunca antes habíamos asistido a un despilfarro tan meteórico de un capital simbólico, que se creía inexpugnable: el capital que se había construido en torno al significante judío después de la Shoah.

Pero, solidaridad para lo peor obliga, la hora del ajuste de cuentas simbólico está a punto de sonar para todos, especialmente para esa entidad que se autodenomina Occidente y reivindica el monopolio de la civilización, y que ha difundido sobre todo la violencia y la depredación envueltas en sus ventajosos principios. Suponiendo que alguna vez haya estado a flote, su crédito moral se encuentra ahora también hundido. Hace falta la arrogancia de los gobernantes que pronto caerán y que aún no lo saben, para creer que pueden sostener sin daños lo que ahora apoyan. Las personas que permanecen pasivas siguiendo esta pauta, a menudo siendo cómplices, a veces incluso negadores del crimen tan enorme que se está cometiendo ante sus propios ojos y ante los ojos de todos los demás, las personas de este tipo ya no pueden pretender nada. El mundo entero está viendo morir a Gaza y el mundo entero está viendo a Occidente mirando a Gaza. Y nada se le escapa.

Llegados a este punto es inevitable pensar en Alemania, cuyo apoyo incondicional ha alcanzado un nivel de delirio asombroso, y del cual un internauta preso de humor negro ha dicho: «Cuando se trata de genocidio, los alemanes siempre están en el lado equivocado de la historia». No es seguro que «nosotros», Francia, estemos mucho mejor, pero sí es seguro que la Historia nos está esperando a todos a la vuelta de la esquina. La Historia, en efecto: eso es con lo que Occidente tiene una cita en Gaza. Si, como hay razones para creer, es la cita con su degradación y con su miseria, pronto llegará el momento en el que podremos afirmar que el mundo basculó en Gaza.

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