Días de humo y de violencia

Tlachinollan

Foto: Ezequiel Flores

De la quema precaria del tlacolol hemos pasado a los grandes incendios forestales, que representan ahora un grave problema ambiental.  El mismo fuego puso en jaque a las autoridades del estado que fueron incapaces de impedir que el fuego llegará a las comunidades de Llanos de Tepoxtepec y el Calvario, al poniente de Chilpancingo. Tuvieron que trabajar seis días para controlar esta quemazón. La lumbre extendida en los cerros de la periferia de Chilpancingo, mostró a la población que no solo las aguas caudalosas del rio Huacapa representan un alto riesgo, sino también los incendios que rondaron la capital del estado.

De acuerdo con información de protección civil, las quemas forestales se focalizaron en los municipios de Chilpancingo, Petatlán, Zihuatanejo, Tecpan de Galeana, Coyuca de Benítez, Leonardo Bravo, Tixtla, Mochitlán, Acapulco, Chilapa, San Luis Acatlán, Tecoanapa, Ajuchitlán del Progreso y Coyuca de Catalán. Es decir, las regiones Centro, Costa Grande, Tierra Caliente, Acapulco y parte de la Costa Chica. Son las que oficialmente reconocieron, reportando 35 incendios forestales y suburbanos. Los que vivimos en la Montaña también registramos incendios en Metlatónoc, Cochoapa el Grande, Malinaltepec, Acatepec, Tlacopa, Alcozauca y Copanatoyac.

Guerrero no solo es un estado en llamas por la violencia imparable, sino por los incendios incontrolables que causan una grave contaminación y generan un ambiente sofocante. No solo la bruma obscurece el horizonte e irrita los ojos, también altera los ánimos, por tanta depredación e insolencia de las autoridades.

Para el colegio de biólogos, el gobierno del estado no tiene datos precisos para determinar la calidad del aire. Los dos equipos para medir la contaminación no funcionan desde hace más de diez años, por lo mismo, consideran que es irresponsable que las autoridades emitan alertas cuando no tienen datos precisos sobre la calidad del aire. Este problema ambiental desencadena otro problema de salud pública, por los malestares que causa la generación de estos contaminantes.

En nuestro estado no solo las quemazones impactan la calidad de vida y el bienestar de la población. El creciente problema de las personas que huyen de la violencia y se desplazan a otras regiones y estados, es un asunto que no se atiende en su justa dimensión. La reciente publicación del libro la violencia como causa del desplazamiento interno forzado, elaborado por la Secretaria de Gobernación (SEGOB) y el Consejo Nacional de Población (CONAPO), con el apoyo del Fondo de Población de las Naciones Unidas, muestra que este fenómeno ya no puede mantenerse oculto y mucho menos negar una realidad que interpela al mismo estado.  El desplazamiento interno forzado destaca por la profundidad de sus afectaciones. Genera la perdida de seguridad y se da en contextos sociales y espaciales violentos. Transforma e incide en todos los ámbitos personales y limita el goce y ejercicio de los derechos.

El desplazamiento interno no solo expresa una problemática actual de violación de derechos, sino los grandes impactos que causa entre las familias que pierden todo: a sus seres queridos, su casa, su entorno familiar, su tranquilidad y su desarrollo personal. El desplazamiento tiene ahora un vínculo más estrecho con la violencia de alto impacto, asociada al narcotráfico y el crimen organizado, que se ha manifestado fuertemente en varias regiones del estado. Decenas de familias de la sierra, Tierra Caliente, Zona Norte y Centro, fundamentalmente, son víctimas de la extorsión, el secuestro, el cobro por ‘protección’, el robo de identidad, los asaltos, la desaparición de familiares y los vínculos creados con la criminalidad. Se trata de territorios en disputa por su ubicación favorable y estratégica para las acciones criminales o bien por sus bienes naturales. Por su parte, los grupos armados desplazan a la población para alcanzar sus objetivos y apoderarse de los principales giros de la economía local.

La violencia se hace presente cuando irrumpe en la realidad individual o familiar, una vez que esto sucede genera desplazamientos, además de una aguda crisis en el entramado social. Las relaciones que privan son de confrontación y desconfianza. Predomina el acecho y la traición. El miedo adquiere carta de naturalización hasta percibirse como algo normal.

Para las familias desplazadas del estado una de sus principales pérdidas es el despojo de su patrimonio materializado en la vivienda y el desarraigo. La preocupación aumenta en los hombres que juegan el rol de proveedores, cuya identidad se ve muy afectada al no poder ofrecer seguridad y protección a sus familias.

Esta violencia despoja a las personas de su entorno cultural, de las tierras que representan un bien común, de la riqueza de su mundo simbólico e histórico, de los vínculos con sus ancestros, de los lazos familiares más cercanos. La experiencia de la desterritorialización es el golpe mortal para las familias desplazadas, porque además de desarraigarlas de su espacio familiar, no tienen un lugar seguro para rehacer su vida. Es como si no existieran para los demás y para el mismo gobierno. Son como almas en pena, sumergidos en la anomia social. Víctimas del desprecio de una sociedad racista e intolerante que considera a las familias desplazadas como los causantes del desorden que impera en su propio entorno social. Por su parte los grupos delincuenciales se encargan de deconstruir la identidad de sus víctimas. Destierran la tranquilidad y la cohesión del tejido social se fragmenta.  Los canales de comunicación se deterioran, creando un clima de desconfianza generalizada y un gran temor donde impera el silencio, que imposibilita toda acción de defensa organizada. La denuncia representa más un peligro que una verdadera solución, y se visualiza como un camino inútil. Son presas de la desesperación e irritación a flor de piel.

Las familias desplazadas sufren cambios negativos en su estado de salud, en particular, insomnio, dificultad para descansar, pérdida de apetito. Algunas mujeres presentan trastornos ginecológicos, y en general se detonan enfermedades latentes como diabetes mellitus o hipertensión.  En el aspecto emocional regularmente padecen ansiedad, temor e ira.

El paso del ciudadano común a víctima, y del residente habitual a desplazado, coloca a las personas en el desfiladero de la sobrevivencia. Es cruzar el umbral de la desesperanza, de caminar sin rumbo y de no encontrar un lugar en donde descansar seguro. Se generan sentimientos de indefensión, desprotección, vulnerabilidad y miedo. Impera la conciencia de desterritorialización. Se asumen como desplazados sin dimensionar lo que representa una identidad que los coloca en extrema vulnerabilidad.

En el estado, el desplazamiento interno forzado, ha tenido un tratamiento inadecuado por parte de las autoridades. En primer lugar, no se le reconoce como familias desplazadas y más bien se les estigmatiza con el argumento de que forman parte de las disputas que libran los grupos de la delincuencia organizada por el control territorial. En segundo término, se les cataloga como parte de los actores que protagonizan la violencia y no como víctimas. Por lo mismo, les niegan el apoyo que por derecho les corresponde, al enfrentar una situación sumamente critica, al tener que abandonar sus hogares ante la eminencia de padecer una muerte violenta. La desatención a las familias desplazadas a propiciado situaciones limite al grado que muchas muertes pudieron haberse evitado. La apuesta por obtener daños menores a llevado a que las autoridades invisibilicen el problema, y que le den un tratamiento meramente asistencialista, sin proporcionar los apoyos necesarios para las familias desplazadas. Las niñas, los niños y las mujeres son la población mayoritaria que deben de ponerse a salvo y brindarles una atención especial, por que son los más indefensos ante un clima de violencia, que las mismas autoridades no han podido contener.

Las familias desplazadas de los municipios de Leonardo Bravo y de Zitlala que permanecieron por más de 40 días frente al Palacio Nacional para intentar dialogar con el presidente de la república Andrés Manuel López Obrador, y solicitar su apoyo con el fin de garantizar el retorno a sus comunidades, hasta la fecha, siguen demandando a la SEGOB el cumplimiento de los acuerdos firmados. Retomando el mensaje del director del Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, Manuel Olivares, nos hacemos eco de su denuncia y reclamo por la muerte de una de las madres de familia:

“El día de hoy, 12 de mayo falleció en el hospital, Raymundo Abarca Alarcón, la señora Virginia Zúñiga Maldonado, después de haber sido internada el pasado viernes 3. La señora Virginia era parte de las familias desplazadas del municipio de Leonardo Bravo. Originaria de la comunidad de Filo de Caballos. Su muerte se suma a la del señor Francisco Barragán Nava quién murió en la Ciudad de México el 21 de marzo. Ambos murieron con la ilusión de poder regresar a sus lugares de origen, sin que hasta la fecha el gobierno federal genere las condiciones de seguridad para que las familias desplazadas puedan regresar a sus comunidades.  Justo el día de ayer se cumplieron 7 meses de su desplazamiento y nos seguimos preguntando ¿Cuántas personas más van a morir lejos de su tierra? Es urgente que el presidente de la república de muestras de que realmente las cosas son diferentes. El cuerpo de doña Virginia será trasladado hoy por la noche a la comunidad de Amojileca, donde será velado y sepultado”

En estos días de humo y violencia urge atender a las familias que son víctimas de este flagelo y de la destrucción del medio ambiente. La población, lejos de mantenerse al margen de estos desafíos, siguen luchando a brazo partido para encarar estos problemas, a costa de su propia vida. No podemos seguir demandándole a la población mayores sacrificios cuando las autoridades no están cumpliendo con sus responsabilidades.

Publicado originalmente en Tlachinollan

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