Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Basta de fronteras: fusiones y mestizajes musicales

La razón celebra la diferencia de las cosas,

la imaginación celebra su similitud.

Shelley

En la entrega anterior revisamos varias tendencias que configuraron la música del siglo veinte: la masificación de la música por la grabación y la radio, la apertura de los sistemas armónicos, la migración a las ciudades de más y más trabajadores, la influencia africana en la América anglófona y las repercusiones de este hecho en la música popular contemporánea. Hubo también la recreación de géneros hispanos y africanos en el resto de América, con lo que se configuró, y sigue configurándose, un mestizaje latinoamericano rural, productor de sones, rancheras, cumbias, boleros, e infinidad de variantes, más la saga de la música fronteriza, las polkas, los corridos, producto de trashumancias y querencias. 

Sin duda, este fue el lapso en que la música se globalizó al tiempo que se individualizaba su consumo y su disfrute. Un siglo de cambios que detonaron una enorme industria de la grabación y la difusión masiva de estas grabaciones. Cien años que empujan por un lado hacia la homogenización —que produce sin proponérselo un cierto lenguaje común reconocible para una masa crítica de músicos en todo el mundo— y por otro a la atomización de la experiencia musical que se crea y recrea desde múltiples rincones. 

Quizá nuestra panorámica ha dejado fuera muchos vericuetos de esta historia, dejando fuera a los actores centrales de todos estos procesos., pero nuestra insistencia principal sigue puesta en la maravilla que, pese a su comercialización e industrialización —y por ellas— hoy hay un mundo musical donde todo se entrecruza y se influye, y donde más personas pueden acceder a espacios de imaginación jamás antes soñados. 

Ya para los cincuenta era evidente en los espacios alternativos que el rhythm and blues, esa versión eléctrica y urbana del blues de los negros, de los africanos nacidos en Estados Unidos, era un rotundo frenesí que hacía sonar los antros del otro lado de las vías del tren hasta altas horas de la madrugada.

Las compañías de discos y las radiodifusoras tenían una alternativa: programar masivamente esa música o crear una alternativa que brincara las barreras obvias de racismo haciendo que músicos blancos interpretaran todos los éxitos.

Las compañías disqueras optaron por una ruta intermedia: continuar con su mercado “étnico” y hacer sonar a los músicos negros que despuntaban por todas partes, y crear versiones para adolescentes blancos que nodejaban de tener un interés real en toda esta corriente. Esta decisión definiría mucho de la textura cultural de los cincuenta a nivel de la música popular en Estados Unidos, meca de todas estas afluencias.

Mientras esto ocurría, en la generación de la postguerra proliferaba una oposición crítica a la cultura dominante, al sueño americano que les habían vendido todos los presidentes y congresistas y que insistía en vender una cultura del confort basada exclusivamente en el consumo de una abundancia que se suponía llegaría a todas las mesas, a todas las camas; que facilitaría el transporte, que haría del mundo uno de “progreso” en la tecnología.

Millares de jóvenes se desencontraban con este sueño americano porque descubrían que, entreverado, yacía el costo de esta sociedad desigual disfrazada de democrática. El costo era muy alto para los campesinos no excedentarios que poco a poco abandonaban sus campos para sumarse a las masas de obreros en las ciudades, que los barrios se llenaban de migrantes que venían a probar suerte en la “tierra de las oportunidades”, abandonando sus países europeos y latinoamericanos —después llegarían los asiáticos— devastados por las políticas impuestas justamente por los gobiernos y el mercado estadunidense y sus asociados. Hoy ese exilio le revienta en la cara al gobierno de Trump, y a las corporaciones que lucran del encarcelamiento y la esclavitud de quienes quedaron atrapados en el sueño que se volvió pesadilla.

Por sobre todo, en esos años sesenta del siglo veinte los jóvenes reconocían que a nivel individual, el sistema rompía las subjetividades y la intimidad de todos esas personas que habían optado por la competencia bestial en el proceso económico y social. Esa soledad —que hoy tiene síntomas muy fuertes en los asesinatos masivos perpetrados por los jóvenes estadunidenses acorralados por las premisas de su sociedad y por el odio inyectado por las ideologías supremacistas— lanzó a muchos a la recuperación de una errancia que los llevó a vivir fuera del sistema recogiendo el pulso más primario, más íntimo, más violento y más real de “América”. 

De estos auto desterrados surgieron voces que, como Dylan declara, “intentaron su propia y personal depresión económica” y recogieron de entre la sal de la tierra las voces de los fantasmas de los caminos, de los obreros agrícolas, de los dependientes de gasolineras, bares y moteles, y que en su viaje iniciático conocieron a prostitutas, drogadictos, descastados, solitarios, psicópatas y vagabundos. Eran los Beat y su nombre propio hacía referencia inmediata al pulso, tanto de las músicas que se les colaban por la mezclilla y los tenis, como de la experiencia cotidiana.

Es innegable que los Beat habrían de tener una influencia decisiva en lo que años después conoceríamos como rock, aunque a ellos no les importaran un comino estas previsiones. Nombres como William Burroughs, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Neal Cassady o Lawrence Ferlinghetti, le dieron una nueva textura a la cultura estadunidense —y de paso a mucha cultura alternativa en otras orbes del planeta. Su visión lúcida y desolada, producto del cruising por un país que quería reconocerse después de la guerra, definiría una lucha contra-cultural que hoy permea todo el rock (y sus versiones más recientes) y su sentido de subversión cotidiana.

Sin ser un Beat en el sentido estricto del término, un personaje llamado Woody Guthrie retomaría muchas de las premisas Beat sin pensar en ellas y las encarnó en una vida plena de viajes. Guthrie fue un cantor trashumante que recorrió el país recuperando baladas y blues rurales, canciones country e historias. Sobre todo historias. En eso se emparentaba con los blusistas negros que también peinaban su viaje interior recuperando historias de desamor e historias de siniestros, de luchas y resistencias sociales e íntimas. El valor de Woody Guthrie —además de sus historias— es que revivió el movimiento de los trovadores y les resignificó su papel de cronistas en el tejido social estadunidense. Woody Guthrie habría de tener, en las vueltas de su azarosa vida, un sucesor declarado: Robert Zimmerman, alias Bob Dylan, sin duda todo un derrotero en sí mismo de lo que habría de ser el rock como música total.

Y mientras Elvis Presley y una pléyade de seguidores surgían para prestarle presencia blanca a la música negra —y de paso suavizar sin saberlo todo el impulso negro que fluía de todas partes— los músicos negros continuaban ejerciendo más y más influencia entre las bandas de jóvenes que pululaban en busca de identidad y pertenencia en los barrios de Detroit, Chicago, Nueva York y San Francisco, Nueva Orleans, Londres, Manchester, Newcastle y Liverpool. Por eso Rosetta Tharpe, Chuck Berry o Bo Diddley.

El racismo que rampaba en Estados Unidos, la proliferación de músicos blancos que reproducían éxitos negros y el arrinconamiento de los grandes maestros del blues urbano estadunidense, crearon una coyuntura paradójicamente favorable en Gran Bretaña, pues muchos bluseros negros se autoexilaron a la isla donde comenzaba a haber un interés creciente y la proliferación barrial de músicos adolescentes que querían ser negros. Su entorno era propicio porque provenían de los barrios multirraciales de Londres y Liverpool, sobre todo, y ahí sonaba todo. Se escuchaba a Muddy Waters, John Lee Hooker, Howlin’ Wolf o Bo Diddley, pero también a Martha and the Vandellas, Las Shangrillas y otros grupos de Detroit, con otra tradición más cercana al gospel que al rhythm and blues. 

Además, en Gran Bretaña le adosaron también toda la tradición celta que emergía de los espacios ocultos de las casas, y se fue tejiendo la idea de que sí era importante retomar el rhythm and blues porque los jóvenes se identificaban con esa música y querían sonarla a su modo particular, pero también reconocían por primera vez conscientemente que la música no necesitaba fronteras de géneros. Había nacido el rock, como idea y como práctica de rompimiento.

La historia del rock, como bien lo ha mostrado en varios textos Hermann Bellinghausen, es una de rompimiento y subversión. Y mientras en Liverpool surgían los Beatles para abrir la puerta (con todos los asegunes que se quiera), en Londres los Rolling Stones, los Kinks, los Who y los Yardbirds hacían lo propio. El estallido de esa llamada ola inglesa generó para el rock un piso muy importante y definió otra vertiente de la blanquificación del blues. Si Elvis y otros le daban la suave a la fuerza interna, muchos grupos e intérpretes ingleses asumían el blues como música propia y la refuncionalizaron a sus barrios, unos bastante banda. 

En paralelo Bob Dylan mostraba todo lo que el country traía de raíces y de historias y el movimiento contestatario de San Francisco crearía otro polo importantísimo para redefinir los derroteros del naciente rock. Bandas como Jefferson Airplane, Janis Joplin y Big Brother, Hot Tuna y Greatful Dead definían, junto con Electric Flag, Jimmy Hendrix y el propio Zappa, lo que podría ser el rock mestizo en Estados Unidos. En el trasfondo, surgió toda una contra-cultura que al principio fue hippie lanzada a la psicodelia y las comunas de vuelta a la naturaleza, pero que después devino en yippie con propuestas más anarquistas y radicales de subversión cotidiana. El mercado disquero y de la moda no dejaron pasar, reciclándolo, amelcochando y trastocando, pero en el fondo no ha podido socavarse del todo porque cada vez, como en el mito de la salamandra, renace de sus cenizas para arrojar propuestas más y más desmarcadas de la convención. 

Y el rock surgió entonces como movimiento social cultural que tendría repercusiones sin fin en todos los ámbitos de la vida cotidiana en el mundo,haciendo eco de los Beat, de los hippies, de los yippies. Lo más importante es que se habían roto las barreras musicales. Se había logrado un piso blusero (por más mistificaciones que entrañara en los proyectos individuales) a la música del mundo mundial, se recuperaba la tradición de los cantores trashumantes y se le abría la puerta a la experimentación sonora y a la inclusión de más y más músicas regionales y más géneros e instrumentaciones. Además el rock se definía como forma de encarar el mundo y le daba un sentido de pertenencia a todos los jóvenes de los barrios. 

La contradicción entre corriente blanca y corriente negra subsiste, aún en nuestros días, y quizá el equilibrio entre esta diada tenga una presencia más evidente hoy que entonces. Lo más sorprendente es que a sesenta años de rock los fantasmas de Jimi Hendrix, Frank Zappa, John Lennon, Jim Morrison, Janis Joplin, Joan Jett, Sandy Denny, Brian Jones, Ottis Redding, David Bowie, Lou Reed, o Keith Moon, Kurt Cobain, Bob Marley, Syd Barrett, John Martyn, George Harrison, Freddy Mercury, siguen ejerciendo su llamado. 

No hay música sin reapropiación, por decirlo de manera hiper-esquemática. No hay cultura sin transformación o apropiaciones continuas. La mera formulación de una idea es ya innovación, diferente del contexto del cual se extrajo, sea la calle, las ideas, los textos, músicas, gestos, movimientos, lenguaje de los otros. No hay saber individual. Por subjetivo que sea, implica siempre a los demás, aunque sea de rebote. El hombre, la mujer, solos, estamos jodidos.

Es tal la fuerza de la cultura propia, y tal también la fuerza de las transformaciones de la cultura en general, que para un momento y un punto en el espacio determinado, las reapropiaciones son los destellos, las manifestaciones que vivimos como reales. Podría decirse, incluso, que toda expresión cultural, musical, obedece cercanamente a las continuas reapropiaciones que cristalizan momentáneamente ahí. 

Los griegos tenían un término para esto. Sabedores desde entonces que todo es un proceso interminable, nombraron dromena al punto exacto en que un proceso se interrumpía “dando por terminada la obra”. Si el proceso terminara en otro punto, el resultado, otro dromena, sería diferente, a veces irreconocible con el punto anterior.

Todo esto para decir que la creación, sea de un individuo o de un grupo en particular, reconocible y productivo, resulta de todo lo que se ha cruzado en el camino, de todo lo acumulado en la mochila y que sale, consciente o inconscientemente, como sale, respondiendo a los modos propios, a los modos de quienes nos hacen caso y a los modos, no muy reconocibles en principio, del público en general.

Podemos distinguir la fusión de la reapropiación. Fusión podría ser aquello postizo, mientras las reapropiaciones son los mestizajes, como prefiere decirles correctamente Enrique Blanc, que sí funcionaron, tanto que sediluye la paternidad o maternidad de tal o cual motivo, frase, ritmo, instrumentación o montaje. 

Y hay ejemplos de eso que no pega y que se hace pegar a fuerza, como los Swingle Singers cantando en scat obras de Juan Sebastián Bach en tiempo cuadruplicado y síncopas propias del jazz europeo de los cincuenta. No pega… y no pegó. Fueron flamas que se extinguieron, si bien tuvieron, en su momento, fama y hasta prestigio, desmedido, me parece. Tampoco pegó el intento del Modern Jazz Quartet de intentar un Bach sincopado y en vibráfono; ni Claude Bolling ni sus suites jazzero-orquestales, sin ofender a quien disfrute de estos verdaderos híbridos.

Un mestizaje, una reapropiación en dos campos culturales diferentes, pero fructífera, y natural, puede ejemplificarse en el trabajo de Zap Mama, con un pie en el África pigmea de Zaire y otro en la Europa belga, sin que nadie se atosigue, o Sheila Chandra, que logra encontrar, incluso consciente de ello, la música celta con la música de la India, remitiéndose a las formas ancestrales que quizá dieron origen a una y a otra. Pueden también remontarse las raíces, como hizo la Orquesta Baobab, que desde Senegal se apropió del son cubano y lo hizo suyo, retornándole algo de su remoto carácter africano.

El devenir de la música en el siglo xx tiene un componente que no podemos obviar: todos los mestizajes o reapropiaciones que se han dado a lo largo de esta centuria obedecen a un patrón cultural muy visible, en principio, y es —como bien señala Mary Farquharson— la urbanización de la música rural. Especulando, es probable que esa tendencia fuera muy fuerte sobre todo en la primera mitad del siglo xx, antes de la explosiva masificación de la música, vía la radio y las grabaciones. Hoy asistimos a otro tipo de mestizaje más,menos ordenado, que hace que un cantor campesino del nordeste brasileño pueda escuchar en su radio a un blusero estadunidense, y tomarle frases, ataques, texturas. Nunca será una copia, a no ser que renuncie por entero a su persona. Los músicos hueseros que hacen covers exactos renunciaron a ser y, en cambio, el sentido general que tiene la música en el siglo xx es que todo mundo quiere reivindicar su identidad. Ya no se renuncia, salvo por condicionantes comerciales, a la propia persona, a la propia identidad. Si algo refleja la música actual es una reivindicación, incluso extrema, a veces atomizada de tan diversa, de la identidad individual o grupal. Estas reivindicaciones pueden o no tener que ver con la tradición. 

Hoy, después de ese largo proceso de apropiación urbana de los ámbitos rurales, asistimos a una mezcla sin fin de géneros, ritmos, instrumentos y frases musicales. La urbanización de la música rural —el blues es un buen ejemplo— ha dado paso a la reapropiación entre núcleos urbanos, sin que se cancele la continua urbanización de más y más ámbitos rurales, como lo demuestra el boom de las músicas llamadas “étnicas” por quienes creen que descubrieron lo ya descubierto por sus propios creadores.

Lo cierto es que una música no es independiente de la cultura que la produce. Entonces, lo que se ha mestizado cada vez más es la cultura completa o, digámoslo de otra manera, hay cada vez más aspectos culturales que se mestizan o se homogenizan, dando por resultado esperpentos, en este caso musicales, o maravillas de recreación y sugerencias.

Hay otros, que consiguen ponerse por encima de las tendencias y modas particulares y equilibrar, aun sea momentáneamente, tendencias culturales que mantienen, después de siglos, puntos en común, y los hacen funcionar como algo nuevo. 

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