Valentín y su octava deportación

 

Fran Richart /Desinformémonos

Valentín es guatemalteco, tiene 34 años y su mirada desvela la sapiencia de alguien que ha sido deportado ocho veces a su país. Su hija de cinco años es estadounidense y su esposa hondureña. La última vez que estuvo con ellos fue hace dos años, antes que la policía lo parara y lo deportara. Su deseo de volver con su familia es lo único que lo mueve para recorrer un camino, que cuando le preguntas cómo es, estremece los ojos con gesto irremediable.

“Una vez estaba charoleando en San Luís Potosí. En un crucero apareció una camioneta chingona y yo extendí la mano. Lo primero que vi fue un cuerno de chivo y la persona de dentro me dijo que tenía cinco minutos para irme de ahí. Cuando me estaba volteando, me preguntó cuánto había juntado y yo le enseñé unas monedas. “Ahí te van cien pesos para que te alivianes”, me dijo. A todo eso, ya habían pasado los cinco minutos, y  me vuelve a decir: “Pues ya han pasado los cinco minutos”. En ese momento bajan dos sicarios y me meten en la camioneta. Me llevaron a un baldío y me dieron 30 tablazos. Me hicieron contarlos pero no podía más. Me dijeron que trabajara para ellos tres meses haciendo lo mismo, a lo que contesté que no. Me dieron otros cinco minutos para salir, y me fui corriendo”.

Un grupo de adolescentes se arremolina a unos metros de Valentín y de su relato, en una mesa de comedor de un albergue de migrantes en Chiapas. Luce una camiseta roja del KFC y no tiene reparo en hablar de cómo la policía extorsiona o la mafia asalta en el camino. Sentado junto a él está Miguel, salvadoreño que vive en Mexicali pero que ha bajado hasta el sur de México para acompañar en este viaje a un ahijado suyo. Escucha a Valentín:

“Yo he cruzado a Estados Unidos cuatro veces, y las cuatro con 24 kilos de mota en la espalda. Cruzar de burro, como dicen aquí, es la opción más fácil y segura ahora. Lo que hacen es que envían grupos de treinta con polleros y a otro grupo de cinco con maletas. El grupo numeroso es el anzuelo y tú pasas”. Valentín explica que ahora ten caen más años en el gringo siendo pollero que burro y admite que seguramente va ser su opción.

Su historia es una más de las que se pueden oír en boca de los 400 mil migrantes que pasan cada año por México para cruzar a los States. Y ahí está, “el camino”. Efectivamente, entrecomillado. Porque no hay varios caminos, sino solo uno, que aunque se recorra por diferentes sendas, contiene los mismos riesgos y peligros.

Un “camino”, plagado de desplazadas por la violencia, huérfanos, refugiados y luchadores, que a ojos de los fenomenólogos, siguen siendo los nadies.

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