En Guerrero, “la vida ya no es la misma”

Raymundo Díaz Taboada y Olivia Cortez Corona

Guerrero, México. A un mes de la masacre de Iguala y la desaparición forzada de 43 jóvenes estudiantes, campesinos todos, indígenas algunos, la vida en Guerrero no es la misma.

Mientras en Iguala la Gendarmería es vigilada por los halcones del crimen organizado, la población víctima de secuestros, extorsiones y del clima de terror que se impulsó desde la presidencia municipal trata de perder el miedo y de ser solidaria con los familiares de los 43 desaparecidos. Esa población fue testigo impotente de los abusos del poder uniformado con placa que garantiza la impunidad, y no pudo denunciar que de ahí, de la terminal de autobuses o de la Plaza Galerías Tamarindos se llevaron a personas a las que no se les ha vuelto a ver, de quienes se sospecha pueden ser los cuerpos encontrados en una decena de fosas clandestinas.

La población de Iguala busca quitarse el estigma mundial de ser gente que puede convivir con quienes tienen la sangre fría de asesinar, torturar y desaparecer a quienes luchan por una vida con mejores condiciones y defienden su derecho a una educación gratuita, que beneficie a los más pobres de Guerrero. Ahora que los familiares de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa volvieron a Iguala, se ven cobijados por la solidaridad que vence el miedo y el terror.

Los familiares de los desaparecidos piden a esa población que les ayude a encontrar a sus hijos, porque esa noche de ignominia toda Iguala vivió bajo el terrorismo de Estado: los policías municipales atacaron con la complacencia de las otras policías (ministerial, preventiva del estado, federal) con la presencia cínica e intimidante de los soldados que, según testimonio de los normalistas sobrevivientes, también apuntaron sus armas contra ellos y los hostigaron; por su parte, el agente del Ministerio Público tardó más de seis horas en hacerse presente en el lugar de los hechos.

El miedo se vive en las comunidades cercanas a Iguala: en los pueblos que están a la orilla de caminos, testigos de las caravanas de vehículos oficiales y particulares con hombres armados que se mueven impunemente y logran un total control territorial, del cual el Estado mexicano sí estaba informado, pues desde el 2011 los autobuses de pasajeros viajaban escoltados por la policía federal de caminos desde Iguala hasta Arcelia. Igual control tenían (¿o será mejor decir “tienen”?) de los movimientos sobre la carretera federal desde Buenavista de Cuellar, Mezcala, hasta Chilpancingo.

Se respira el miedo donde se encuentran las pruebas de que este país y el estado de Guerrero viven una crisis humanitaria, con cientos de miles de muertos,  desplazados internos y desaparecidos, un conflicto interno que es casi como una guerra: hay “bandos”, territorio y vías de comunicación en disputa, muertos, heridos, desaparecidos y desplazados con el terror en la mirada.

En el mapa de la ignominia, Iguala no está lejos de Tlatlaya: sólo 70 kilómetros en línea recta marcan la diferencia entre violaciones a los derechos humanos fundamentales, cometidos por agentes del Estado vestidos de azul o de verde. No está lejos tampoco el discurso que minimiza los hechos y lava culpas diciendo que solo fueron unos cuantos soldados indisciplinados o policías vinculados a delincuentes. Así se diluye el infame acto del que es responsable el Estado.

Esta tragedia también ha dado a la base social en lucha un motivo de movilización que logró conmover a muchos indiferentes y apáticos, pero que son padres o  hermanos, de otros jóvenes como los desaparecidos; o son jóvenes estudiantes como esos normalistas que hoy esperamos que regresen. La certeza de saber que cualquiera es una posible futura víctima mueve a una gran parte de la población para marchar, manifestarse, bloquear o dar apoyo con fruta, agua, monedas, abastos y acopios para fortalecer a los 450 normalistas, familiares de desaparecidos, activistas sociales y de derechos humanos que resisten al terror de Estado y se movilizan desde lo que hoy es el corazón de este movimiento social que ha logrado globalizarse en la solidaridad: la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en las inmediaciones de Tixtla.

Tixtla, cuna de Vicente Guerrero,  grita y reza por sus jóvenes desaparecidos. Tixtla los conoce muy bien, son sus hijos, sobrinos, primos o nietos, son sus trabajadores, sus clientes y fueron sus rescatistas el año pasado durante las inundaciones de septiembre. De 2011 a la fecha, se han velado a cuatro normalistas en sus calles: Gabriel Echeverría De Jesús (diciembre de 2011), Fredy Fernando Vázquez Crispín (enero de 2014), Aurora Tecolapa Tecoapa, quien estudiaba en la  normal rural “Gral. Emiliano Zapata” de Amilcingo, Morelos, y murió atropellada mientras realizaba un boteo (mayo de 2014) y Julio Cesar Ramírez Nava (octubre de 2014); de él, su madre pide que regresen los 43, no quiere nada para ella, no pide más que la presentación con vida de los 43.

Tixtla no puede permanecer callada mirando cómo son ejecutados y desaparecidos sus jóvenes. Cada día, las tixtlecas llegan a Ayotzinapa para compartir café, pan y comida en las mañanas, para evitar el ayuno en las movilizaciones y para reponer las energías en las noches, cuando se acaba el afán de un día más de búsqueda infructuosa. Ya se prepara Tixtla para cortar sus campos de flores que harán camino a los muertos de Guerrero y los llevarán de regreso a sus casas de madera y techos de cartón, para encontrar los altares de muertos, muertos que siguen doliendo pero que siguen vivos en el recuerdo.

¿Qué harán los tixtlecos si los desaparecidos no llegan?  Las consignas contestan que son semilla, los padres gritan “¡Guerrero entiende, un hijo se defiende!”

En Ayotzinapa conviven la solidaridad con  la esperanza del regreso y del reencuentro, con la frustración de la espera y de la búsqueda infructuosa, con  la rabia ante las palabras de políticos de todo nivel prometiendo poner todo el peso de la ley y el consabido “caiga quien caiga, hasta donde tope”, que sólo le cae a los más bajos escalones del crimen organizado y del terror de Estado.

Los normalistas desaparecidos son originarios de las diferentes regiones del estado, donde la indignación ha llegado con el nombre de cada uno de esos jóvenes que son parte de una familia, que son vecinos de las pequeñas comunidades, que traen la historia en la sangre de lo que ha vivido Guerrero en 40 años de militarización: el miércoles 15 de octubre, la Comisión de la Verdad confirmó en su informe final la existencia de una política de exterminio en contra de la base social de la insurgencia. Hoy, descendientes de desaparecidos en Atoyac en los años setenta están desaparecidos. La impunidad de ayer permite la impunidad de hoy, porque la desaparición forzada le permite al Estado el control social a través del terror.

De las regiones Montaña y Costa Chica son varios de los normalistas desaparecidos y ahí la cultura indígena y campesina han respondido con la dignidad de los pueblos originarios: comisiones de los pueblos se presentaron a la Normal para acompañar y solidarizarse, también para proponer y actuar desde sus comunidades protestando, ocupan municipios y caminos, exigiendo el regreso con vida de los estudiantes.

Donde antes se llamaba orgullosamente Territorio Comunitario, hoy tan golpeado por la criminalización de la pobreza y de la protesta social, se reabren las heridas de la represión del año pasado y resurgen las demandas de libertad para sus comandantes, coordinadores y policías comunitarios presos, anteponiendo la exigencia de la presentación con vida de los normalistas.

En Acapulco, tan golpeado por la violencia, por el manejo político de la marginación y la pobreza, el discurso del Ángel Aguirre satanizando a Ayotzinapa y a los maestros de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG) fue recibido por los burócratas y los transportistas beneficiados con concesiones de placas de taxi y colectivos, a quienes también se les señala por estar vinculados al crimen organizado y ser parte del halconeo y el control territorial de los carteles. A ellos los llamaron para  proteger instalaciones oficiales.

Acapulco, con su frivolidad turistera, también se conmovió y reflejó su capacidad de superar el miedo. Dio cobijo en cuatro ocasiones a amplias movilizaciones completamente pacíficas. Aquí, que es la ventana de Guerrero para el mundo, la indignación y la esperanza vencen al miedo y toman el Ayuntamiento.

Para la región de los Bienes Comunales de Cacahuatepec y los ejidos de Acapulco, resuenan las voces curtidas de quienes llevan años enfrentando el poder del Estado, resistiendo para impedir la construcción de una presa. Exigen que ese mismo Estado regrese con vida a los normalistas y denuncian la nueva aprehensión, inhumana, de una militante del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a La Presa La Parota, que está enferma de cáncer y fue encarcelada al salir de su quimioterapia. Ese mismo Estado perverso mantiene encarcelados a otros dos de sus miembros y al vocero en una cárcel de máxima seguridad en Nayarit, por la voluntad política del Ejecutivo de acusarlo de terrorismo.

La vida no es la misma en Guerrero, donde a pesar de todo nada cambia: seguimos viendo a diario cómo los medios reportan muertos -mejor dicho, asesinados ejecutados-, en esa violencia normalizada que no deja que nos aflore el asombro por el desprecio a la vida de esta sociedad, esa violencia institucionalizada que mantiene la prepotencia de policías de Zihuatanejo deteniendo niños y adolescentes, y amenazando a vecinos que tienen el valor de videograbarlos y denunciarlos en redes sociales.

Se vive una violencia de Estado disfrazada de delincuencia, en la que se asesina a simpatizantes y militantes del movimiento social aparentando un asalto o una venganza. Recordemos que 2013 fue el año con más ataques mortales  y procesos de criminalización en contra de luchadores sociales. La esperanza vaga de que el nuevo gobernador haga justicia se diluye sólo de pensar en que los procesos judiciales se eternicen.  Es claro que depende del gobierno federal que varios casos de los presos políticos se resuelvan

Existe una violencia de género que permite la impunidad en los feminicídios y que las autoridades hagan oídos sordos a la petición de alerta por violencia de género.

También está la violencia estructural en la que nacimos y crecimos, que no permite la satisfacción de las necesidades. Cuando la gente tiene que migrar por razones económicas, porque no tiene una opción de desarrollo y mejoramiento de sus condiciones de vida, estamos ante esa violencia estructural que -leído desde otro punto de vista- son violaciones a los derechos humanos a la salud, la educación, a un trabajo digno y bien remunerado, al progreso y desarrollo, a su cultura. Si no hay opciones, no hay derechos humanos. Si la única opción es sembrar droga o ser sicario, no hay derechos humanos.

Por eso en Guerrero, las cosas siguen igual que antes de la masacre de Iguala y la desaparición de 43 normalistas.

Hoy estamos ante el temor de que aparezcan sus cuerpos. ¿Es una posibilidad real? Sí. La intención del gobierno de criminalizarlos diciendo que eran del cartel de Los Rojos, que fue una confusión, que es delito movilizarse, sólo son maniobras para lavarse la cara ante la opinión pública internacional; el gobierno quiere hacerse víctima cuando es ejecutor directo y cómplice por omisión.

Pero no serán los padres, madres y sus familiares ni los normalistas sobrevivientes quienes hablen de ellos en pasado ni como si estuvieran muertos.

No seremos nosotros, los que nos solidarizamos y luchamos porque aparezcan los 43, quienes dejemos de hablar de ellos en presente y con vida. Retomamos sus nombres, sus fotos y estaremos con los familiares y normalistas. No dejaremos la exigencia de su presentación con vida. Porque nos faltan 43 la vida no es igual en Guerrero desde hace un mes.

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