Nuevo campamento antiminero, respuesta al desalojo de La Puya

Marco Polo Coronado Luna

Guatemala. Las decenas de heridos –incluso por bala- por la operación de la Policía Nacional Civil para despejar el camino a la mina El Tambor en La Puya, realizada el 23 de mayo, no amilanaron a los pobladores en resistencia, que reinstalaron su protesta pacífica de más de dos años.

La mina está a cargo de las empresas Kappes Kassiday & Associates (estadunidense) y la guatemalteca EXMINGUA, y los pobladores de San José del Golfo y San Pedro Ayampuc la rechazan. Aquí, una crónica del desalojo y la resistencia.

En este lado estuvo el pueblo defendiendo el derecho a la vida. En el otro también hubo pueblo, pero uniformado y por cientos y cientos, con equipo completo y envidiable, hasta los uniformes parecían recién lavados, casi nuevos, un modelo de fuerza que mucho desearían los países más desarrollados del mundo.

En el lado izquierdo, a la orilla de la carretera, las champas que después de dos años de resistencia instalaron los vecinos del lugar donde se representa a toda Guatemala, pues su deseo de proteger el ambiente local también protegerá a toda una nación y un pueblo. Atrás de los cientos de elementos represores se vio maquinaria comilona de suelo, tierra fértil, árboles y animales. Son esas mismas bestias motorizadas que hacen los nuevos caminos de muerte y desvían las fuentes de agua nacida y pura hacia el corazón de la mina, que luego la vomita hacia el consumo humano, toda cargada de contaminantes y encomiendas fatales.

Carolina se paró enfrente de los antimotines. Su cambio de niña a señorita se alimentó con la experiencia de sentirse tierra, agua y fruto, menuda su figura ante los hombres grandes, que dan apariencia de ser más altos por los cascos y los dispositivos que les garantizan cualquier cantidad de respiraciones totalmente libres de lo que se esparza afuera.

Las cuatro máquinas, listas para entrar a la mina y trabajar, cobraban facciones humanas y malvadas. Se vieron muy seguros los monstruos de hierro y acero, pues atrás se extendió la larga fila de radiopatrullas, radiopatrullas y radiopatrullas. Fue tan delicioso el momento para el servilismo, que aquellos motores parecían sonreír.

Después del mediodía la situación llegó al límite de la tensión. Los niños, a súplicas de sus padres, se retiraron y se subieron a la colina en que se apoyaron las espaldas de las champas del campamento. Desde ahí vio Carolina a los crecidos de su pueblo, jóvenes, adultos y ancianos, hombres y mujeres ahora sentados y acostados en el suelo, dispuestos a permanecer ahí para siempre y hasta volverse madre tierra de tanto quererla preservar.

Ante la insistencia de la voz de la fuerza pública de retirarse de la puerta de entrada a la finca La Puya, los pobladores respondieron con versículos bíblicos, oraciones, el canto patrio y hasta suplicando bendiciones para los protectores de la mina, dirigidos desde la capital de Guatemala por un ministro de sonrisa cantinflesca.

Como nadie se movió, los agentes policíacos empezaron a levantar a la gente, primero a las mujeres, y las tiraron hacia un lado. El himno nacional de Guatemala seguía saliendo de las gargantas de los inmóviles protectores de la vida.

Carolina, desde su atalaya natural, cuando vio que también arrojaban como costal de deshecho a una señora embarazada, fue incapaz de contenerse. Su voz se fue multiplicando y multiplicando en las otras voces infantiles: “¡Sí a la vida; no a la minería!”

Y entonces llegó el recuerdo generalizado de los hijos en las memorias paternas ahí dispuestas, y todos se levantaron y buscaron con la vista al montón de patojos valientes que desde su colina, siguieron entonando el estribillo que logró unificar los corazones de toda esa gente. Los antimotines dispararon varias decenas de bombas lacrimógenas con lanzagranadas hacia el suelo y el caos empezó.

Los pobladores continuaron la resistencia y se protegieron del humo y el ácido represivo. Como no hubo manera de hacer callar a los niños, varios agentes empezaron a correrlos colina arriba, lo que provocó el muy justificado enojo de los padres que empezaron a arrojarles de regreso las bombas lacrimógenas a los agentes, que no esperaban esta reacción, y en respuesta empezaron a apedrear a todos los resistentes por parejo. Golpes, garrotazos, pedradas, patadas. Un tetunte le partió el cráneo a la señora embarazada.

Más agentes empezaron a corretear a los niños y, ya sin bombas los pobladores, se defendieron de la represión y le regresaron a los agentes la lluvia de piedras que soportaron. Sin protección contra el gas venenoso, los pobladores se retiraron y fueron a proteger a sus hijos, salvajemente perseguidos por una cobarde turba uniformada.

Pasado el desconcierto, se oyeron llantos y lamentaciones, coraje y orgullo renaciendo. Y, más allá, luego del ingreso de la maquinaria, se vio a los agentes invadiendo las champas de la resistencia y saqueándola. Las ocuparon por la fuerza y ahí se quedaron.

Más tarde, el cantinflesco ministro del Interior se dispuso a informar a los propietarios del proyecto criminal que el desalojo fue un éxito rotundo. Antes de marcar el número de sus amos foráneos le dieron una noticia que hizo desaparecer la sonrisa de su rostro. Le informaron que los defensores de la vida habían instalado otro campamento.

Hoy, como todos los días, Carolina está en el campamento.

1 de junio 2014

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