La historia de Ruanda no terminó con el genocidio

Hilda Varela B.

Al concluir el genocidio, en julio de 1994, Ruanda “desapareció” en los medios masivos de información, pero su historia no inició con el genocidio, ni se detuvo en 1994. Ruanda tiene una historia posterior.

El 7 de abril de 1994, el derribo del avión que transportaba a los jefes de Estado de Ruanda y de Burundi marcó el inicio de uno de los genocidios más graves desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Aunque hay varias hipótesis, hasta la fecha no se conoce con precisión quiénes y por qué razón atacaron el avión presidencial.

Los jefes de Estado regresaban de una reunión que tenía como finalidad tratar de poner fin a la guerra civil que desde octubre de 1990 sufría la población ruandesa y que enfrentaba a las fuerzas gubernamentales con el rebelde Frente Patriótico Ruandés (FPR). Antes del inicio del genocidio, Ruanda era un pequeño país casi desconocido, sin salida al mar, sin recursos estratégicos y con una alta densidad de población, en el que se registraron tres grandes periodos de matanzas étnico-políticas, que difícilmente llamaron la atención internacional. Al concluir el genocidio, en julio de 1994, de nuevo el país “desapareció” en los medios masivos de información, pero su historia no inició con el genocidio, ni se detuvo en 1994. Ruanda tiene una historia después del genocidio.

Las primeras noticias de las matanzas en abril de 1994 alimentaron mitos en torno a los africanos: los medios masivos de información afirmaban que se trataba de un “conflicto entre pueblos primitivos”, al margen de lógicas políticas. Sin embargo en un periodo de tiempo muy corto, la Corte Internacional de Justicia –uno de los órganos de la Organización de Naciones Unidas (ONU)- declaró que se había tratado de un genocidio, o sea, una forma radical de exterminio que tiene como objetivo principal llevar a cabo una “solución final”, con la destrucción física y deliberada de los miembros de un grupo, considerado como diferente –por razones nacionales, étnicas, raciales o religiosas- recurriendo a prácticas sistemáticas y extensivas de exterminio.

Es importante subrayar que un genocidio no puede ser perpetrado por un pueblo “primitivo”: llevarlo a cabo exige una organización y planificación sofisticada y detallada. Un fenómeno e este calado nunca es “espontáneo” o “accidental”, y expresa la existencia de una profunda crisis interna en sociedades injustas y con altos niveles de impunidad. Son el síntoma más grave de una profunda ruptura ética al interior de la sociedad.

En Ruanda, el desencadenamiento de la matanza genocida estuvo precedido por una amplia difusión -llevada a cabo por el ala más conservadora de la elite del grupo étnico hutu a través principalmente de emisiones radiales, pero también en prédicas religiosas- de un discurso de odio hacia el grupo étnico tutsi, difundiendo entre población civil, pobre y sin una conciencia política elaborada, el mito de que en cualquier momento podría llegar gente tutsi a matarlos a ellos y a sus hijos.

Los antecedentes del genocidio del 1994

En ese país centroafricano existen dos grupos étnicos importantes: el minoritario tutsi y el mayoritario hutu, que comparten lengua, religión, historia y tradiciones. Diversos factores sociales, políticos y económicos favorecieron el surgimiento de una sociedad estratificada. Con la invasión colonial belga, esa estratificación se acentuó, favoreciendo el mito de que los tutsi eran superiores a los hutu y se volvieron más complejas las relaciones de explotación entre la elite tutsi y el resto de la población.

A la sombra del colonialismo, la elite tutsi gozaba de un acceso privilegiado a la educación colonial y a cargos en la administración colonial. Debido a diferentes conflictos entre las instancias del gobierno colonial y la elite tutsi, con la proclamación de la independencia un sector de la elite hutu heredó el poder del nuevo Estado. Los primeros gobiernos poscoloniales se caracterizaron por la concentración del poder en la elite hutu, por su naturaleza autoritaria y por la existencia de un gran sector –predominantemente rural- que vivía en la pobreza.

Antes del genocidio, de abril a julio de 1994, se registraron tres periodos de matanzas étnico-políticas, con el exilio de una gran cantidad de población local, casi siempre hacia países vecinos. Estos antecedentes violentos en la escena política local fueron “ignorados” por los grandes intereses occidentales, e incluso el régimen autoritario en el poder hasta abril de 1994 era considerado como favorable a la democratización.

En octubre de 1990 comenzó una cruenta guerra civil, protagonizada por las fuerzas gubernamentales –encabezadas por el sector más conservador de la elite hutu- y el rebelde FPR, formado básicamente por ruandeses de origen tutsi que habían encontrado refugio en Uganda. Durante la guerra civil se acentuó la pauperización de la gran mayoría de la población, y tanto las fuerzas del gobierno como las del FPR fueron denunciadas a nivel internacional por llevar a cabo matanzas étnico-políticas y por cometer graves violación de los derechos humanos. A nadie parecieron interesarle esas denuncias. Por presiones internacionales y para intentar solucionar la guerra civil, el gobierno ruandés, a principios de la década de los noventas, permitió una apertura relativa del sistema político, lo que favoreció el incipiente surgimiento de organizaciones de la sociedad civil y de partidos políticos.

Las secuelas del genocidio

La violencia genocida fue iniciada por fuerzas paramilitares y militares del nuevo gobierno -de la sección más represiva de la elite hutu-, formado inmediatamente después del derribo del avión presidencial. Las primeras víctimas del genocidio fueron personas de origen tutsi y políticos hutu moderados. A corto plazo, en las matanzas se involucraron el FPR y población civil aterrorizada, independientemente de la pertenencia étnica, convertida en víctima y victimaria.

En julio de 1994, con el triunfo militar del FPR, se consideró concluido el genocidio, que dejó miles de muertos (probablemente el 12 por ciento de la población total), destrucción física de la infraestructura (desde carreteras hasta hospitales) y, sobre todo, profundas heridas en el tejido social. Durante el periodo comprendido entre julio de 1994 y agosto de 2003, denominado transición, encabezando el FPR estuvo en el poder un gobierno de unidad nacional –con miembros hutu y tutsi- cuyos objetivos definidos eran la reconstrucción, la seguridad, la estabilidad política y económica y la reconciliación.

Sin negar las dificultades –como los ataques armados lanzados por la oposición ruandesa desde países vecinos- los primeros objetivos fueron relativamente alcanzados, pero con un costo político y social muy alto: no se hizo ningún esfuerzo por lograr la reconciliación nacional. Afirmando la prioridad de la seguridad y de la estabilidad política, se prohibió la formación de partidos políticos, se impidieron mecanismos y espacios de participación popular y se impuso una “memoria oficial” del genocidio, entre cuyos rasgos destacan la descalificación de las identidades étnicas como “obscurantismo”, aunque en la práctica surgió una nueva elite tecnocrática vinculada con los altos mandos del FPR, que afirmó que las únicas víctimas del genocidio fueron personas de pertenencia tutsi, negando la posibilidad de que el FPR hubiese podido cometer crímenes de guerra en la medida en que había sido la fuerza “libertadora”.

Fue inevitable el surgimiento de fracturas en el ejército y en la clase política, pero también entre población de origen tutsi que había regresado del exilio o que seguía siendo pobre y la elite en el poder. Al concluir el periodo de transición, el gobierno de facto había dejado de ser de unidad nacional ante la deserción de los principales miembros de origen hutu.

Entre los años 2003 y 2014, el proceso ruandés fue definido como de “consolidación democrática”. Se promulgó una nueva constitución –que tiene aspectos positivos, como la prohibición de los discursos de odio- y se celebraron dos elecciones generales (2003 y 2010). A diferencia de otros países africanos, Ruanda es un país atractivo para la “ayuda” internacional y las inversiones extranjeras a las que no les preocupa la situación de los derechos humanos, lo que repercutió en el crecimiento de un sector moderno capitalista, dinámico y básicamente urbano. A pesar de las voces que subrayan que el actual régimen –encabezado desde 1994 por el mismo hombre- es autoritario, y de las sospechas de que altos mandos gubernamentales y del ejército pudieron haber participado en el genocidio, el gobierno ruandés tiene el apoyo de gobiernos occidentales.

La excesiva concentración del poder económico y político se traduce en la imposibilidad de que surja una auténtica oposición política que pueda competir con el FPR; en el incremento de la injusticia y la desigualdad sociales –a pesar de que según cifras oficiales ha disminuido la pobreza- y, sobre todo, en la ausencia de mecanismos para que la población –independientemente de su pertenencia étnica- pueda elaborar sus memorias del genocidio y romper la terrible violencia que significa condenarla a sufrir en silencio las secuelas del genocidio. Muchas mujeres, como producto de violaciones durante el genocidio, tuvieron hijos, y muchas veces tanto esas mujeres como sus hijos son rechazados por sus comunidades En condiciones difíciles, hay grupos internos favorables a la reconciliación nacional y a la construcción de una sociedad menos injusta.

La autora es Profesora investigadora de tiempo completo en el Centro de Estudios de Asia y África (CEAA), El Colegio de México. Actualmente directora del CEAA (2013-2015)

Publicado el 07 de abril de 2014

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