“Mamá ¿por qué los zapatistas no se visten en español?”

Cecilia y Emilia- Universidad Trashumante (Argentina) y UACM (México)

Ingresamos al Caracol de Oventik sumergiéndonos en un mar interminable de aplausos; era negra la noche, sólo iluminada por los miles de ojitos sonrientes y musicalizada por las incansables palmas que acompañaban nuestros pasos. Así nos recibieron nuestr@s maestr@s, para cobijarnos en su tierra de la digna rebeldía. Entre la marea humana estaba Natalia, a quien pronto conoceríamos y nos acompañaría en estos intensos días de aprendizaje. Natalia: Votán, guardiana, maestra; compañera de lucha aunque nunca nos volviéramos a ver de nuevo. Sus ojos condensan la mirada de los pueblos zapatistas; sus manos, el trabajo cotidiano de la resistencia. Nuestra experiencia en la escuelita elige ser narrada a través de la belleza, simpleza y claridad pedagógica que nos brindó la relación con ella y –a través de ella– con el nosotros zapatista.

Nos quedamos en el Caracol porque así estaba dispuesto para l@s niñ@s que llegaran a la escuelita y conmigo viajaba Emilia, mi hija que entonces todavía no cumplía los 4 años.  Natalia nos abrazó a las dos aquella noche, cargó a la niña sin que medie una palabra, y caminando por un sendero por el que luego subiríamos y bajaríamos varias veces cada día, nos condujo a una de las aulas de la escuela secundaria, que estaba acondicionada con seis camitas confeccionadas con tablas de madera, separadas por plásticos a manera de pared. Cada espacio albergaría a una familia con su niñ@. Con los días pude contar más de 36 espacios como éste, lo que de hecho transformaría la vida de los niños en un festín: amanecer, convivir y anochecer tod@s junt@s en la montaña, compartiendo juegos y alimentos, era en sí misma una experiencia única. Cada niñ@ tenía, a su vez, su Votán: ell@s les cuidarían, les harían jugar, ir al baño, comer. La Votán de Emilia, Marcela,  había llegado desde San Andrés para cuidarla junto a sus dos pequeños hijos. Emilia fue durante esos días una hija más y se acopló al ritmo de vida rápidamente a pesar de no comprender ni una palabra en tzotzil ni Marcela en castellano.

Naturalmente, fuimos estableciendo una relación de convivencia plena con nuestras Votanas, de quienes no nos separamos ni un minuto en los siete días. Casi no podíamos comunicarnos verbalmente. Natalia esbozaba apenas algunas palabras en castilla, palabras que generalmente eran excusas para mirarnos y tratar de entendernos. Nosotras de a poco fuimos aprendiendo algunos vocablos en tzotzil, muy pocos, pero suficientes para entrar en el juego de mezclarnos, de ser pares, indistintas. Sin muchas palabras comunes primaron entonces las miradas, los gestos, las acciones al acompañarnos. Y así nos fuimos conociendo, iniciando nuestro proceso de aprendizaje, mediante una comunicación prácticamente gestual basada en compartir las mismas actividades cotidianas juntas. En la profunda sencillez de convivir, radica el aprendizaje en la Escuelita Zapatista. No hacía falta narrar la realidad en esta escuela, porque la estábamos viviendo sin horarios ni muros que nos separaran de ella: desde el amanecer hasta el anochecer, compartiendo la vida.

Aprendimos así sobre la resistencia con nuestras guardianas-maestras, viéndolas subir y bajar la montaña con nosotras; Emilia cabalgando en el rebozo de alguna de ellas. Aprendimos sobre la claridad y solidez de la lucha viéndolas entregarse a su misión, dejando a sus hijos y tareas con la certeza de que la prioridad era compartir sus aprendizajes durante estos días.

Aprendimos sobre la autonomía, siendo testigos de los actos creativos que sostienen la sociedad que día a día se construye en Oventik: los trabajos para cuidar la salud, en la clínica La Guadalupana, ampliamente reconocida aún por fuera del territorio autónomo; la importancia dada a la educación, con la creación de al menos una escuela zapatista por comunidad, donde los contenidos y labores se enfocan en la reflexión y acción para la lucha. Aprendimos sobre autonomía alimentaria,  nutriéndonos con los alimentos que nos compartieron, cosechados en su propio territorio y cuidando desde la semilla que no fueran transgénicos. Nos estremecimos al reconocer que el poder autónomo emana de cada uno de los actos cotidianos del trabajo colectivo en cada familia, en cada comunidad. Vislumbramos el mandar obedeciendo al conocer de cerca la sencilla casa de quienes conforman la Junta de Buen Gobierno, y a sus representantes. Ell@s nos contaron sobre su trabajo de manera humana, sin idealismos superfluos; nos confesaron que cometen errores, pero que sin embargo mandan obedeciendo porque el pueblo analiza todo lo que se propone.

Aprendimos sobre el proceso participativo de la mujer, simplemente atendiendo a la entrega de nuestras Votanas. Aprendimos sobre la apertura de los hombres para que las mujeres sean parte del proceso político y admiramos su sensibilidad y transformación, viendo al esposo de Natalia ir y venir con los niños, que habían quedado a su cargo y nos visitaban diario. Ella los veía llegar por las mañanas y con orgullo nos decía “están bañados, y vestidos muy bonito”, aludiendo al trabajo de su compañero.

Así se fueron dando cada día nuestros aprendizajes, compartiendo la faena y la vida comunitaria en Oventik; de a poquito se fue constituyendo una comunidad de aprendizaje entre tod@s los que allí estábamos. Tuvimos la posibilidad de ir cada vez más profundo dentro del Caracol; cada día teníamos visitas a los diferentes espacios de trabajo, donde los propios compañeros nos contaban cómo se organizaban. Luego de compartir el desayuno, partíamos con Natalia a los diferentes recorridos; mi hija se quedaba con su Votán –Marcela, quien la cuidaba amorosamente, como a una hija propia–, mientras yo me concentraba en las distintas actividades. Era divertido y conmovedor ver a cada niñ@ con su Votán, y la franca y fresca relación que establecían. Fue uno de los aprendizajes más enormes que nos llevamos.

Por las tardes, era hora del estudio. L@s niñ@s jugaban en la cancha de básquet custodiados por sus guardianes, y las mamás y papás nos concentrábamos a leer. Natalia estaba siempre al lado mío, cuidando que yo cumpliera con mi tarea de estudiar. Reconozco que muchas veces, aun sabiendo que no estaba en nuestras posibilidades lingüísticas, le preguntaba sobre las inquietudes que me sugerían los textos, por puro deseo nomás… A lo que ella entrecerraba sus ojitos y me decía “Soy sencilla, Ceci”, con lo que me daba a entender que no me entendía ni jota. Hasta que una noche, por fin, hubo un traductor.  Nuestra familia vecina tenía un Votán que entendía el castilla: esa tarde los había escuchado conversar a gusto, a través de la pared de plástico, mientras Natalia, sus hijos y nosotras convivíamos en nuestro ritual silencioso de miradas y gestos. Me animé, y le pedí si por favor nos podía ayudar a platicar. Entonces esa noche pudimos conversar intensamente durante media hora; luego de varios días de inventarnos un lenguaje, por fin pudimos platicar con todas nuestras palabras. Nos hicimos preguntas. Primero una, luego la otra. Yo: ¿Dónde estabas en el 94? ¿Tú votaste por el sí a la guerra? Y ella: ¿De dónde vienes, de qué luchas, cómo nos conociste? Y yo: ¿Estabas la noche que nos recibieron con aplausos? ¿Qué sentiste? Y ella: Sí estaba, nos sentíamos muy nerviosos esperándolos, llevamos muchos meses preparando su llegada, por fin los conoceríamos.. Y yo: Nosotros también estábamos tan expectantes y nerviosos por conocerlos…  Así hablamos aquella noche por medio de nuestro traductor, la fuerza de las palabras se nutrió de la fuerza de las miradas que nos habíamos construido en todos estos días. Brillaron nuestros ojos, fue muy emotivo el abrazo con el que cerramos el diálogo. “Compañera”, me dijo Natalia en castilla. “Compañera”, dije yo también.

Al otro día llegaron l@s compas que se habían ido a las comunidades. Llegaron mis compañer@s de la Universidad Trashumante de Argentina y de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Transformad@s, revuelt@s por las experiencias. Cada quien con su Votán como un ángel de la guarda en resistencia. El Piter contando cómo lo habían recibido en su comunidad, que él les había podido cantar una chacarera nuestra, que estaba tan emocionado por estos días. El Marcos, serio y conmovido. Mi hermana Mariana –con la constante presencia de Alejandra a su lado–, sin muchas palabras, concentrada en las vivencias. L@s compañer@s de Tezonco, Ángeles, Jorge, Rosa María, Aldo, la Fersita… tod@s llevaban en sus ojos el brillo de lo aprendido. Fue un cierre muy intenso. L@s niños estaban cansados, pero ya eran amigos entre sí. “K’olaval, decía mi hija cuando le ofrecían algo. Hubo fiesta en la noche, compartimos cantos y danzas y luego vino la despedida. “Sí se siente algo, sí se siente”, me dijo Natalia. Claro que se siente, claro, claro.

Ya en el camión, de medianoche, serpenteando la montaña neblinosa, Emilia también sintió la despedida, el intenso aprendizaje. Llevaba en el cuello una bolsita azul, con las siglas de EZLN en rojo, que Natalia había tejido para ella. “Mamá ¿por qué los zapatistas no se visten en español?”, nos preguntó. Afortunadamente no lo hacen, supongo que le intentamos responder: esa es su libertad, la de ser ell@s mism@s, vistiendo con su historia y su cultura el territorio que habitan.  ¿Y la nuestra? –imagino a mi hija preguntándome. Eso es lo único incómodo que nos queda dando vueltas en las emociones… producto de vivir unos días en territorio digno zapatista y luego volver a nuestras realidades. Es una incomodidad casi dulzona, como una semilla que quiere germinar pero necesita crear suelo fértil para hacerlo: una incomodidad que se sabe acompañada, una semilla que no está sola entonces.

¿Si recibimos enseñanzas? Muchas y a todas horas. Pero quizás la que más nos cimbra es la de aprender a no rendirnos ante las propias realidades, la de buscar y encontrarnos en otras miradas y manos para seguir construyendo creativamente los mundos que soñamos: sentir que es posible crear nuestro pequeño espacio libre y propio, cuidando de que pueda enlazarse a otros, que de a poco van pariendo un mundo común y compartido. “Lento, lento… pero avanzando”, como el caracol.

Publicado el 27 de Enero de 2014

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