La retaguardia de la rebelión siria

Imane Rachidi Foto: Monica G. Prieto / Periodismo Humano, e Ilya U. Topper / MSur

Siria. Dos hombres entran en un café de Antakya, la capital de la provincia de Hatay, fronteriza con Siria. Ambos llevan una especie de armazón de hierro montado sobre el brazo: son guerrilleros sirios heridos por balas explosivas en el frente de Latakía, escasos cien kilómetros más al sur. Han venido a Turquía para curarse pero ahora echan de menos el frente.

“Acaba de empezar nuestra gran ofensiva, la mayor en dos años”, asegura el mayor, Mohamed Biro, comandante de una brigada en el Monte Kurdo, una región montañosa al interior de la ciudad portuaria de Latakía donde se atrincheran, casi desde el principio de la revolución, varias brigadas campesinas, decididos a defender su montañoso terreno contra el ejército de Damasco.

“Ya hemos tomado una decena de pueblos. Si nos dieran armas, en unos días tendríamos toda la costa bajo control”, asegura el guerrillero. No es un empeño fácil: se trata de una zona habitada por alauíes, casi todos partidarios del régimen. Por una parte porque el dictador, Bashar Asad, pertenece a la misma rama del islam laico y liberal que ellos, por otra, porque en el bando rebelde abundan cada vez más los islamistas radicales, y su victoria podría significar el fin de la libertad de culto.

Durante dos años, los guerrilleros del Monte Kurdo han aguantado en sus pueblos las lluvias diarias de morteros que lanza el ejército desde la llanura. “No se atreven a subir a nuestro monte: perderían”, aseguran los combatientes, aunque recuerdan que ellos sólo cuentan con armas ligeras y algunos explosivos.

Antakya es su retaguardia: desde aquí se lleva material, comida, ordenadores y cámaras al frente – y probablemente también armas, aunque de esto se habla poco -, aquí descansan los heridos y aquí se refugian las familias que viven demasiado cerca del frente. Como la de Bushra. “Nuestra casa cerca de Selma, en el frente de Idlib, recibía balazos cada dos por tres”, recuerda esta mujer, ahora residente en una casa alquilada en un barrio tranquilo de Antakya.

“Al principio colgábamos mantas en las ventanas e intentábamos aguantar. Pero los militares veían el humo que salía de nuestra chimenea y empezaron a tirar con más precisión. Cuando nos cortaron la luz, había que ir a por agua al pozo, y cada vez me jugaba la vida”, relata.

Lo peor eran el efecto de los bombardeos en los niños: “Ya no se atrevían a corretear erguidos, todo el rato se agachaban. Todavía ahora, cuando ya hace cinco meses que estamos en Turquía, con cada ruido fuerte que haya en la calle, el niño se me asusta y grita “Bashar, Bashar”, lamenta Bushra.

Peor lo pasa la familia de Mohamed. Este niño de nueve años sonríe desde un camastro improvisado en un almacén, cedido por un empresario sirio y convertido en la vivienda improvisada de esta familia de refugiados. Desde que lo atropelló un coche de las fuerzas de seguridad durante una redada, se ha quedado paralítico de cintura para abajo. Juguetea con una pistola de plástico, pero no puede moverse ni alejarse de la sonda que le mantiene estable.

Una silla de ruedas en la puerta, donación de un alma caritativa, ayuda a su madre a llevar a su hijo cada día al hospital público, justo al otro lado de la calle, donde recibe un tratamiento básico. Desde junio es gratuito, explica la mujer. No quiere trasladarse a los campamentos que Turquía ofrece a los refugiados porque “allí sólo tienen primeros auxilios, no hay una atención completa, y aquí tengo el hospital enfrente”, explica.

La familia vive de forma clandestina, sin papeles, pero no se ha encontrado con problemas. “Sólo a veces algún vecino amenaza con llamar a la policía”, dice la madre, pero es obvio que las autoridades hacen la vista gorda ante la presencia de miles de refugiados sirios sin documentos en regla. Los 14 campamentos establecidos por Turquía ya están al borde de su capacidad, según ha admitido el propio gobierno.

El padre, Abu Mohamed, regresa de vez en cuando al frente para combatir. Fontanero de profesión, ha realizado un curso de primeros auxilios entre derrumbes… algo que vendrá bien en el próximo bombardeo, piensa. La familia no tiene ingresos, más allá de algunas donaciones. Nada llega desde los organismos de la oposición en el exilio, como la Coalición Nacional Siria cuyos delegados se reúnen casi cada semana en algún hotel de Estambul para lanzar proclamas contra el régimen.

“No es verdad: una delegación de la Coalición acaba de realizar una gira por varios campamentos de refugiados en el sur de Turquía para evaluar sus necesidades”, se defiende Louay Safi, portavoz de este organismo. Pero los 200 mil sirios que viven en los espacios bajo tutela del Gobierno turco tienen al menos la comida diaria asegurada. Son los que viven por su cuenta – las estimaciones varían entre cien mil y 150 mil – quienes echan más en falta una ayuda. Por ahora sólo cuentan con repartos ocasionales de empresarios sirios acomodados, que reparten paquetes de comida en algunas barriadas.

“¿La Coalición? ¡No hace nada de nada! Es más: ellos tienen la culpa de que estemos como estamos. Son responsables del fracaso de la revolución”, se enfada Mohamed Biro. Dos años de esfuerzos diplomáticos del Consejo Nacional Sirio (CNS) y de su organismo sucesor, la Coalición (CNFROS) no han ayudado para nada a cambiar la situación sobre el terreno, explica. Los guerrilleros combaten por su cuenta, recibiendo armas y dinero desde Qatar, Arabia Saudí o Kuwait, o arrebatándoselas al enemigo, pero sin deberle nada a quienes se codean con los ministros de Exteriores europeos y norteamericanos. Washington financia la Coalición con millones de dólares, pero no entrega armas, y las brigadas en el frente se sienten abandonadas.

“No recibimos órdenes de la Coalición, no hay ningún contacto, ni coordinación”, asegura el guerrillero. “Tampoco con lo que ahora se ha dado en llamar el mando central del Ejército Libre de Siria (ELS): no pinta absolutamente nada”. Las diferentes agrupaciones, normalmente compuestos por desertores del Ejército regular, que combaten en el frente sirio bajo las siglas del ELS sí son compañeros de armas, matiza, pero ellos tampoco siguen instrucciones de este supuesto mando central, asegura.

Las redes de “coordinación de activistas”, a veces conocidas por el término árabe, Tansiqiyat, van aparte. Antakya alberta el centro de comunicación y prensa, encajonada en los bajos de otro edificio. Thair Abderrahman, el responsable, reina entre dos ordenadores, varios teléfonos móviles, un ejemplar del Corán. Una cadencia ininterrumpida de avisos sonoros de un programa de mensajes en la pantalla pespuntea la conversación.

Los activistas del noroeste de Siria usan sobre todo Skype para comunicarse, enviar fotos y vídeos, dar el parte de heridos, muertos, avances. “Los activistas graban los enfrentamientos, sobre el terreno, y nos envían el video, nosotros nos encargamos de analizarlo y de subirlo al canal de Youtube”, explica Thair.

Es un trabajo arriesgado. “Tenemos a más de 80 activistas que nos envían la información aquí, al Centro de Antakya, pero en el último año han detenido a doce personas de nuestro equipo, periodistas, alguno con su archivo completo de datos”, recuerda el responsable. “El régimen ha intentado por todos los medios impedir que salga información del país. Tiene sus mecanismos para intervenir las llamadas y para controlar lo que se mueve en internet. Incluso para manipular la información. Es decir, nunca es completamente seguro enviar y recibir los datos”, detalla.

A eso se añade otro riesgo: “También hay gente que se cree la propaganda del régimen, se la cree y la hace llegar a los medios. Es muy difícil verificar la información en una situación como esta. Pero nuestros activistas son conscientes de que, si nos engañan una vez, no volveremos a confiar en ellos. Por eso, antes de contactar con nosotros, corroboran las grabaciones y la información”, explica Thair. Tampoco él quiere saber nada de la Coalición. “No tenemos nada que ver con ellos”, dice, tajante.

Pero en el terreno se olvidan las diferencias, cuando se trata de hacer frente al enemigo. Para lanzar la gran ofensiva en la zona de Latakía a inicios de agosto, todos se coordinaron, asegura Firas Biro, hermano de Mohamed y enlace frecuente entre el frente del Monte Kurdo y la retaguardia de Antakya: “Nuestras brigadas de voluntarios locales, las unidades del Ejército Libre de Siria y los combatientes islamistas de grupos tipo Yabhat al Nusra… todos se han unido para lanzar el ataque”, relata.

Se hace difícil hacer la guerra sin contar con los islamistas. El propio Firas se abstiene ahora de criticar a “los barbudos”, aunque hace apenas un año antes se burlaba de los milicianos islamistas que se arriesgaban a morir de sed en el frente antes de incumplir algún detalle del ayuno de ramadán. Señalaba entonces que la imaginería islamista difundida por la brigada de su hermano, barbas largas y cintas negras con el credo incluidas, no era más que una farsa para acceder a los dólares y metralletas de Qatar, Kuwait o Arabia Saudí: no había manera de acceder a financiación exhibiendo convicciones laicas. Ahora, él mismo cumple el ayuno, aunque su hermano, no: los heridos están exentos.

También la retaguardia está cada vez más en manos de los islamistas. No sólo lo atestigua el Corán en la mesa de Thair Abderrahmán. También los dos colegios para niños sirios, creados por iniciativa privada en Antakya, “están dominados por los islamistas”, según Firas Biro. Por esto, añade, Bushra, profesora de inglés, no quiere o no puede trabajar en ellos. “No sé ni dónde se ubican”, admite ella.

Pero incluso refugiados relativamente laicos, como Bushra o Firas, destacan como musulmanes practicantes en Hatay, provincia donde la mayoría de la población se adhiere a la fe alauí, la misma que profesa la familia Asad. O que no profesa, porque los alauies se diferencian del resto de los musulmanes por no cumplir ningún rito, ni el rezo, ni el ayuno, y mucho menos las normas respecto a la vestimenta de la mujer. Es fácil diferenciar a las mujeres refugiadas en Antakya: muchas llevan pañuelo o incluso un velo cerrado, algo muy poco habitual en esta ciudad turca de vida nocturna alegre.

La diferencia visual coloca barreras entre dos colectivos que comparten el idioma – los alauíes de Hatay hablan árabe sirio como idioma materno – pero están separados por la religión y desde hace dos años por la política. “Está todo lleno ahora de mujeres tapadas bajo velos negros, no nos gusta nada”, afirma Sevim Gül, alauí y empleada de un negocio local. De hecho, las costumbres de algunas familias chocan mucho a la población turca: Abu Mohamed, oriundo de Hama, apenas deja salir a sus hijas adolescentes a la calle, y las regaña incluso cuando las descubre, con el velo correctamente puesto, asomadas a la ventana del piso en que vive esta familia, más bien acomodada a juzgar por el potente coche en la puerta.

A esto se añaden quejas económicas: la demanda de pisos de los recién llegados – ya hay barrios enteros habitados en su mayoria por refugiados sirios – han hecho duplicarse el precio local de la vivienda, algo que enfada a muchos jóvenes aunque, desde luego, no tanto a los empresarios de la construcción. Las tensiones entre ambas sociedades están ahí, pero raramente se descargan en enfrentamientos, más allá de una ocasional pelea de jóvenes, normalmente atajada de inmediato por un despliegue policial. “No hay miedo de ir por la calle, no hay agresiones por parte de los alauíes”, confirma Firas. “Los sirios no son violentos”, concede, por su parte, Sevim.

Pero la desconfianza persiste. En parte porque, según explica el activista pro derechos humanos Hefiz Abdulrahmán, entre los alauíes de ciudadanía turca y habla árabe, no faltan quienes han estudiado en Damasco y mantienen buenas relaciones con los servicios secretos sirios. La población de Hatay podría ser una cabeza de puente del régimen de Asad en Turquía, temen algunos.

La creciente islamización de la oposición, que lleva incluso a jóvenes de inclinación laica a ocultar sus ideales y a adaptarse a la corriente general, no hace más que exacerbar las diferencias. Tal vez, lo que hace un año fue una farsa impuesta por las circunstancias, ahora se haya convertido en íntima convicción. “Cuando todo va mal – reflexiona Firas – uno siempre intenta arrimarse a Dios”. 

Publicado en MSur


Publicado el 02 de septiembre de 2013

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