Los asesinatos de campesinos en el Bajo Aguán

Emilia Giorgetti Foto: Marvin Palacios

Tegucigalpa, Honduras. Este es el primero de una serie de artículos sobre Honduras escritos por Emilia Giorgetti. La foto es de Marvin Palacios. Marvin es un periodista amenazado por su continuo compromiso en defensa de los derechos humanos. De hecho, Honduras, un país pequeño y casi desconocido, cuenta con la más alta tasa mundial de periodistas asesinados por número de habitantes y, en absoluto, en el año 2012, se posicionó en el segundo lugar después de Siria, que está involucrada en un conflicto armado. (Red)

El abrazo de doña Elena es fuerte y acogedor. Su cuerpo delgado y ágil no demuestra sus 79 años; su mirada directa y aguda es la de una mujer que aunque lo sufrió todo en su vida, hasta el dolor más grande de la desaparición de un hijo, José Antonio López Lara, no se puede resignar y sigue luchando por obtener justicia. Frente a la indiferencia de las autoridades, la familia de José Antonio y el Movimiento Unificado Campesino del Aguán decidieron intervenir y transformarlo en un símbolo de la lucha contra la impunidad, y en un arma contra los Facussé, los miembros más poderosos de la oligarquía hondureña.

La espera de doña Elena y de su familia empezó hace casi un año, cuando López Lara, un campesino de 46 años, desapareció el día 29 de abril de 2012. Salió de su casa para buscar pescado en el río Llanga, cuyas aguas colindan con la finca palmera Paso Aguán, en aquel entonces en las manos del terrateniente Miguel Facussé Barjum. Nunca regresó a la casa.

Saudi, la hija mayor de José Antonio, dice que los guardias de Miguel Facussé habían ya amenazado a su padre de desaparecerlo si se acercaba a la finca y el día de su desaparición, “alrededor de las 10 de la mañana, algunos campesinos del lugar dicen que escucharon cuatro disparos”, narra. Antes de José Antonio López Lara, por lo menos tres hombres relacionados con la finca Paso Aguán habían desaparecido. El 15 de mayo de 2011 desapareció Francisco Pascual López (37 años). Un niño escuchó disparos, pero el cuerpo no fue encontrado. Antonio Gómez (55 años), miembro del movimiento Nueva Vida de Rigores y campesino en la finca Panamá, desapareció en febrero de 2012 y el vigilante de la finca Panamá Lito Rivera (35 años) desapareció en el camino rumbo a su trabajo en la tarde del día 30 de enero de 2012.

Alrededor de una quinta parte de los terrenos en Bajo Aguán está controlada por la familia de Facussé, dueño de la empresa Dinant y anciano patriarca de uno de los grupos oligárquicos que controlan toda la economía de Honduras. Quedan en sus manos 22 mil hectáreas de cultivos de palma africana para la producción de aceite, margarina, comida chatarra y, sobre todo, agro combustible. Por este motivo, muchos bancos internacionales, incluso el Banco Mundial, están dispuestos a apoyar la inversión con abundantes préstamos.

Los guardias de la familia Facussé siempre impidieron a los familiares y amigos de los desaparecidos buscar sus cuerpos o rastros que pudieran esclarecer la verdad. Fue con la desaparición del dirigente campesino Gregorio Chávez, el dos de julio de 2012, cuyo cuerpo sin vida se encontró cinco días después en la finca Paso Aguán, y con la recuperación de la finca por parte de los campesinos, que se constituyó una comisión encargada de la búsqueda de las demás víctimas y que, el día tres de abril 2013, se hallaron restos humanos enterrados en una fosa clandestina a pocos metros del lugar de donde, en el día de la desaparición de José Antonio López Lara, se escucharon los disparos.

Después de 20 días de vigilancia del lugar del hallazgo, para que nadie pudiera borrar las huellas del asesinato, el día 25 abril de 2013 se llevó a cabo la exhumación oficial del cuerpo, gracias a la intervención de peritos forenses guatemaltecos de la prestigiosa Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG).

Cuando, al amanecer, los expertos de Guatemala, el arqueólogo Leonel Paíz y la antropóloga Alma Vázquez llegaron al sitio del hallazgo, la familia de López Lara ya estaba reunida bajo una carpa: doña Elena, sus hijos, nietos y bisnietos y Rosa, la esposa de José Antonio, con sus dos hijos, de tres y ocho años. El lugar estaba vigilado por decenas de miembros de la policía preventiva y del ejército. Por un lado estaban familiares y defensores de derechos humanos, sin armas, en búsqueda de una chispa de verdad; por otro, hombres armados, entrenados para hacer más víctimas – la mayoría de ellos niños, de movimientos torpes, cargados con fusiles más grandes que ellos mismos y la mirada vacía: títeres a quienes el poder utiliza contra sus iguales, los jóvenes campesinos en lucha por la tierra.

El sitio del hallazgo estaba marcado por una cruz de caña. Aquí, en la sombra de la palmera, empezó el proceso de exhumación. Leonel y Alma daban órdenes seguras a los tres campesinos que les ayudaban en la excavación: medían, tomaban fotos, filtraban la tierra. Todos les seguíamos en silencio, en una atmósfera irreal, sin darnos cuenta de que, poco a poco, el alrededor se poblaba. Decenas de campesinos se acercaron despacio, hasta rodear el recinto con su abrazo de solidaridad y sus mantas rojas de protesta contra la militarización de la zona y la represión de su lucha. Y allí se quedaron, de pié y callados, durante todo el día.

Entorno al mediodía, aparecieron los primeros rastros del cuerpo: las botas de goma y el cráneo, acostado sobre su mejilla derecha, como si durmiera. Y después la bolsa rayada, la cuerda para pescar, y el pescado, sepultado con él. “Es él”, exclamó una de sus hermanas“Ya lo sabía. Fue una corazonada. Desde el principio lo sentí que era él». Doña Elena se acercó a la fosa y se abandonó a un largo llanto liberatorio, cubriéndose la cara con un pañuelo blanco.

En la espera de la identificación científica de los restos, gracias a los exámenes de ADN que la FAFG lleva a cabo, el poder herido desató su represalia a través de una campaña de criminalización de los actores sociales: miembros de movimientos campesinos, periodistas, defensores de derechos humanos e incluso observadores internacionales, por supuesta injerencia en los asuntos internos del estado. El intento claro de la campaña, apoyada por anchos sectores de la prensa, es hacerles aparecer como grupos terroristas o relacionados con cárteles de narcotraficantes.

El conflicto agrario en Bajo Aguán es emblemático de la situación de grave inestabilidad de Honduras y resulta de la histórica desigualdad en la distribución de tierra en el país: alrededor del 50 por ciento de los terrenos está en las manos del tres por ciento de los productores y el 35 por ciento de los campesinos no tienen tierra. La gran acumulación en Bajo Aguán empezó al principio de la década de los 90, cuando ricos terratenientes y equis altos mandos del ejército se apoderaron de la tierra de las cooperativas campesinas, gracias al apoyo del gobierno, a trampas legales y a la violencia extrema de sus ejércitos privados.

En las noches obscuras de las aldeas, decenas de hombres armados bajaban de los camiones, disparaban, violaban a mujeres y se marchaban dejando un desierto de cenizas y sangre. El derrocado presidente Manuel Zelaya llevó a cabo un primer intento de intervención. El golpe del 28 de junio interrumpió la negociación. Por el contrario, el gobierno golpista de Micheletti y el actual Presidente Porfirio Lobo Soza, además de negarse a una negociación, decidieron responder con el regreso a los viejos métodos de los años ochenta, es decir, a una masiva militarización bajo el nombre de Xatruch III y el mando del coronel Germán Alfaro Escalante, entrenado en 1984 en la tristemente famosa Escuela de las Américas en Panamá.

Hoy en día, en el país con la más alta concentración de pobres de toda Latinoamérica, el esfuerzo de los terratenientes por incrementar sus posesiones sigue con energía creciente y con éxito, gracias a la gigantesca operación de defensa del privilegio de una minoría, orquestada por el Estado. No obstante las declaraciones del gobierno, las violaciones de derechos humanos siguen. Las desapariciones de los campesinos continúan, aunque, en su mayoría, las familias aterradas se nieguen a acudir a la policía y prefieran huir lejos con sus pocas cosas, para evitar represalias.

El abogado Antonio Trejo fue asesinado en septiembre de 2012 por ser culpable de la victoria legal de los campesinos que lograron obtener el reconocimiento de su derecho de propiedad sobre la finca San Isidro. A principios de 2013, asesinaron también a su hermano José, quien estaba investigando sobre los sucesos relacionados con la muerte de Antonio. Según informes oficiales se estima que, aunque no se tiene un dato exacto, en los últimos tres años en Bajo Aguán hubo 92 muertos, más de 70 heridos y una decena de desaparecidos. La mayoría de las víctimas formaba parte de los movimientos campesinos.

De confirmarse de manera científica y oficial que la osamenta recuperada en la exhumación del pasado 25 de abril corresponde a la del desaparecido José Antonio López Lara, el movimiento campesino de Bajo Aguán obtendrá una victoria importante en su lucha por la defensa de la tierra. Al mismo tiempo, se le dará un golpe impactante a la reputación de la familia Facussé. Las pruebas directas del involucramiento de sus guardias armadas en la desaparición de campesinos podrían afectar de manera relevante su capacidad de recaudar préstamos de los bancos internacionales.

Publicado el 29 de julio de 2013

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