El racialismo del poder judicial contra los sistemas autónomos de justicia

Yuri Escalante Betancourt

México. Casi todos los gobiernos del mundo niegan o banalizan el racismo. Los más desfachatados sostienen que sus legislaciones proclaman la igualdad y prohíben la discriminación, luego entonces, no tiene porque existir la supremacía racial. Otros, que son los más, aceptan que en sus países existen “incidentes” de odio racial o discriminación, pero aislados, no sistemáticos, atendibles y bajo control.

        Una postura similar asume México. En sus informes a organismos internacionales reconoce que persisten prácticas discriminatorias, pero las atenúa afirmando que son remanentes de un pasado colonial. De hecho, este argumento le sirve para justificar lo difícil de mitigar la desigualdad económica entre los indígenas y el resto de la nación. Pese a todo, concluye, hoy cuenta con disposiciones legales e instituciones que protegen y aseguran los derechos de las minorías.

        Con estos argumentos lo que se demuestra es que los Estados no entienden o no tienen intenciones de resolver las evidencias del racismo. En efecto, como los gobiernos reducen la xenofobia y la etnofobia a hechos cotidianos protagonizados por personas, sólo visualizan las consecuencias, mas no las causas por las que se reproduce y perpetúa el racismo.

Y es que donde existen prácticas racistas, hay detrás un sistema ideológico y socioeconómico que jerarquiza a la sociedad en grupos superiores e inferiores. De ahí que, como propone Tzvetan Todorov, una cosa son las conductas y eventos de odio, que llama racismo, y otra las doctrinas, los valores, las normas y las instituciones que sostienen las estructuras de dominación basadas en clasificaciones étnicas, que llama racialismo. Los estados se limitan a “condenar” el racismo (o sea, las prácticas), en tanto que las representaciones e instituciones racialistas se reproducen sin control en el aula, los medios de comunicación, las cámaras legislativas y el propio aparato de Estado.

        El análisis anterior no es una postura teórica o académica. Se trata de un tema añejo, discutido en infinidad de foros mundiales y que incluso está enunciado en los tratados internacionales sobre la eliminación de la discriminación racial. En efecto, de acuerdo con estas convenciones, existe una amplia responsabilidad de los estados en la perpetuación del racismo y la dominación basada en la supremacía de raza, étnica o nacional.

        Justamente por eso, la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial (1965), suscrita por México, no trata de los derechos de las personas, pues consiste en un instrumento que dispone las estrategias políticas contra el racismo que deben implementar y acatar los estados. No haremos aquí una revisión de esta Convención; basta citar un par de incisos del artículo 2:

a)   Cada Estado parte se compromete a no incurrir en ningún acto o práctica de discriminación racial contra personas, grupos de personas o instituciones y velar para que todas las autoridades públicas, nacionales y locales, actúen de conformidad con esta obligación;

c)   Cada estado parte tomará medidas efectivas para revisar las políticas gubernamentales nacionales y locales, y para enmendar, derogar o anular las leyes y disposiciones reglamentarias que tengan como consecuencia crear la discriminación racial o perpetuarla donde ya exista;

¿Por qué esto debe ser así? Simplemente porque la memoria y la experiencia nos dicen que el apartheid, el nazismo, el colonialismo y el nacionalismo monocultural que exterminó, segregó o asimiló a cientos de pueblos, fueron promovidos, diseñados y dirigidos por los propios Estados. Ésta, y no otra, es la fábrica que maquila el racialismo.

        Toda esta digresión es importante a resueltas de la reforma constitucional que garantiza, desde hace más de una década, la libre determinación de los pueblos indígenas y la autonomía para ejercer sus sistemas normativos. Mandata también que en los juicios se respetarán sus prácticas colectivas e individuales. Adicionalmente, los códigos penales obligan a los jueces a tomar en cuenta la diferencia cultural de los inculpados.

Ante lo anterior, parece pertinente preguntarse: ¿Cómo han contribuido estas reformas a fomentar las relaciones de igualdad y reconocer las instituciones colectivas de los pueblos indígenas? ¿Sus autoridades gozan de mayores garantías y facultades? O, por el contrario, ¿continúa la estigmatización y minorización de sus formas de gobierno y de impartir justicia? ¿Siguen siendo criminalizadas y descalificadas las actividades de sus representantes? ¿Vivimos en un Estado pluricultural de derecho o persisten visos de superioridad racial?

        Trataremos de responder a estas preguntas revisando algunas resoluciones emitidas por el poder judicial de 2000 a 2006, en casos abiertos contra el sistema de seguridad e impartición de justicia creado por las comunidades nahua y mepha de la Costa y Montaña de Guerrero, mejor conocida como Policía Comunitaria. Sucede que sus integrantes (comisarios y policías), son procesados por portar armas y someter a reeducación a los maleantes.

        No cuestionaremos aquí el hecho de que sean detenidos, pues la autoridad competente actúa por denuncia; ni el contenido jurídico de los veredictos, facultad soberana del juzgador. Lo que interesa conocer es ¿cómo valora el poder judicial el sistema normativo que apela ser reconocido? ¿Qué validez alcanzan sus autoridades? ¿Cómo narran o entienden los jueces eso que llaman diferencia cultural, prácticas colectivas, autonomía y jurisdicción? ¿Hay un tratamiento de semejantes o los somete a inferiorización?

1.- De institución a campo de concentración

En los tres expedientes revisados, un auto de formal prisión, un auto de libertad y una sentencia, el dato más relevante consiste en que las partes involucradas (ministerio público, defensa, testigos y peritajes antropológicos en los cuales he colaborado) dan cuenta de la forma en que se constituye y opera el sistema normativo de la Policía Comunitaria de Guerrero. Por ejemplo, en un caso de abigeato, el Ministerio Público (MP) describe la cárcel en donde retienen a los presos y el trabajo en favor de la comunidad que realizaban dichas personas.

        Adicionalmente, los alegatos de la defensa y las conclusiones de los jueces invocan e interpretan los derechos indígenas, con lo cual se integra un procedimiento que describe y discute una posible justicia pluricultural. Pese a ello, en ninguno de los casos el juzgador otorga validez al sistema de seguridad indígena ni a las autoridades que la representan. Reconoce su facticidad pero no su legalidad, concluyendo que la corporación no tiene las facultades para privar de la libertad o aplicar sanciones ya que se niegan a entregar a los detenidos ante autoridad competente y no cuentan con permisos para portar armas. Es decir, no le interesa el problema de la eficacia o legitimidad del sistema normativo como tal, sino analizar si cuenta con autorización o acreditación para actuar.

        Papelito habla. Tal es el eslabón perdido que exige la justicia mexicana para poder reconocer la pertinencia del derecho y jurisdicción indígena. La incógnita que persiste es ¿quién es el responsable de otorgar dicho papel legitimador? ¿No es suficiente lo consagrado por la Constitución en su artículo segundo.

        Ahora bien, si el juzgador se limitara a este puro aspecto legal y sentenciara conforme a derecho declarándolos culpables por ser indocumentados, cuasi extranjeros, lo entenderíamos. Ese es su trabajo. Pero no conformándose con declarar su ilegalidad, se dan a la tarea de descaracterizar y tergiversar el sentido y naturaleza del sistema de justicia comunitario sin existir motivo fundado para ello.

        En el auto de formal prisión revisado, lo que el MP describe con pelos y señales como una cárcel municipal, con sus paredes y rejas, para el juez resultan ser “lugares parecidos a los de una cárcel”. Asimismo, lo que el MP describe como trabajos en favor de la comunidad que realizaban las personas sujetas a rehabilitación, el juez las termina calificando como “trabajos forzosos en contra de la voluntad del detenido; actividades que resultan degradantes para los pasivos”. Y cuando el peritaje antropológico habla de “sistemas normativos” o “instituciones de justicia”, el juez lo reduce a un simple “comité de policías comunitarios”, sin argumentar o razonar por qué pone en duda dicha institucionalidad.

En este sentido, haciendo uso de su facultad discrecional para determinar los hechos, el juzgador más bien termina desacreditando y estigmatizando este sistema de seguridad para invertir su naturaleza a la de un grupo de delincuentes que, sin autorización, denigran a las personas encerrándolas en seudocárceles y explotándolas como en un campo de concentración.

        2.- De autoridades a particulares

Una transfiguración semejante, pero más grave, ocurre con los comisarios y policías procesados. Aún presentándose pruebas fehacientes del nombramiento en asamblea, rango y función de las autoridades, de su ratificación ante el municipio respectivo e incluso de la presentación de oficios en donde se asienta que están realizando operativos, en ningún momento son tratados por las autoridades judiciales bajo esta envestidura. No aceptan ni el cargo legal que detentan ni mucho menos la representación moral concedida por los ciudadanos, pese a que, otra vez, los denunciantes, testigos, peritos, etcétera, se refieren a la existencia de un cuerpo de policías, una comisaría con domicilio público en donde opera, normas y procedimientos mediante los cuales sancionan delitos, etcétera; un sistema instituido, pues.

Comprendemos que en la jerga jurídica se les denomine indiciados, inculpados, sujetos activos u otros semejantes, pero al referirse expresamente a ellos y sus funciones, los jueces omiten llamarlos bajo cualquier título que indique un rol sociopolítico. Por el contrario, lo que hacen es invisibilizar y degradar su investidura teniéndolos por simples mortales.

Veamos cómo se expresan los jueces penales respecto de un comisariado municipal: “El arma afecta calibre 380 no son de las permitidas para portar la población civil, ni mucho menos la agrupación a la que pertenece”. Y en el caso de varios policías consignados por el mismo motivo: “La portación o posesión indiscriminada de particulares de armamento de una mayor potencia lesiva, es innecesaria para su defensa personal”.

En otras palabras, curándose en salud, el juzgador justifica la sanción por aplicar la ley, dirigiéndola no a una autoridad, sino contra un particular, menuda población civil, que por lo tanto no busca proteger a la ciudadanía sino únicamente para su ¡defensa personal! Pese a ello, el fantasma de que existe una  policía organizada se le escurre cuando menciona que pertenecen a una agrupación, colectiva por cierto, ya que hacen uso indiscriminado de armas.

3.- De policías a polizontes

Parece evidente que la mutación de autoridades en particulares, es la condición necesaria para proceder a la negación de derechos colectivos. Por un lado, siendo particulares pierden todo razón para portar armas, pero por el otro, en lugar de sancionarlos como autoridades que se extralimitan de sus facultades, el poder judicial resuelve algo más de fondo anulando esa jerarquía. En efecto, reconocer que son autoridades sería como reconocer que existe un sistema normativo y reconocer esta institución abre la puerta a controversias jurídicas en la Corte, instancias internacionales o, siendo ilusos, que no procedan contra ellos por declinación de competencia, como ya ha sucedido en países como Colombia o Perú.

        Pero degradados a civiles, sin fuero alguno, son colocados de manera permanente en la ominosa categoría de transgresores de la ley. Cierto, pueden jugar a mantener el orden y resolver conflictos internos, siempre y cuando no invadan otras jurisdicciones o sean denunciados por inconformes. Mientras permanezcan subordinados y serviles al resguardo de vehículos oficiales como los del Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos (Procede) y de maestros, escoltando camiones de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo) y Coca Cola, o dando parte de incidentes al ejército y a la policía motorizada, pueden permanecer como polizontes de la ley, pero no como policías comunitarios.

4.- De civilizados a atrasados

En el desahogo de pruebas vimos que para la autoridad judicial el sistema normativo indígena se transmuta en un gulag étnico. Posteriormente, al analizar si las conductas son antijurídicas, concluye que sí porque los acusados no cuentan con atribuciones, ya que son particulares y no autoridades. Falta saber ahora cómo individualiza las penas, o sea, que sanción impone según las características de la personalidad.

        En el auto de libertad por portación de arma, los exonera al considerar que los consignados no sólo desconocen la ley, sino que también pensaban que su conducta era correcta, condiciones que se precisan para aplicar una excluyente de responsabilidad o error de tipo penal. ¿Cómo sabe el juez que ignoraban que su conducta era delito? Pues porque de acuerdo con las pruebas, “al momento de ser detenidos tenían plena conciencia de que su proceder era correcto, ya que fueron nombrados por los miembros de su comunidad acorde a sus usos y costumbres, y por desconocer el marco jurídico que regula la posesión y portación de arma de fuego, así como la obligatoriedad de su observancia y cumplimiento, básicamente por pertenecer a una cultura diferente a la mestiza”.

        He aquí lo que el juez entiende por diferencia cultural. No afirma que los indígenas tengan una cultura diferente, sino que pertenecen a una cultura diferente a la mestiza, la cual se antepone como modelo y referente. Con este silogismo, primero connota el estereotipo de que los usos y costumbres a los cuales obedecen son la causa de la ignorancia y el error, para enseguida dejar implícito que la cultura mestiza contiene el conocimiento de la ley y de la verdad. La conclusión obvia es un argumento de superioridad de una cultura sobre otra, basada en las viejas tesis de la incapacidad e ignorancia de la cultura del otro.

        Pero eso no es todo. En el otro caso, una sentencia condenatoria, los criterios sobre personalidad fueron totalmente opuestos, pero las conclusiones más contundentes. Trátese ahora de un comisario y no de unos policías, con lo cual: “Entiéndase que no ignoraba lo ilícito de su proceder, por su edad (70 años) e instrucción, así como por los cargos que detentó en su comunidad” (nótese que sólo toma en cuenta su rango social cuando la representación es negativa). Luego remata con toda lucidez: “Además, en su comunidad existe luz eléctrica, lo que le permite enterarse a través de los medios de comunicación, de la existencia de leyes federales y por lo tanto no se encuentra aislado su entorno de la civilización”.

        Como el juez seguramente se preparó y estudió por medio de internet o televisión, no discutiremos aquí el argumento decimonónico de que hay gente que vive en la civilización y otra en estado salvajismo (como los policías que si pudieron ser liberados por esa razón), pues existen miles de libros sobre el tema. Lo único que queda por resolver es simplemente cuál era entonces el móvil que condujo a que el acusado portara un arma. ¿Qué motivó a esta persona sabia y preparada a violar la ley? Si no podemos reconocer que es un comisario cumpliendo funciones de seguridad, ¿padece de alzhéimer, es un terrorista o le sembraron el arma? El mismo juzgador admite este misterio cuando reflexiona: “No existe demostrada ninguna razón especial que lo haya impulsado a delinquir, a no ser la mera diversión y el ocio”.

        Vaya justicia, pues la conclusión del juez no es un descubrimiento sino un encubrimiento. Se encubre, además del estatus de autoridad de comisario, su identidad y su dignidad como persona, pues no sólo pertenece a un pueblo indígena, sino que reduce su comportamiento, ganado a fuerza de años de colaborar con su comunidad, a un juego de niños, a un motivo infantil, pueril. Ridiculiza, estigmatiza e invisibiliza el aprendizaje histórico forjado en una institución de autogobierno y autoregulación para minimizarla a la conducta de un sujeto inmaduro y atrasado. Oculta por tanto un derecho colectivo para dejarlo en un propósito primitivo.

        5.- Conclusiones: de iguales a igualados

No encontramos en estos casos ninguna intención, por parte del poder judicial, de querer interpretar la legislación internacional, constitucional y penal reconocida a los pueblos indígenas.  Por el contrario, claudicando a toda hermeneútica de la norma, optan por una aplicación técnica y dogmática de la ley, cual codigueros que siguen un instructivo.

         A la petición de la defensa de que se tome en consideración el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el juez deshecha de un plumazo este instrumento legal afirmando: “Debe decirse que la Constitución local, ni el Convenio citado, están por encima de la ley fundamental del país”. Ni hablar. Esto se llama economía procesal.

        Y cuando se le invoca el artículo 2 de la Constitución que da validez a los sistemas normativos, el juez invierte el alegato que pide un derecho para exigirles una obligación contemplada en el artículo 16, pues si los procesados quisieran hacer válida la ley suprema, entonces la Policía Comunitaria “debió otorgarles a los detenidos las garantías que consagra nuestra Carta Magna entregándolos a la autoridad competente”. Dicho en otras palabras, si los indígenas quieren ser iguales a nosotros frente a la Constitución, entonces sujétense a los órganos jurídicos establecidos y no quieran andar haciendo cosas semejantes a las nuestras. Esa es la norma y ser normal. Pueden ser iguales a nuestra justicia si usan nuestra justicia, pero no pueden igualarse a nuestra justicia.

         En síntesis, en las tres resoluciones judiciales revisadas, los derechos colectivos de los pueblos indígenas no son tomados en cuenta. Si bien es cierto que en el ámbito penal lo que se persigue son conductas individuales, en este sentido las prácticas culturales o la diferencia cultural que el mismo código estipula devienen en usos y costumbres que son causa de la ignorancia y el error, en conductas infantiles y niñerías. En su forma tradicional de despachar los casos, el poder judicial evidencia un racialismo craso que estigmatiza y criminaliza los sistemas normativos indígenas y a sus autoridades, anteponiendo como modelo superior de justicia a la cultura mestiza.

Publicado el 4 de marzo de 2013

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