“Yo todavía no puedo mirar las botas de los militares”: María Angélica, exiliada chilena

Testimonio recogido por Sergio Adrián Castro Bibriesca en la Ciudad de México

Esa mañana en Santiago todo era muy extraño. Lo único que yo sabía era que tenía que estar en el otro lado del río Mapocho, que divide a la ciudad, para llegar al trabajo, donde era profesora de niños chiquitos. Cuando cruzabas desde algún lugar era muy claro ver el barrio alto, de lana, y el barrio de los de abajo. Yo venía, por supuesto, del barrio de los de abajo.

Empezó todo el jaleo en la radio desde muy temprano; nos decían que todos los trabajadores teníamos que estar en nuestro puesto de trabajo. Había que caminarle y salir lo más temprano posible.

Al cruzar el Mapocho tenía que atravesar el Parque Forestal. Eran como las 11 de la mañana y el cielo estaba lleno de helicópteros y aviones. Casi llegaba a La Alameda y ya habían bombardeado el Palacio de La Moneda. Era el 11 de septiembre de 1973.

Yo seguía caminando cuando pasó una bala volando junto a mí; sólo escuché su silbido. Poco a poco, la calle de La Alameda se empezó a llenar de tanques. Empecé a tener un miedo y una impresión… No alcancé a llegar al trabajo. No sé por qué, pero había que esconderse. Afortunadamente encontré a una amiga que vivía por ahí; nos metimos en su departamento, sacamos los colchones y los pusimos en la ventana. No sabíamos por qué hacíamos esto, pero sabíamos del bombardeo: estábamos a dos cuadras de La Moneda.

Todo era oscuro después del bombardeo. El miedo inundó Santiago y muchas otras ciudades; digo de Santiago porque ahí estaba yo. Se escuchaban los helicópteros, los aviones, los militares. Pusimos la radio y había sólo marchas militares; era un ambiente caótico, de mucho miedo.

Veía a la gente de los edificios, esos lindos del barrio alto; destapaban las champañas y enarbolaban unas banderas que no eran las de la izquierda.

Después de tres días, regresé a casa y tuve que presentarme al trabajo. Al director que estaba lo habían sacado y pusieron a otra gente. En esos días tenías que cantar el himno nacional con una estrofa dedicada a los militares; todos los maestros la cantaban, menos yo. A lo mejor era una pelotudez, pero era un acto de decir “no” y mostraba que no.

Pasó el tiempo y un día, en algún momento, me habla el director, que era un momio (a los de derecha les decíamos así). No sé si él era gentil o yo era trabajadora, por lo que no había muchas cosas por las que pudiera estar en mi contra. Me dijo: “María Angélica, se tiene que ir porque la están buscando”. Lo encontré bastante amable por el aviso y me salí. A los dos días, estaba en Buenos Aires.

Antes de irme estaba en el patio de la casa de una prima. Tenía un helicóptero arriba, volando; metí en una bolsa libros de Marx, de Engels, no recuerdo bien de quién más; hice un hoyo como pude, y siento que en ese momento enterré la democracia. Fue un acto muy triste, y en ese momento mi palabra fue regresar a buscarlos.

Fue tan triste como ir al Estadio Nacional; era como sentir culpa por no estar ahí adentro. Después te daba tristeza ver a los familiares, y después decías que afuera podías hacer más cosas, que podíamos organizarnos.

El golpe de Estado fue brutal, terrible, salvaje. Barrieron a la gente en la calle, la mataron. Cerraron tres días La Alameda para limpiarla: estaba llena de cadáveres, más todos los que llevaron al Estadio Nacional. Yo todavía no puedo mirar las botas de los militares; hay una historia muy compleja de haber vivido cosas bastante feas y estar mirando las botas de los militares.

Fueron días de convivir con helicópteros y tanques, con frases como: “no salgas en la noche porque necesitamos un salvoconducto, si no, te matamos”. Era caminar y ver las embajadas llenas de gente. Era un ambiente de miedo.

Por ejemplo, si veían a alguien que tenía en su biblioteca La Revolución de las Matemáticas, decían: “éste es rojo”, y lo mataban. Por azares del destino también viví la dictadura en Argentina. Ahí la gente tenía una agenda con datos de sus amigos; los militares veían a alguien que pareciera izquierdoso y se buscaban a todos los contactos que tenían en esas agendas, pero esa es otra historia.

En una dictadura aparece lo más siniestro del humano y algo que marca a todos: el miedo. Hay una canción, que canta una argentina llamada Liliana Felipe, que dice: “Nos tienen miedo porque no tenemos miedo”. Pero eso empiezas a cantarlo muchos años después, primero sientes un miedo enorme y muchas veces eso te hace pelear y salir a la calle, y en otros momentos te hace esconderte y esperas que ni te conozcan ni te vean. Te deja una marca enorme.

Dejar a mi país y ser exiliado es dejar, de un día para otro, olores, gente, amigos y familia. Estuve en el golpe de Estado, viví los momentos previos de Unidad Popular y estuve un año después del golpe. Abandoné Chile cuando tenía 23 años, dejando atrás a mi papá, un militar retirado, y a una mamá campesina.

Pertenecía a Unidad Popular y recuerdo que no voté por Allende porque no tenía edad, pero era allendista. Por cierto, a Allende lo matan en el Golpe de Estado, aunque dicen que se suicidó. ¡Por Dios! Imagínense, está el bombardeo, vienen aquellos monos y aparte me tengo que suicidar por la espalda: eso no es posible. Aparte, no lo iban a dejar hacer eso, tenían que matarlo. Salvador Allende fue consecuente hasta el final. Da un señor discurso cuando ya sabía que lo iban a matar, y quería decir: “a mí me sacan con los pies pa’ delante”.

A 39 años

Hoy en día soy una chilena chilanga, de Mixcoac. Me llamo María Angélica Núñez Chávez, soy terapeuta familiar y tengo 62 años. Alguna vez estuve casada con un argentino. Creo que ya resolví bien la vida. Tardé 23 años en regresar a Chile; ahora voy cada dos años.

Hoy en día les pediría perdón a los jóvenes chilenos porque cuando llegué a Buenos Aires hice mi vida, así, como encerradita, y no hice más nada. ¿Por qué creo que la palabra es disculpa? Porque no allanamos un buen camino y ahora hay un gobierno de derecha, lo que quiere decir que los que estamos afuera o adentro todavía estamos con miedo. Lamento no haber podido mantener una coherencia de ideales solidarios, porque los jóvenes tienen que pagar para educarse, digo, me toque o no pedir perdón.

Hoy en día intento dar mi apoyo o crítica política, y eso me hace feliz; política en el sentido de la cotidianidad ética y moral, pero moral no en el sentido del buen humano, sino de salud mental. Para mí, la salud mental es la izquierda; no puede ser jamás la derecha.

Tengo que confesar que nunca desenterré los libros aquellos que enterré con la democracia. A lo lejos, creo que fue un acto de desesperación.

Hoy en día puedo decir que fue una experiencia que me ha acompañado toda la vida y que seguirá. Mi hija mayor se llama Liliana por una compañera que tuve en la Normal y que la mataron por no denunciar a uno de sus compañeros. Hoy en día, sin duda digo: no hay perdón ni olvido.

Publicado el 17 de septiembre 2012

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